Dalí escribe sobre Lorca
Muerte de Federico García Lorca, ametrallado en Granada. Suicidio de René Clavel en Paris y de Jean Michel Franc en Nueva York. Muerte del surrealismo. Muerte del Principe M`Diván guillotinado por su Rolls. Muerte de la Princesa M`Diván. Muerte de Sigmung Freíd, desterrado en Londres. Doble suicidio, a raíz de un pacto, de Stefan Zweig y su mujer. Muerte de la Princesa de Faustine Lusinge. En el teatro, la de Christian Berard y la de Louis Jouvet. Muerte de Gestrude Stein. Muerte de José María Sert. Muerte de Misia y de Lady Mendl. Muerte de Robert Desnos y de Antonin Artaud. Muerte del existencialismo. Muerte de mi padre. Muerte de Eluard. Muerte de Stalin.
Tengo la seguridad de que mis cualidades de psicólogo analista son superiores a las de Marcel Proust. No sólo por tener a mi disposición el psicoanálisis entre los demás métodos que él desconocía, sino ante todo porque la estructura de mi espíritu es de un tipo eminentemente paranoico, el más indicado para este género de actividades, mientras que el suyo era el de un "neurótico depresivo". Es decir, el "menos apropiado". Esto se nota hasta en sus bigotes distraídos y depresivos, que al igual de los ultra-depresivos de Federico Nietzsche, son completamente opuestos a los bigotes alegres de Velásquez o de los ultra-rinocerontescos de vuestro genial servidor.
Es cierto que siempre me ha gustado valerme de sistemas peludos (ya sea en la estética para determinar la proporción de oro, según el brote de pelo o en el campo psicopatológico del bigote, esa constante trágica del carácter, sin duda la más truculenta del rostro masculino).
Es aún más cierto que si tanto me gusta valerme de términos gastronómicos para hacer tragar mis ideas filosóficas, de difícil y laboriosa digestión, exijo siempre una limpidez feroz de cada pelo; ni la más mínima falta de claridad será tolerada.
Es por eso que me gusta decir que Marcel Proust, con su introspección masoquista y su descortezamiento sádico de los demás logró hacer una especie de sopa de langostas prodigiosa, impresionista, super-sensible y casi musical, donde éstas no existirían por así decirlo, más que en esencia. Mientras que Salvador Dalí, al contrario, de todas las esencias y quintaesencias más imponderables de sus auto-descortezamientos, y de los otros que no son jamás sus semejantes, consigue ofrecerles, en un plato deslumbrante y sin un pelo de conocimiento, nada menos que una auténtica langosta nadando, concreta, articulada y reluciente cual armadura comestible.
Proust, de la langosta, logra producir música. Dalí, de la música misma, logra producir langostas.
Pasemos ahora a la muerte de los contemporáneos que he conocido y que han sido amigos míos, como ya he dicho antes. Mi primer sentimiento es un sentimiento tranquilizador de que esos muertos se vuelven tan Dalinianos que van a trabajar en las mismas fuentes de mi obra. Pero enseguida, otro sentimiento inquietante y paradójico se manifiesta, y es que yo soy la causa de su muerte.
Mi delirio de interpretación paranoica, sin yo solicitarlo, llega a entregarme las pruebas más minuciosas de mi responsabilidad criminal. Pero ya que eso es objetivamente falso, y que además yo estoy por encima de todo, casi inhumanamente inteligente, todo termina bien. Y es por eso que puedo confesarles con melancolía, desnudo de toda vergüenza, que cada nueva muerte de un amigo, sobreponiéndose en capas finísimas de "sentimientos falsos de culpabilidad", termina por formar una especie de almohadón blandísimo en el cual me duermo cada noche con más frescura y menos angustia.
Muere ametrallado en Granada el poeta de la mala muerte, Federico García Lorca. ¡Olé! Esto es lo que exclamé en París, en mi apartamento del número 8 de la rue de I'Université, al enterarme de la muerte de Lorca, el mejor amigo de mi adolescencia.
