Ernest Hemingway: La generación perdida

Ernest Hemingway: La generación perdida

Hemingway de pesca en Cuba, 1953.

Nada más fácil de adquirir que el hábito de pasar por el 27 de la rué de Fleurus al caer la tarde, por amor a la lumbre y los cuadros magníficos y la conversación. Muchas veces yo era el único visitante, y Miss Stein estuvo siempre muy amable y por un tiempo estuvo cariñosa. Cuando yo volvía de un corto viaje a una conferencia política o al próximo Oriente o a Alemania, enviado por el periódico canadiense o por la agencia de noticias para la que trabajaba, ella me hacía contar todas las anécdotas divertidas. Siempre había incidentes chuscos que le gustaban, y le encantaban también los cuentos de un cómico macabro, lo que los alemanes llaman humor de horca. Miss Stein quería estar al tanto de la parte alegre de lo que ocurría por el mundo; nunca las partes reales, nunca las partes malas.
Yo era joven y no melancólico, y en los peores momentos ocurrían siempre cosas extravagantes y cómicas, y a Miss Stein le gustaba oírlas contar. De otras cosas yo no hablaba, pero las escribía por mi cuenta.
Cuando no había viaje reciente que contar, pero me dejaba caer por la rué de Fleurus al terminar mi trabajo, a veces procuraba que Miss Stein hablara de libros. Mientras estaba trabajando en algo mío, me resultaba necesario leer al acabar de escribir. Si uno sigue pensando en lo que escribe, pierde el hilo y al día siguiente no hay modo de continuar. Yo necesitaba hacer ejercicio, cansarme el cuerpo, y además era buena cosa hacer el amor con la persona que uno amaba. No había nada mejor que eso. Pero luego, vacío, era una necesidad leer para no pensar en el trabajo ni preocuparse hasta el momento de reemprenderlo. Por entonces ya me había adiestrado a no secar nunca el pozo de lo que escribo, y a pararme siempre cuando todavía queda algo en lo hondo del pozo, y a dejar que por la noche lo volvieran a llenar las fuentes de que se nutre.
Para no pensar en lo que estaba escribiendo, muchas veces después del trabajo leía cosas de escritores de aquel momento, tales como Aldous Huxley o D. H. Lawrence o cualquier libro nuevo que encontraba en la librería de Sylvia Beach o en un puesto de los quais.
-Huxley es un cadáver -me dijo una vez Miss Stein-. ¿Por qué va usted a leer a un cadáver? ¿No se da cuenta de que es un cadáver?
Yo no sabía entonces darme cuenta de que era un cadáver, y dije que sus libros me divertían y me distraían de pensar.
-Debería usted leer sólo lo verdaderamente bueno o lo francamente malo.
-Me he pasado todo este invierno y el otro invierno leyendo libros verdaderamente buenos y el próximo invierno lo pasaré igual, y los libros francamente malos no me gustan.
-¿A qué leer esa basura? Es basura puesta en conserva, créame, Hemingway. Obra de un cadáver.
-Me gusta estar al tanto de lo que escriben por ahí -dije-. Y me distrae de lo que yo escribo.
-¿Qué otras cosas está leyendo?
-A D. H. Lawrence -dije-. Tiene cuentos muy buenos, uno que se llama "El oficial prusiano".
-Intenté leer sus novelas. No hay modo. Es sentimental e insensato y risible. Tiene un estilo de enfermo.
-Hijos y amantes y El pavo blanco me gustaron -dije-. Bueno, el segundo tal vez no tanto. Lo que no pude terminar son las Mujeres enamoradas.
-Ya que no le gusta leer lo malo, le recomendaré una cosa que le absorberá y que es una maravilla en su género. Tiene que leer a Marie Belloc Lowndes.
Nunca había oído hablar de ella, pero Miss Stein me prestó The Lodger, esa maravilla de relato basado en Jack el Destripador, y además otro libro de un crimen en un pueblo cerca de París que estoy seguro que es Enghien-les-Bains. Eran dos libros espléndidos para después del trabajo, con personajes verosímiles y con una acción y un terror que nunca suenan a hueco. Eran perfectos para leer cuando uno había pasado el día trabajando, y me leí todos los Belloc Lowndes que existían. Pero un buen día se me acabaron, y además ninguno estaba a la altura de aquellos dos primeros, y no encontré nada tan bueno para llenar los vacíos del día o de la noche hasta que salieron las primeras buenas cosechas de Simenon.
