El rincón donde anidan las ánimas

El rincón donde anidan las ánimas

Por Ramón Díaz Eterovic


Nunca más volví a ver al Colorado Mendoza desde aquella tarde de domingo en que lo vi salir del camarín, aparentemente tranquilo, recién duchado y con una sonrisa en los labios que delataba su alegría por el resultado del partido. Salió en compañía de dos extraños que parecían sostener su cansancio por el esfuerzo de ponerse el equipo al hombro, como solían decir los relatores deportivos que, a voz en cuello, contaban una historia particular de cada juego, irradiando sus fantasías hacia auditores remotos, desconocidos y muchas veces solitarios que debían reconstruir con imaginación el desplazamiento de los jugadores por el rectángulo de la cancha. Se dijo que los dos extraños eran representantes de un equipo de Santiago que deseaban incorporar a sus filas el talento de Mendoza; un rumor que por unas horas fue alentado por los comentarios entusiastas de los hinchas que veían en esa contratación una victoria de todos, que los apartaba de la costumbre a la derrota, los triunfos sacrificados y la escuálida esperanza de un marcador cero a cero.

Irineo Mendoza abandonó el estadio por una salida secundaria, lejos del bullicio de la barra que lo esperaba junto a la puerta principal, desde la que se podía ver el cerro que limitaba con la parte trasera del cementerio municipal, ocupada por mausoleos y bóvedas que a los aficionados sin dinero le servían de improvisadas tribunas para mirar los partidos con una perspectiva que en los días claros llegaba hasta los contornos de la Isla Tierra de Fuego y a la más cercana presencia del Estrecho de Magallanes con su bullicio de barrista inagotable. Una vez que se conoció la verdad, pasó un buen tiempo en que no se habló de otra cosa, hasta que el olvido hizo su juego, salvo para mí y algunos de los viejos del barrio. Ellos recordaban a Mendoza y cuando lo mencionaban sus rostros se ponían serios, sus ojos húmedos y lentamente, como si el recuerdo les abriera llagas ocultas comenzaban a revivir esa tarde de domingo en la que Mendoza cobró su revancha con las dos únicas armas que portó en vida: su talento y un balón de fútbol.

Aunque me llevaba dos años de ventaja, con Mendoza fuimos amigos desde la adolescencia. Nacimos y nos criamos en el mismo barrio, casi siempre corriendo detrás de una roñosa pelota de fútbol que la lluvia o la nieve convertía en una piedra difícil de trasladar por la improvisada cancha de la vereda, y más aún de cabecear después de un centro o tiro de esquina, de esos que Irineo ejecutaba con natural maestría. Desde niño fue hábil para la pelota y, años después, cuando decidimos vestir la camiseta del Cruz Austral me dedicaba seguir sus movimientos en la cancha y a esperar el pase que me podía llevar al segundo de gloria al que todos aspirábamos. Mi talento no daba para más; era lo que llamaban un lauchero, espécimen que fue cayendo en desuso una vez que los árbitros aplicaron con rigurosidad la regla del fuera de juego.

Cruz Austral, era un club del montón. Escogía a sus jugadores desde los muchachos del barrio, lo que no era garantía de gran calidad pero si de entusiasmo y garra, dos características que en algún momento nos hizo adoptar para nuestras divisas la aguerrida camiseta celeste que había usado Obdulio Varela en la final del Mundial de Brasil. Por eso nos decían los uruguayos. Por eso y por la pierna dura que no vacilábamos en utilizar cuando el logro de un empate o la defensa de un marcado favorable imponía cuidar los palos que defendían el Tuerto Arteaga o mi hermano Jacinto.

Pero Mendoza no pensaba sólo en fútbol. Tenía otros intereses y pasiones. El cine, los libros y eso que mi madre, despectivamente, llamaba sus ideas. Algo que a ella la incomodaba, sobre todo cuando al volver algunas tardes de su trabajo, veía a Mendoza y a su hermano Raúl pegando afiches en los muros del barrio. El recuerdo que hago de mi madre es anterior al año en que según mi hermano la vida se nos fue al carajo. Y lo cierto es que a ella no le simpatizaban los hermanos Mendoza. A Irineo lo soportaba por su aporte al club del que ella era la tesorera, y a su hermano Vicente prefería tenerlo lejos de mi compañía. Esos chicos van a terminar mal, sentenciaba de vez en cuando, y por entonces yo no lograba entender cabalmente a qué se refería. A lo más lograba pensar en esa casa de la que mi madre decía haberlos visto salir alguna vez, ebrios de trementina y largos besos, como decía Neruda en uno de los poemas que solía leernos mi padre en la sobremesa de los domingos.