Esta exclamación que se produce biológicamente para rematar un pase en la corrida, o en el jaleo del cante jondo, y que grité en la ocasión de la muerte de Lorca, encarna todo el inocultable españolismo del éxito trágico de su destino.
A lo menos cinco veces al día Lorca hacía alusión a su muerte. En la noche no podía irse a dormir sin que varios de sus compañeros fuésemos a acostarlo. Una vez en la cama, eternizaba las más trascendentales conversaciones poéticas que ha habido en nuestro siglo. Casi siempre volvía al tema de la muerte y sobre todo al de su propia muerte.
Lorca imita y canta todo lo que dice, primero y ante todo, canta su muerte y la imita. La remeda y la escenifica. "Así, decía, estaré en el momento de mi muerte!" Después, se estremecía su cuerpo al descender el cortejo fúnebre por una agreste colina de Granada; y cinco días después de su muerte, se arregla para que su rostro, que no era hermoso, se aureolara de una belleza desconocida, de una hermosura excesiva. Luego, seguro del efecto inesperado que había producido en nosotros, se sonrío con una sonrisa radiante, sonrisa que brotaba de la absoluta posesión lírica de sus espectadores. Lorca había escrito:
"El río Guadalquivir tiene las barbas granates.
Granada tiene dos ríos, uno llanto, el otro sangre".
También, al fin de la Oda a Salvador Dalí (dos veces inmortal), Lorca hace alusión inequívoca a su propia muerte, y me pidió que no la mirara mientras florecieran mi vida y mi obra.
La última vez que ví a Lorca fue en Barcelona, dos meses antes de la guerra civil. Gala, que no lo conocía, se quedó atónita ante ese fenómeno glutinoso y de un lirismo total. Este sentimiento, además, fue recíproco; durante tres días, Lorca no me habló sino de Gala.
También Edward James, poeta inmensamente rico y super-sensible como un picaflor, quedó preso e inmovilizado en la personalidad glutinosa de Lorca. James vestía un traje tirolés excesivamente bordado, de pantalón corto y camisa de encajes. Lorca decía de él que era un picaflor vestido de soldado de la época de Swift (Gulliver).
Durante una comida en el Canari de la Garriga atravesó el mantel con paso militar un insecto diminuto y extraordinariamente bien vestido. Lorca lo vio de repente y lanzó un grito pero, sujetándolo con un dedo le ocultó a James la identidad del bicho. Al retirar el dedo no quedaba ni huella del insecto. Pues bien, fue ese pequeño insecto, también poeta y vestido de encajes tiroleses, el único que nos hubiera podido explicar su destino.
En efecto, James acababa de alquilar la Villa Chimbrone, cerca de Amalfi, donde se inspiró Wagner para componer el Parsifal y nos invitó a mí y a Lorca a vivir allá todo el tiempo que quisiéramos. Por tres días Lorca se torturó con alternativas de angustia: ¿Iría o no iría ? Cada cuarto de hora cambiaba de opinión.
En Granada, su padre estaba enfermo del corazón y temía morir. Por fin Lorca prometió reunirse con nosotros tan pronto como hubiera ido a ver a su padre para tranquilizarse. Estalló la guerra civil. El murió fusilado y el padre vive aún.
¿Guillermo Tell? Yo estaba convencido que si no nos llevábamos a Lorca con nosotros en ese mismo instante, con su personalidad llena de ansiedades e indecisiones psicopatológicas, no obstante sus deseos, jamás hubiera sido capaz de reunirse con nosotros en la Villa Chimbrone. Fue en ese momento que se formó en mí un sentimiento de culpabilidad hacía él. Yo no había insistido lo suficiente para arrastrarlo con nosotros. Si yo hubiera querido, podría haberlo llevado a Italia.