Me parece que a Miss Stein le hubiera gustado el buen Simenon (el primero que yo leí fue o L'écluse numéro 1 o La maison du canal), pero no estoy seguro porque en la época en que frecuenté a Miss Stein no le gustaba leer en francés aunque le encantaba hablarlo. Fue Janet Flanner quien me pasó los dos primeros Simenon que leí. Ella tenía afición a leer francés y había descubierto a Simenon cuando el hombre aún hacía reportajes de crímenes.
En los tres o cuatro años en que fuimos buenos amigos no logro recordar que Gertrude Stein hablara bien de ningún escritor a no ser que hubiera escrito en favor de ella o hecho algo en beneficio de su carrera, salvo en el caso de Ronald Firbank y más tarde de Scott Fitzgerald. Cuando empecé a tratarla no decía nada de Sherwood Anderson como escritor, pero hablaba con fervor de su persona y de sus grandes ojos de italiano hermosos y cálidos, y de su bondad y su encanto. A mí me importaban un bledo sus grandes ojos de italiano hermosos y cálidos, pero me gustaban mucho algunos cuentos suyos. Eran sencillos de estilo y a veces muy hermosos de estilo, y conocía muy bien a las gentes sobre las que escribía y sentía por ellas una honda cordialidad. Miss Stein no quería hablar de sus cuentos y siempre volvía a su persona.
-¿Y qué me dice de sus novelas? -le pregunté. Pero ella no quería hablar de las obras de Anderson, de la misma manera que no quería hablar de Joyce. Si alguien mencionaba dos veces a Joyce en su casa, no se le invitaba nunca más. Era como si uno está hablando con un general y le habla bien de otro general. Es un error que después de haberlo cometido una sola vez uno aprende a no repetir. Claro que a un general siempre se le puede hablar bien de otro general que ha sido derrotado por el general a quien uno habla. El general con quien uno habla hará elogios magníficos del general derrotado y luego se le caerá la baba contando con todo detalle cómo le derrotó.
Los cuentos de Anderson eran demasiado buenos para que resultara un acierto tomarlos como tema de conversación. Yo estaba dispuesto a hablar a Miss Stein de cómo me desconcertaba la maldad de las novelas de Anderson, pero sería otra metedura de pata porque significaría criticar a uno de los más leales defensores de Miss Stein. Cuando al fin él se descolgó con una novela llamada Dark laughter, tan atrozmente mala y boba y afectada que no pude contenerme y la parodié en Torrentes de Primavera, Miss Stein se enfadó de verdad. Yo había atacado a alguien que formaba parte de su escenografía. Pero antes hubo un largo período en que por esa parte no vinieron enfados. Ella misma se puso a elogiar a Anderson con prodigalidad en cuanto se vio que era un escritor acabado.
Miss Stein estaba furiosa contra Ezra Pound porque se había sentado con demasiado abandono en una silla pequeña y frágil, y sin duda incómoda y que es muy posible le ofrecieran adrede, y la torció o la rompió. El hecho de que él fuera un gran poeta y un hombre cordial y generoso, y que cabía perfectamente en una silla de tamaño normal, no se le tenía en cuenta. Las razones de su antipatía a Ezra, según ella las expone con destreza y malicia, se las inventó años más tarde.
Estábamos de vuelta del Canadá y vivíamos en la rué Notre-Dame-des-Champs y Miss Stein y yo éramos todavía buenos amigos, cuando ella lanzó el comentario ése de la generación perdida. Tuvo pegas con el contacto del viejo Ford T que entonces guiaba, y un empleado del garaje, un joven que había servido en el último año de la guerra, no puso demasiado empeño en reparar el Ford de Miss Stein, o tal vez simplemente le hizo esperar su turno después de otros vehículos. El caso es que se decidió que el joven no era sérieux, y que el patron del garaje le había reñido severamente de resultas de la queja de Miss Stein. Una cosa que el patron dijo fue: "Todos vosotros sois une génération perdue."