Sin embargo, y pese a los refunfuños de mi madre, a diario me juntaba con los hermanos Mendoza y en más de una ocasión los acompañé a dejar paquetes de impresos a unas casas que se perdían entre el barrial de la Población 18 de Septiembre. Meses más tarde comprendí que no a todos les agradaba el trabajo de improvisados carteros que realizaban los hermanos Mendoza. Fue a partir de la mañana de un martes especialmente ventoso en el que se interrumpió el trabajo en el taller y comenzó a escucharse una vibrante marcha militar desde el interior de un edificio vecino. Si aguzo la memoria podría decir que esa mañana vi lágrimas en el rostro de Mendoza. Las mismas lágrimas que no ocultó cuando dos semanas después de ese martes con ventolera supo la suerte que había corrido su hermano Vicente después de que unos hombres lo fueran a buscar a la mueblería donde trabajaba. Fue lo último que se supimos de él hasta que su cadáver apareció en la playa, a cinco kilómetros al norte de la ciudad. Los diarios hablaron de un asalto, pero los del club sabíamos que eso era mentira. Así lo dijo Irineo Mendoza en las palabras que leyó en el cementerio para despedir a su hermano. Y después de ese discurso, Irineo comenzó a recibir las primeras amenazas. Papeles deslizados bajo la puerta de su casa, recados dichos en voz baja a su madre, gatos muertos que aparecían en el antejardín. No te hacen daño porque la gente te conoce y celebra tus habilidades, le dijo su padre una noche que discutieron la conveniencia de que se fuera del país por una temporada. Irineo se resistió a la idea y luego, dos o tres semanas más tarde, ya no tuvo que seguir pensando en ella. Una noche lo sacaron de su casa con los ojos vendados y lo subieron a un vehículo que no detuvo su marcha hasta llegar a la barcaza que lo llevaría hasta Puerto Porvenir. Que obedeciera la orden o terminaría igual que su hermano, le dijeron. Que la Patria no necesitaba a tipos como él y que la porquería de equipo en el que jugaba nunca ganaría nada. Todo esto lo supe en la carta que me escribió a los dos meses de su partida. Vivía en una pieza junto a la iglesia del pueblo, trabajaba en una ferretería y se había ganado un puesto fijo en un equipo de la modesta liga local. De su regreso no habló en esa carta ni en las seis restantes que envió durante un año hasta que dejó de escribir. Lo último que supe de él fue gracias a un vecino que viajó a Río Gallegos. Mendoza había escapado de Puerto Porvenir, estaba contratado por un equipo de segunda división y no faltaban los que decían que podía terminar en un equipo de Buenos Aires. Por esos días yo había decidido colgar los botines, tal vez porque me convencí de que había tocado techo como futbolista o extrañaba a Irineo cuando miraba al centro de la cancha y no veía a nadie que pudiera enviarme un pase al callo y con intención de gol.

La revancha de Mendoza la viví desde la tribuna del estadio, seis meses después de mi retiro. En las tribunas había unos trescientos espectadores que desafiaban al frío y al escaso interés que provocaba el partido. Nuestro equipo jugaba con el representativo de los milicos y los puntos en disputa eran importantes para ambos clubes. Para los milicos, ganarlos significaba salir campeones y para nosotros la última carta que nos quedaba para librarnos del odioso descenso. Las apuestas, desde luego, estaban inclinadas para el lado de nuestros rivales, integrado mayormente por pelados y dos o tres tenientes que se mantenían en buena forma, pero que estaban bastante desprestigiados por aquellas cosas que no escribían en los diarios y de las que solo se hablaban en voz baja y entre gente de confianza. Y de esos trescientos espectadores una buena parte eran hinchas del Cruz Austral, esperanzados en ganar después de conocer la noticia del regreso de Mendoza. De la noche a la mañana, como caído del cielo, el Colorado estaba de vuelta y podía jugar gracias a una cláusula del reglamento del campeonato que permitía incorporar una galleta en las dos últimas fechas del calendario.

El regreso de Mendoza me lo había contado mi hermano Jacinto, el guardapalos y capitán de nuestro equipo. La noticia, que había comenzado como un rumor, llegó rápidamente a la ferretería donde trabajaba mi hermano. Mendoza había vuelto a Punta Arenas a visitar a sus familiares y a vender la casa que había pertenecido a sus padres, fallecidos con dos semanas de diferencia y con los nombres de sus hijos ausentes en los labios. Lo concreto, más allá de las suposiciones, era que mi hermano y otros dos jugadores del club, ubicaron a Mendoza y después de unos tragos le hablaron de volver a colocarse la camiseta número diez del Cruz Austral. Una y otra vez se analizó el riesgo que corría Irineo si aparecía en público y frente a un rival que representaba a quienes lo habían relegado. Incluso, más tarde se dijo que Irineo había recibido la visita de un oficial, pariente lejano de su madre, que lo había conminado a hacer sus trámites con discreción y luego regresar a la Argentina. Mendoza no quería más líos y guardó un largo silencio antes de dar la respuesta esperada. La contienda contra los milicos es de vida o muerte, fue la frase que según mi hermano terminó de convencer a Mendoza. Un detalle del cual tengo mis dudas, porque según los recuerdos de otros amigos que estuvieron presentes en la conversación, fue la mención de su hermano acribillado lo que abrillantó sus ojos y le llevó a decir que jugaría por el club al que pertenecía desde su adolescencia.