Yo, en aquel entonces, escribía un gran poema lírico, "Me como a Gala", y en el fondo, más o menos celoso de Lorca. Quería estar solo en toda Italia, en la lejanía de mi horizonte frente a terrazas de cipreses y de naranjos. Verticales y solitarios, los solemnes templos de Pestum me habían de brindar una vez más la oportunidad de no amarlos para mayor felicidad megalomaníaca y de soledad. Si, en este momento del descubrimiento Daliniano de Italia, mis relaciones con Lorca fueron de cierto modo y por extraña coincidencia, el pricipio de una correspondencia casi violenta semejante a la de Nietzsche y de Wagner en el momento de la ruptura.
Fue la época en que yo hacía la apología del Angelus, de Millet; cuando escribía mi mejor libro, inédito aún, El mito trágico del Angelus de MIllet, y mi mejor ballet también, que tampoco se ha producido y que se llama El Angelus de MIllet, para el cual quería la música de Bizet (La Artesiana) y la música inédita de Federic Nitx (influenciado por Bizet). Nitx escribió esa partitura al borde de su locura en sus crisis antiwagnerianas. El Conde Etienne de Beaumont la había descubierto, según me parece, en una biblioteca de Basilea, y sin conocerla yo, me imaginaba que era la única música que podía convenirle a mi obra.
Los rojos, los semi-rojos y los rosados, y aún los lila-pálidos, aprovecharon propagandística, demagógica y vergonzosamente la muerte de Lorca en un chantage indigno. Trataron y hasta la fecha siguen tratando de darle a su muerte el significado de un héroe político.
Yo que soy su mejor amigo, declaro ante Dios y la historia que Lorca, poeta cien por ciento, era consustancialmente el ser más APOLITICO que jamás he conocido. Fue sencillamente una víctima propiciatoria de problemas personales, personalísimos, ultralocales y, ante todo, presa inocente de la confusión omnipotente, convulsiva y cósmica de la guerra civil española.
Una cosa es cierta. Cada vez que en el fondo de mi soledad logro hacer brillar una idea genial, sacándola desde lo más recóndito de mi cerebro a la superficie del aire de Cadaqués, o cuando logro dar una pincelada milagrosa, siempre escucho la voz ronca y dulcemente afónica de Lorca que me grita: ¡¡Olé!!
Tengo la seguridad de que mis cualidades de psicólogo analista son superiores a las de Marcel Proust. No sólo por tener a mi disposición el psicoanálisis entre los demás métodos que él desconocía, sino ante todo porque la estructura de mi espíritu es de un tipo eminentemente paranoico, el más indicado para este género de actividades, mientras que el suyo era el de un "neurótico depresivo". Es decir, el "menos apropiado". Esto se nota hasta en sus bigotes distraídos y depresivos, que al igual de los ultra-depresivos de Federico Nietzsche, son completamente opuestos a los bigotes alegres de Velásquez o de los ultra-rinocerontescos de vuestro genial servidor.
Es cierto que siempre me ha gustado valerme de sistemas peludos (ya sea en la estética para determinar la proporción de oro, según el brote de pelo o en el campo psicopatológico del bigote, esa constante trágica del carácter, sin duda la más truculenta del rostro masculino).
Es aún más cierto que si tanto me gusta valerme de términos gastronómicos para hacer tragar mis ideas filosóficas, de difícil y laboriosa digestión, exijo siempre una limpidez feroz de cada pelo; ni la más mínima falta de claridad será tolerada.
Es por eso que me gusta decir que Marcel Proust, con su introspección masoquista y su descortezamiento sádico de los demás logró hacer una especie de sopa de langostas prodigiosa, impresionista, super-sensible y casi musical, donde éstas no existirían por así decirlo, más que en esencia. Mientras que Salvador Dalí, al contrario, de todas las esencias y quintaesencias más imponderables de sus auto-descortezamientos, y de los otros que no son jamás sus semejantes, consigue ofrecerles, en un plato deslumbrante y sin un pelo de conocimiento, nada menos que una auténtica langosta nadando, concreta, articulada y reluciente cual armadura comestible.
