Jotamario Arbeláez: Intermedio
El elenco de la muerte
La noche del día aciago de clausura de bachilleres del Santa Librada College, cuando el padre Silva, como condescendencia, me entregó un cartón sin firmas para que la vergüenza de mis padres por mi fracaso no fuera pública, después de la fiesta que de todas maneras me hicieron en nuestra residencia del Barrio Obrero y que fue fastuosa, con una novia en cada uno de los tres patios, me encerré a decidir qué iba a ser de mí sin opción de estudiar alguna carrera profesional para ganarme la vida por culpa del álgebra de "Atila" y la trigonometría de "Morocho" -qué envidia con mi nítido compañero de nadaísmo Diego León Giraldo que marcharía a estudiar sociología en la Nacional- y tiré a cara y sello con la única moneda que me quedaba si me inscribía en artes marciales en el Gimnasio Olímpico o en artes escénicas en el TEC. Ganó el TEC.
Marché, pues, a matricularme de histrión, como se reía de mí Alfredo Sánchez, en el Palacio de Bellas Artes, que dirigía Néstor Sanclemente, quien bebía aguardiente en la tienda de en frente y me ofreció el primero de la mañana, a mí que no bebo. Era el asesor contable el poeta Éber Cordobez, quien en adelante me permitiría utilizar su máquina de escribir para mis poemas. Me indicó que debería ingresar en el curso con Ruquita Velasco, quien de entrada me puso a interpretar el monólogo de Segismundo. En esas entró Enrique Buenaventura, seguido del negro Esteban Cabezas, quienes al verme incursionando en sus predios no cesaban de burlarse de mi deleznable figura, que nunca resistiría el peso de un drama. Me pidieron que desalojara el teatrino porque el gran actor argentino Pedro I. Martínez debería ensayar su papel de Edipo. El actorazo me pasó unos billetes y me pidió que le consiguiera en la tienda, sin que me viera Sanclemente, una botella de vino seco.
En la tienda sonreía el pintor Hernando Tejada, quien tenía su estudio enseguida, tomando gaseosa con una linda modelo que acabaría de pintar y me presentó. "Yo soy Marlén y no es necesario que me digas que tú eres Jotamario. Encantada." Quedé tan prendado que le pedí que me terminará de enseñar el Palacio, pues era alumno nuevo y no había pasado del primer piso. Me dijo que la siguiera y terminamos en la terraza, que era el depósito de utilerías y allí, en medio de la escenografía del Sueño de una noche de verano, mientras nos besábamos con los ojos cerrados hicimos el amor de pie, ella subida sobre dos latas de pintura. Cuando llegó la hora de ver estrellas abrí el ojo y, espiándonos entre los trebejos, alcancé a ver las cabezas de dos figuras estelares del grupo de teatro, Luis Fernando Pérez y Mario Ceballos, quizás masturbándose. Como ya era hombre de teatro hice caso omiso del voyerismo, acompañé a mi dama con quien a partir de ese momento viviría largos años al piso de abajo, donde la esperaba su esposo, el pintor Enrique Calle, el mismo que luego se haría famoso pintando atardeceres de San Andrés con el nombre de Kat. Estaba acompañado por el buenmozo de Helios Fernández, quien había invitado a la pareja a cenar, supongo que con sus segundas intenciones. Ella se disculpó diciendo que prefería seguir conmigo.
Esta historia, sucedida en un solo día como el Ulises, no tendría nada de fantástica, por más que se remita al año 60, si no fuera porque tanto el padre Silva como mis padres y los profesores "Morocho" y "Atila", los nadaístas Alfredo Sánchez y Diego León Giraldo, el director de Bellas Artes Néstor Sanclemente y su revisor fiscal el poeta Éber Cordobez, el director del TEC Enrique Buenaventura, el "negro" Cabezas y los actores Ruth Velasco, Pedro I. Martínez, Luis Fernando Pérez, Mario Ceballos y Helios Fernández, mi mujer Marlén y su esposo Kat, hoy ya no tienen dirección en la tierra.