-Eso es lo que son ustedes. Todos ustedes son eso -dijo Miss Stein-. Todos los jóvenes que sirvieron en la guerra. Son una generación perdida.
-¿De veras? -dije.
-Lo son -insistió-. No le tienen respeto a nada. Se emborrachan hasta matarse...
-¿Estaba borracho ese joven mecánico? -pregunté.
-Claro que no.
-¿Usted me ha visto alguna vez borracho?
-No. Pero sus amigos son unos borrachos.
-A veces me he emborrachado -dije-. Pero no la visito a usted cuando estoy borracho.
-Desde luego que no. No dije eso.
-El patron de ese muchacho estaba probablemente borracho a las once de la mañana -dije-. Así le salen de hermosas las frases.
-No me discuta, Hemingway -dijo Miss Stein-. No le hace ningún favor. Todos ustedes son una generación perdida, exactamente como dijo el del garaje.
Cuando, luego, puse las palabras del garajista referidas por Miss Stein como epígrafe de mi primera novela, procuré equilibrarías con una cita del Eclesiastés. Pero aquella noche, mientras caminaba de vuelta a casa, pensé en el muchacho del garaje y me pregunté si alguna vez le habrían transportado en uno de aquellos vehículos que reparaba, precisamente en un Ford T cuando los tenían convertidos en ambulancia. Me acordé de cómo se quemaban sus frenos bajando por las carreteras de montañas con toda una carga de heridos hasta que para frenar había que poner la primera y finalmente la marcha atrás, y de cómo los últimos ejemplares que quedaban fueron despeñados por una pendiente, vacíos, para que tuvieran que remplazarlos por grandes Fiat con buenos cambios en H y con frenos metálicos. Pensé en Miss Stein y en Sherwood Anderson y en lo que significan el egoísmo y la pereza mental frente a la disciplina, y me dije: ¿quién trata a quién de generación perdida? Y cuando llegué a la altura de la Closerie des Lilas y la luz daba en mi viejo amigo, la estatua del mariscal Ney blandiendo su espada con las sombras de los árboles en su bronce, y allí estaba él bien sólito y nadie seguía su avance y en menudo fregado se metió en Waterloo, pensé que todas las generaciones se pierden por algo y siempre se han perdido y siempre se perderán, y me senté en la Closerie para hacer compañía a la estatua y me tomé una cerveza muy fría antes de volver a casa, al piso de encima de la serrería. Pero mientras me estaba allí sentado frente a mi cerveza, mirando la estatua y pensando en los muchos días que Ney pasó peleando en retaguardia en la retirada de Moscú, cuando Napoleón ya había tomado la delantera en el coche con Caulaincourt, me acordé de que Miss Stein había sido una amiga buena y cariñosa y qué hermosas cosas decía de Apollinaire y contando su muerte en el día del armisticio en 1918 cuando la multitud chillaba por la calle "À bas Guillaume", y Apollinaire en su delirio creía que iba por él, y me dije, voy a hacer cuanto esté en mi mano por serle útil y para que se den cuenta de que ha escrito cosas muy buenas, y lo haré siempre que pueda con la ayuda de Dios y de Mike Ney. Pero al cuerno con sus sermones de generación perdida y con toda la porquería de etiquetas que cualquiera puede ir por ahí pegando. Cuando llegué a casa y crucé el patio y subí las escaleras y me encontré a mi mujer y a mi hijo y a F. Puss que era el gato de mi hijo, todos contentos y con un fuego en la chimenea, le dije a mi mujer:
-Sabes, Gertrude es una buena mujer, al fin y al cabo.
-Claro que lo es, Tatie.
-Pero a veces dice la mar de disparates.
-Nunca la he oído hablar -dijo mi mujer-. Yo soy una esposa. A mí me da conversación su amiga.

Fragmento de su libro París era una Fiesta

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