Braulio Arenas: La carrera

Braulio Arenas: La carrera

El campo estaba saturado de caballos de raza, caballos comunes, centauros, caballos de carretela, hombres caballos y caballos espectadores. Había, además, caballos ciegos, y por descontado, caballos de carrera. Porque se trataba de una carrera final, de una carrera a muerte (reproducida domingo a domingo). Había un solo invitado de honor, más bien dicho, una invitada: Leonora Carrington. Todos eran especialistas, tanto espectadores como participantes, todos se encontraban como en familia, y sus pronósticos y sus opiniones los expresaban con corcoveos y con relinchos. Cuando sonó el timbre, todo el mundo corrió a las ventanillas de apuestas, no solo el público caballo sino también los caballos que participarían en la carrera, pues se trataba de un país democrático en el que la opción era igual para todos.

En cuanto a los caballos que participarían… ¡cuánto se podría decir! Pero, para decirlo en una palabra, su particularidad mayor consistía en el extravagante número de sus patas. No eran cuatro como el número de los caballos gentes, sino dos, tres, cinco, seis, y así hasta treinta y tres. Diga treinta y tres. Otra particularidad, su cuerpo era transparente, y se veían sus arterias y venas como un complicado árbol genealógico en el que estaban escritos los nombres de sus padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y choznos, más las carreras ganadas por todos ellos, y las perdidas, y unos recortes de prensa con los rostros enmascarados (salvo los ojos) de antepasados yeguas y caballos colaterales.

El juez -un caballo negro y normal, pues tenía cuatro patas y un amorcito de yegua blanca- no dio la señal de la partida sino la de la llegada.
-Ganó éste y éste y éste- dijo señalando con la pezuña a los ganadores y placé. Todos se miraban sorprendidos, los unos porque no habían visto correr a los caballos, y los otros, porque no habían corrido, pero trajeron un antiquísimo manual de Lewis Carroll en el que se señalaba que el procedimiento: la carrera, el ganador y el placé, debería aceptarse universalmente como legítimo. Algunos caballos lloraban enternecidos, otros se citaban para el domingo siguiente, y otros se daban patadas en los omóplatos con estrepitoso afecto. En todo caso, nada se hubiera conseguido con alegar en contra del procedimiento y de su legalidad, pues casi a renglón seguido de haber dado la señal de la llegada, el juez negro y normal dio la señal de la partida. No de la partida de la carrera, sino de la partida a sus respectivos hogares.
-Si veo algún caballo en cinco minutos, salvo yo, claro está-dijo el juez-, lo haré charqui.

Ante tan horrible amenaza (aunque el charqui es sabroso), todos salieron huyendo y relinchando.
Mientras tanto el juez -que no era un caballo aunque sus cuatro patas lo proclamaran a gritos, sino una industriosa abeja disfrazada de caballo- había entrado a la boletería, se había apropiado, no digamos robado, de todo el dinero de las apuestas (nos referimos a las monedas de oro, en cuanto a los billetes de banco se los había comido) y ahora repartía el botín con Botín el Duende, quien tampoco era duende sino un herrero sofisticado especialista en herraduras.

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