El día en que visité a Hugo Vera sin aviso

El día en que visité a Hugo Vera sin aviso


Bien, querido amigo, no hablaré de ti. No tengo nada que decirte. Pasaré por tu casa un día cualquiera y me haré pasar por inspector de atmósferas. Te diré, sencillamente, que allá arriba el trabajo es inofensivo. Se ve el mundo como una bolita de vidrio azulada y uno puede arrojarla sin ningún miramiento. Te contaré que entre las nubes uno pasa desapercibido: una suerte de gotita insuflada de agua próxima a saltar por una mejilla cualquiera. Y claro, con-fundirse. La lluvia, querido amigo, se asemeja a nuestros ojos porfiados y lacrimosos. Así que fuera de preámbulos me aproximaré a tu soledad sin que lo notes. Te espiaré a través de los cristales. Recuérdalo: seré una mísera gota de lluvia aferrada a un cristal que me hace deslizarme. Así que el tiempo no sobra, apenas exige. Entre el marco de la ventana y la caída, unos segundos. Como la vida de una mariposa. Menos incluso. Antes de pasar por tu morada una morada mariposa acompañó la mano de una niña en mitad del océano pacifico. Y ella, la mariposa, no murió antes de tiempo. Se filtró entre los dedos y llegó vivita y coleando al otro lado del Estrecho. Allí la pusimos sobre una flor blanca y amarilla que la recibió gozosa. Se salvó la mariposa, amigo mío. Y aún sigue cayendo la gota de uno de mis ojos apresada en el cristal de tu maravillosa madriguera. Justo allí donde le retuerces el pescuezo a las palabras. Donde las pateas a diestra y siniestra y donde les pasas un plumero para desempolvarlas. Justo allí donde nos tomamos un te sobrecargado de emociones contenidas. En fin, dije que no hablaría de ti y lo cumplo rigurosamente. El rigor de saber que vives y que vivimos juntos. Que basta un abrazo para reconciliarnos con el mundo, ese resto de ilusión con que amenaza tragarnos la existencia. Así que apróntate. En cualquier momento repetiremos la visita. Solo o acompañado. Ser inspector de atmosferas es un trabajo inofensivo. No lo olvides. No se gana ni se pierde. Apenas se ve esa canica azulada amoratándose de frío en un sector perdido de la Patagonia. Una casita donde la libertad no es el mero nombre de su calle. Está por dentro. Y hasta allí toco la puerta y me persigno. El tesoro interior sigue oculto y el dolor siempre redime. La verdad es que no tengo nada que decirte. Y aunque te lo parezca ni siquiera hablé sobre ti, sino de lo que de veras existe. Un abrazo.

Juan Mihovilovich

0 comentarios: