Jotamario Arbeláez: Contratiempo

Jotamario Arbeláez: Contratiempo

LA MUERTE DEL OTRO

Tú que todo lo puedes, haz lo imposible. Tú que todo lo mueves, no lo
detengas. Tú que fuiste y volviste, no te lo lleves. Tú que tanto lo
amas,déjalo aquí.


"Todos nos tenemos que morir", dice el papelito. No me refiero a los anónimos, sino a esa amenaza pánica que nos amarra la vida del dedo gordo del pie desde que nacemos; por ello pegamos el primer berrido. Y vemos que se cumple en los otros, en forma tan inexorable que amén de la tristeza sentimos pena. Mientras más vivimos enterramos a más vecinos, más amores y más amigos, y menos sobrevivientes vamos siendo de esa mortandad silenciosa. Pero casi nunca nos figuramos acomodados en la caja, desencajados, pálidos, a paz y salvo con el cielo y la tierra, y a veces si la única inquietud que nos ronda -consecuencia de haber leído a Poe y escuchado historias de cadáveres que estornudan en el velorio-, es si no irán a enterrarnos vivos. Más ahora, que tiende a desaparecer el espacio de gracia de las velaciones.
Pareciera que fuera yéndonos la única manera de transformar el mundo que prometimos. No se sabe de nadie que habiéndose ido haya vuelto, con la notable excepción de nuestro misterioso señor Jesucristo y tal cual Lázaro. Me pregunto quién resucitaría a Jesucristo, ya que es dudoso que Él mismo desde los infiernos a los que descendió se hubiera ordenado levantamiento y andadura. ¿Será que el hombre santo no muere porque es en sí mismo el milagro? Lo que sí hemos visto es que han regresado de la muerte en vida a la vida plena, merced a una fe que revienta la lógica, un sin fin de desahuciados de los que ya nos habíamos despedido -ante cuyos males la todopoderosa medicina oficial se declaraba impotente-, por acción de unas yerbas o un emplasto vivificantes, de una terapia autosugestiva con la mente fundiendo virus, de algún ritual chamánico, de unas manos mesméricas, de una oración o rogativa.
Algunos amigos con quienes ando o anduve superaron los estadios de la agonía, asimilaron el cangrejo y hasta lo obligaron a caminar para atrás; Samuel Ceballos me llama desde el archipiélago para confiarme que su tumor despareció de las radiografías para pasmo de su médica; Simón González le hizo el saque 15 años a su crustáceo; Ignacio Ramírez, un titán con sus pocas fuerzas aplicadas a difundir la creación estética desde su página de Cronopios, ha logrado con este elíxir espantar el coco del mal; de nuestro amado premio Nóbel nos dijo en México Mercedes Barcha que el médico, al ver a Gabito recuperándose, había hecho el dictamen de que Dios no podía haber creado a semejante criatura para dejarla ir antes de terminar de exprimirle toda la belleza que tenía para darle al mundo.
"Todos nos tenemos que morir", decía el papelito. Pero, ¿por qué ahora R.H. Moreno Durán, el escritor más fiero y más fino, obra y gracia supremas de nuestra mesa? A él, que ha esgrimido la palabra como antídoto permanente contra la parca muda, contra la cojera de la justicia, contra la ceguera del mundo, lo necesita el mundo vivo y creativo, lo necesitan Mónica su mujer y Alejandro su niño para seguir montando su paraíso, lo necesitamos sus amigos para encendernos con su chispa, lo necesitan los lectores para recabar más belleza y más claridad de la aventura espiritual de sus letras.
Un hombre que ha leído todos los libros, y los ha predicado como evangelios, merece vivir siete veces y hasta setenta. La otra noche, en Santillana, en la presentación de Las mujeres de Babel -pago con espléndidos intereses de su deuda con James Joyce-, sentimos con alivio que está en lo mejor de su brillantez y gracejo y de su memoria, cuando absolvió las preguntas de catecismo de Azriel Bibliowicz y desentrañó, ante un público que le escuchaba con el corazón embebido, las andanzas del señor Bloom, de su encamada mujer Molly y de su amigo Stephen Dedalus por las calles de Dublín en las páginas del Ulysses, ese intemporal 16 de junio de 1904.
No sabe uno qué hacer ante el amigo maluco que por su esplendor vital, capacidad de amor y maestría literaria ha sido un milagro con pantalones. Imagino que volver a creer que como el hombre es inmortal mientras está vivo, tiene todo el poder de vencer a la muerte cuando le cerca. ¿Tal vez con una pequeña ayuda de los amigos? Tú que todo lo puedes, haz lo imposible. Tú que todo lo mueves, no lo detengas. Tú que fuiste y volviste, no te lo lleves. Tú que tanto lo amas, déjalo aquí. Con la humildad y unción de un poeta mirando la Cruz del Sur, dirijo al misterioso esta especie de oración para que R. H. no muera.

Ilustración: Carlos Besoain















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