Mientras cerca de la cima de la montaña, contemplando la caída de la tarde sobre la serranía de El Tablazo, saboreando un tequila y a salvo de la parca, tejo esta historia y me resultan todos los personajes difuntos. Como en Rulfo. ¡Qué susto! ¿Cuál de estos espíritus será el que venga esta noche a jalarme las patas y a descorrerme las cobijas? Me imagino que Pedro I., a quien nunca le llevé el vino.
Ilustración: Carlos Besoain
Marché, pues, a matricularme de histrión, como se reía de mí Alfredo Sánchez, en el Palacio de Bellas Artes, que dirigía Néstor Sanclemente, quien bebía aguardiente en la tienda de en frente y me ofreció el primero de la mañana, a mí que no bebo. Era el asesor contable el poeta Éber Cordobez, quien en adelante me permitiría utilizar su máquina de escribir para mis poemas. Me indicó que debería ingresar en el curso con Ruquita Velasco, quien de entrada me puso a interpretar el monólogo de Segismundo. En esas entró Enrique Buenaventura, seguido del negro Esteban Cabezas, quienes al verme incursionando en sus predios no cesaban de burlarse de mi deleznable figura, que nunca resistiría el peso de un drama. Me pidieron que desalojara el teatrino porque el gran actor argentino Pedro I. Martínez debería ensayar su papel de Edipo. El actorazo me pasó unos billetes y me pidió que le consiguiera en la tienda, sin que me viera Sanclemente, una botella de vino seco.
En la tienda sonreía el pintor Hernando Tejada, quien tenía su estudio enseguida, tomando gaseosa con una linda modelo que acabaría de pintar y me presentó. "Yo soy Marlén y no es necesario que me digas que tú eres Jotamario. Encantada." Quedé tan prendado que le pedí que me terminará de enseñar el Palacio, pues era alumno nuevo y no había pasado del primer piso. Me dijo que la siguiera y terminamos en la terraza, que era el depósito de utilerías y allí, en medio de la escenografía del Sueño de una noche de verano, mientras nos besábamos con los ojos cerrados hicimos el amor de pie, ella subida sobre dos latas de pintura. Cuando llegó la hora de ver estrellas abrí el ojo y, espiándonos entre los trebejos, alcancé a ver las cabezas de dos figuras estelares del grupo de teatro, Luis Fernando Pérez y Mario Ceballos, quizás masturbándose. Como ya era hombre de teatro hice caso omiso del voyerismo, acompañé a mi dama con quien a partir de ese momento viviría largos años al piso de abajo, donde la esperaba su esposo, el pintor Enrique Calle, el mismo que luego se haría famoso pintando atardeceres de San Andrés con el nombre de Kat. Estaba acompañado por el buenmozo de Helios Fernández, quien había invitado a la pareja a cenar, supongo que con sus segundas intenciones. Ella se disculpó diciendo que prefería seguir conmigo.
Esta historia, sucedida en un solo día como el Ulises, no tendría nada de fantástica, por más que se remita al año 60, si no fuera porque tanto el padre Silva como mis padres y los profesores "Morocho" y "Atila", los nadaístas Alfredo Sánchez y Diego León Giraldo, el director de Bellas Artes Néstor Sanclemente y su revisor fiscal el poeta Éber Cordobez, el director del TEC Enrique Buenaventura, el "negro" Cabezas y los actores Ruth Velasco, Pedro I. Martínez, Luis Fernando Pérez, Mario Ceballos y Helios Fernández, mi mujer Marlén y su esposo Kat, hoy ya no tienen dirección en la tierra.
Mientras cerca de la cima de la montaña, contemplando la caída de la tarde sobre la serranía de El Tablazo, saboreando un tequila y a salvo de la parca, tejo esta historia y me resultan todos los personajes difuntos. Como en Rulfo. ¡Qué susto! ¿Cuál de estos espíritus será el que venga esta noche a jalarme las patas y a descorrerme las cobijas? Me imagino que Pedro I., a quien nunca le llevé el vino.
Ilustración: Carlos Besoain
comentarios:
17:49
Que bueno para escribir que eres Hugo!! y yo retorciendome para encontrar las palabras y la inspiración...si vas a mi blog verás que aún no tengo fotos ni nada, solo palabras.
Saludos
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