Proust, de la langosta, logra producir música. Dalí, de la música misma, logra producir langostas.
Pasemos ahora a la muerte de los contemporáneos que he conocido y que han sido amigos míos, como ya he dicho antes. Mi primer sentimiento es un sentimiento tranquilizador de que esos muertos se vuelven tan Dalinianos que van a trabajar en las mismas fuentes de mi obra. Pero enseguida, otro sentimiento inquietante y paradójico se manifiesta, y es que yo soy la causa de su muerte.
Mi delirio de interpretación paranoica, sin yo solicitarlo, llega a entregarme las pruebas más minuciosas de mi responsabilidad criminal. Pero ya que eso es objetivamente falso, y que además yo estoy por encima de todo, casi inhumanamente inteligente, todo termina bien. Y es por eso que puedo confesarles con melancolía, desnudo de toda vergüenza, que cada nueva muerte de un amigo, sobreponiéndose en capas finísimas de "sentimientos falsos de culpabilidad", termina por formar una especie de almohadón blandísimo en el cual me duermo cada noche con más frescura y menos angustia.
Muere ametrallado en Granada el poeta de la mala muerte, Federico García Lorca. ¡Olé! Esto es lo que exclamé en París, en mi apartamento del número 8 de la rue de I'Université, al enterarme de la muerte de Lorca, el mejor amigo de mi adolescencia.
Esta exclamación que se produce biológicamente para rematar un pase en la corrida, o en el jaleo del cante jondo, y que grité en la ocasión de la muerte de Lorca, encarna todo el inocultable españolismo del éxito trágico de su destino.
A lo menos cinco veces al día Lorca hacía alusión a su muerte. En la noche no podía irse a dormir sin que varios de sus compañeros fuésemos a acostarlo. Una vez en la cama, eternizaba las más trascendentales conversaciones poéticas que ha habido en nuestro siglo. Casi siempre volvía al tema de la muerte y sobre todo al de su propia muerte.
Lorca imita y canta todo lo que dice, primero y ante todo, canta su muerte y la imita. La remeda y la escenifica. "Así, decía, estaré en el momento de mi muerte!" Después, se estremecía su cuerpo al descender el cortejo fúnebre por una agreste colina de Granada; y cinco días después de su muerte, se arregla para que su rostro, que no era hermoso, se aureolara de una belleza desconocida, de una hermosura excesiva. Luego, seguro del efecto inesperado que había producido en nosotros, se sonrío con una sonrisa radiante, sonrisa que brotaba de la absoluta posesión lírica de sus espectadores. Lorca había escrito:
"El río Guadalquivir tiene las barbas granates.
Granada tiene dos ríos, uno llanto, el otro sangre".
También, al fin de la Oda a Salvador Dalí (dos veces inmortal), Lorca hace alusión inequívoca a su propia muerte, y me pidió que no la mirara mientras florecieran mi vida y mi obra.
La última vez que ví a Lorca fue en Barcelona, dos meses antes de la guerra civil. Gala, que no lo conocía, se quedó atónita ante ese fenómeno glutinoso y de un lirismo total. Este sentimiento, además, fue recíproco; durante tres días, Lorca no me habló sino de Gala.
También Edward James, poeta inmensamente rico y super-sensible como un picaflor, quedó preso e inmovilizado en la personalidad glutinosa de Lorca. James vestía un traje tirolés excesivamente bordado, de pantalón corto y camisa de encajes. Lorca decía de él que era un picaflor vestido de soldado de la época de Swift (Gulliver).
Durante una comida en el Canari de la Garriga atravesó el mantel con paso militar un insecto diminuto y extraordinariamente bien vestido. Lorca lo vio de repente y lanzó un grito pero, sujetándolo con un dedo le ocultó a James la identidad del bicho. Al retirar el dedo no quedaba ni huella del insecto. Pues bien, fue ese pequeño insecto, también poeta y vestido de encajes tiroleses, el único que nos hubiera podido explicar su destino.
En efecto, James acababa de alquilar la Villa Chimbrone, cerca de Amalfi, donde se inspiró Wagner para componer el Parsifal y nos invitó a mí y a Lorca a vivir allá todo el tiempo que quisiéramos. Por tres días Lorca se torturó con alternativas de angustia: ¿Iría o no iría ? Cada cuarto de hora cambiaba de opinión.
En Granada, su padre estaba enfermo del corazón y temía morir. Por fin Lorca prometió reunirse con nosotros tan pronto como hubiera ido a ver a su padre para tranquilizarse. Estalló la guerra civil. El murió fusilado y el padre vive aún.
¿Guillermo Tell? Yo estaba convencido que si no nos llevábamos a Lorca con nosotros en ese mismo instante, con su personalidad llena de ansiedades e indecisiones psicopatológicas, no obstante sus deseos, jamás hubiera sido capaz de reunirse con nosotros en la Villa Chimbrone. Fue en ese momento que se formó en mí un sentimiento de culpabilidad hacía él. Yo no había insistido lo suficiente para arrastrarlo con nosotros. Si yo hubiera querido, podría haberlo llevado a Italia.
Yo, en aquel entonces, escribía un gran poema lírico, "Me como a Gala", y en el fondo, más o menos celoso de Lorca. Quería estar solo en toda Italia, en la lejanía de mi horizonte frente a terrazas de cipreses y de naranjos. Verticales y solitarios, los solemnes templos de Pestum me habían de brindar una vez más la oportunidad de no amarlos para mayor felicidad megalomaníaca y de soledad. Si, en este momento del descubrimiento Daliniano de Italia, mis relaciones con Lorca fueron de cierto modo y por extraña coincidencia, el pricipio de una correspondencia casi violenta semejante a la de Nietzsche y de Wagner en el momento de la ruptura.
Fue la época en que yo hacía la apología del Angelus, de Millet; cuando escribía mi mejor libro, inédito aún, El mito trágico del Angelus de MIllet, y mi mejor ballet también, que tampoco se ha producido y que se llama El Angelus de MIllet, para el cual quería la música de Bizet (La Artesiana) y la música inédita de Federic Nitx (influenciado por Bizet). Nitx escribió esa partitura al borde de su locura en sus crisis antiwagnerianas. El Conde Etienne de Beaumont la había descubierto, según me parece, en una biblioteca de Basilea, y sin conocerla yo, me imaginaba que era la única música que podía convenirle a mi obra.
Los rojos, los semi-rojos y los rosados, y aún los lila-pálidos, aprovecharon propagandística, demagógica y vergonzosamente la muerte de Lorca en un chantage indigno. Trataron y hasta la fecha siguen tratando de darle a su muerte el significado de un héroe político.
Yo que soy su mejor amigo, declaro ante Dios y la historia que Lorca, poeta cien por ciento, era consustancialmente el ser más APOLITICO que jamás he conocido. Fue sencillamente una víctima propiciatoria de problemas personales, personalísimos, ultralocales y, ante todo, presa inocente de la confusión omnipotente, convulsiva y cósmica de la guerra civil española.
Una cosa es cierta. Cada vez que en el fondo de mi soledad logro hacer brillar una idea genial, sacándola desde lo más recóndito de mi cerebro a la superficie del aire de Cadaqués, o cuando logro dar una pincelada milagrosa, siempre escucho la voz ronca y dulcemente afónica de Lorca que me grita: ¡¡Olé!!
3 comentarios:
22:58
eres más rápido que billy the kid; muchas gracias; gracias es la palabra.
09:47
köszönöm a Dalí-szövegeket:Gracias por Dalí-texto
22:12
Me parece brillante.
Muchas gracias.
¡Olé!
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