Marcela Muñoz Molina

Marcela Muñoz Molina


Malas pasadas con lo oculto


Mi mente me juega malas pasadas con lo oculto. Puertas que se abren como salvavidas. Baúles que se cierran como secretos. Hombres enfurecidos por las convicciones, dispuestos a quemarme. Él almuerza solo en algún restorán del centro.

Corro de nuevo sin entender cual fue mi equivocación. Yo solo fui, salvaje y libre de acuerdo a mis marcas. Ese pueblo era demasiado viejo para albergar niños. Ser niño era el pecado. El placer por el juego. Lo acompañaba a curar sus heridas, luego le invitaba una cerveza. Puede ser que la explicación no esté en el pasado, sino en el futuro. Nada tendrían que ver con mi temprano destierro, los juegos de tacitas rojas de cada navidad, la eterna pelota de goma, los diminutos lápices de colores. El rompecabezas de las hadas. Zurcí cada una de sus camisas para cerrar las heridas de su corazón. El hecho fue en sí, violento. Pero no me di cuenta, sino hasta treinta años después. Dejé ahí de ser bonita, mis ojos dejaron de ser verdes, mi cráneo se cerró de golpe, mi cerebro se volvió sólo para mí. Mi cuerpo se encorvó y mi sangre se heló. Me volví morada y opaca. Todos los días inventé una dulzura nueva, era su reconciliación con el sabor y el placer. Preferí venderme a aquél hombre llegado de dos islas, cada una perteneciente a una punta del mundo. Aunque nada bueno se pueda esperar de las islas. Preferí el terror de descubrir los cuchillos bajo mi almohada que la mirada afilada de mi madre. Y no me equivoqué. Lo sostuve en mis brazos como a un niño aterrado, cuando todos estaban ausentes. Esperaba sentada mirando por la ventana, que apareciera al cruzar la calle. Apretaba mis siete meses con los brazos, respiraba profundo. La noche se volvía infinita. Él entraba. Yo no existía. Mi caída por el espiral no paraba jamás. Curé sus heridas, lavé su pelo con agua bendita para espantar a los malos espíritus. Cada noche era el recuerdo del día en que fui desterrada. Nunca más me sentaría en la mesa de mi padre, nunca más correría a los brazos de mi abuelo. Nunca más volvería. Nunca más volví. La pequeña y alta ventana en la vieja pieza de los locos, aún tiene luz. Esperé paciente que sus mañanas aclararan y sus huesos se volvieran firmes. Después de caminar muchas noches, alrededor de la mesa del comedor-jaula, toqué la puerta de una curandera. Tenía los ojos azules y el pelo rubio, me dijo yo iba a saber cual sería el momento. Le creí. Una noche cualquiera él jugaba desnudo en el living, con alguien sin rostro. Tomaba su mano en las escaleras mecánicas, él se sostenía de mí, del aire, del día, para no caer. Nada dije la noche del descubrimiento. Era mi descubrimiento. Nada sostenía ya esa historia, ni siquiera el miedo. En mi maleta cabía todo lo necesario y sobraba espacio. Él se esfumó en el aire, como el humo de un último cigarrillo. Lavé su ropa cada sábado, una y otra vez, para recordarle que todo muerto debe ser libre. A partir de ahí, fui el soldado adiestrado por los días. Mi objetivo era conquistar cada victoria para mi invencible batallón. Nadie más habita aquí. Nada más hay, aparte de mi corazón. El tiempo me abandonó, dándome alivio. Preparé brebajes para aumentar su circulación, la cicatrización era urgente. Soporté el filo de los cuchillos siguiéndome por la casa, cada nuevo día. El ruido de la lavadora ahogaba mis aullidos. El resto del tiempo ella silbaba y barría, yo lloraba sentada en el suelo del baño. El espiral se hacía cada vez más eterno. Nunca vi al final, una luz, sólo la olía. Su cerebro fue recuperando oxígeno, sus pulsaciones se aceleraron, volvió a sus recuerdos. Más de dos siglos estuve atrapada el tic-tac tic-tac de la lavadora. Escribía en la oscuridad. Curaba mis úlceras, cruzaba puertas que parecían salvavidas. Me escondía en baúles que se cerraban como secretos. Al filo de la guillotina, lograba escapar. Tenía dos cosas a mi favor. Mi pintura de guerra y mi libertad. En la medida en que yo lo sanaba, él me pinchaba el cuerpo con unas agujas oxidadas. Cuando lograba reunir fuerzas para el vuelo, mi corazón tomaba decisiones honestas y aterradoras. Equivocaciones, decía el pueblo. Menos mal que ellos nunca vivieron bajo mi piel, menos mal que el cráneo se me cerró un día, como la bóveda de un banco. La noche en que se sacudió la tierra me aferré inútilmente a lo único que no podía abrir, él se volvió de piedra. Las alas se me quemaron en pleno vuelo al menos dos veces. Llegué a estar demasiado cerca del sol y frágil era aquello que ya venía inflamado. Al caer, no caía como esperaba en la mesa de mi padre. Caía directo a la pupila de ella, en todo lo extenso de su territorio. Se levantó un día y limpió el lugar más oscuro y sucio de la casa, sacó escombros, botó basura, la vida estaba volviendo. Corté los cables uno por uno, un día antes del amanecer. Fui a un teléfono público y expliqué que corría por mi vida. Todos los iones cargados del viento me hacían más y más pesada. Todo el mar se había vuelto hielo. La falta de amor nunca duele en un lugar desconocido. El prepara su viaje, busca un casco para esquivar una posible lluvia de meteoritos, lo escucho andar. Mis intentos poco usuales por huir del pueblo, despertaron sospechas. Ya no era una niña, pero tenía niñas y eso hacía más complejo el dictamen de una sentencia. Mi postura era clara y peligrosa. Eran ellos, grises y secos o ellas, brotes siderales que me había regalado el viento. Mientras él se prepara para alcanzar la velocidad de la luz, yo me voy volviendo triste, aburrida, inútil y opaca.

comentarios:

Anónimo dijo...
19:36
 

Críptico y extraordinario texto. Gracias