Para el partido no hubo entrenamiento previo. Y no por falta de tiempo, sino porque las prácticas del equipo se redujeron a las reuniones donde mi hermano organizaba a los jugadores dentro de una cancha imaginaria que dibujó en una pizarra. El resto poseía el encanto de lo inesperado para los muchachos que competían por cariño al club y para espantar la desesperanza de esos días en los que la mayoría de ellos estaban cesantes, adormecidos por el tedio pueblerino y la quietud fantasmal que imponía el toque de queda por las noches.

El aspecto de Mendoza no llamaba mayormente la atención desde la tribuna. Se veía algo grueso y sus piernas arqueadas parecían más apropiadas para montar los caballos que competían en el hipódromo. Pero apenas comenzó el juego, Mendoza demostró que seguía a la altura de su fama. Desde el primer minuto salió a perseguir a los delanteros rivales y se mantuvo cerca del área inquietando con su presencia a los dos maceteados defensas centrales del equipo rival. La pelota parecía desaparecer entre sus piernas y al menor descuido de sus cancerberos sacaba un disparo fuerte, envenenado, que en tres ocasiones obligó a extremar sus esfuerzos al arquero rival. La ausencia no había restado precisión a Mendoza en su relación con los muchachos del equipo, los que también aportaron lo suyo, apegados a sus posiciones y marcas, disponiendo con juicio la entrega de los balones y sobre todo, dispuestos a romperse el alma en cada disputa de pelota.

En el descanso del medio tiempo fui a los camarines a ver a los muchachos que seguían las instrucciones de mi hermano Jacinto. A Mendoza le aconsejó que transitara más cerca del área rival, y a Sapunar, el mediocampista, que retuviera la pelota y no lanzara los pases a tontas y locas. Los demás debían continuar con sus tareas, duros, atentos, y con ganas de partirle el alma a los rivales.

El segundo tiempo comenzó con un ataque veloz de los milicos. Suárez, nuestro marcador de punta izquierdo, se descuidó y un petizo con aspecto de macaco se metió hasta la línea de fondo y lanzó un centro que cabeceó el diez de los contrarios sin que mi hermano atinara a mover un pelo mientras la pelota daba en el madero y salía fuera de la cancha. El grito de gol se ahogó en una reducida parte de los espectadores y por algunos minutos la banda instrumental del regimiento Pudeto se animó con unos sones marciales que solo tuvieron eco en unas pocas banderas que se agitaron en medio de la tribuna oficial. Fue un concierto breve, porque de inmediato Mendoza corrió por el sector central y después de eludir a dos adversarios, sacó un disparo que a duras penas logró desviar el arquero rival. Después de eso dejé de pensar en las condiciones de Mendoza y me dediqué a verlo jugar sin preocuparme mucho del resto de los jugadores que a poco andar el segundo tiempo comenzaron a verse faltos de energías, sudorosos, como augurando el final que ninguno de los nuestros deseaba.

Los milicos se adueñaron de la cancha por un tiempo prolongado que pareció asfixiar las esperanzas de los hinchas. Sus laterales se dieron maña para subir en apoyo de los delanteros, y por primera vez en el partido vi a mi hermano gritar a sus defensas y arrojar a un costado del arco su vistoso jockey naranja. El entrenador de los militares se puso a caminar al borde de la cancha y a voz en cuello fue dando órdenes desaforadas y algo incoherentes a sus jugadores. Los nuestros resistieron a pie firme, intentaron un par de ataques fulminantes y parecieron recuperar el resuello cuando el referí señaló que se jugarían tres minutos de descuentos.

Tiré al suelo el cigarrillo que fumaba y miré hacia la banda militar que se aprontaba a iniciar una nueva marcha. Pensé en los titulares de la prensa al otro día, en la tristeza que nos acompañaría durante varias semanas y en el posible destino de Mendoza. Pensamientos que abandoné de inmediato al ver que Magaña, el defensa central de nuestro equipo caía al suelo, lesionado por la patada de un milico. Jacinto lo ayudó a salir de la cancha y enseguida el árbitro dio la orden de reanudar el juego. Uno de los milicos inició una nueva carga. Eludió a Jarpa, nuestro seis, y al disponerse a entregar la pelota a otro de sus compañeros, la pierna derecha de Mendoza se interpuso. Estaba a treinta metros del arco rival. Se detuvo un instante, respiró hondo, dejó correr el balón unos metros y luego lo golpeó con toda la fuerza que le restaba. Los que saben dicen que fue un tiro inédito en esa cancha y que pasarán muchos años antes que se vea algo igual. La pelota se elevó hacia el cielo y cuando parecía que se perdería entre las tumbas del cementerio vecino, bajó velozmente y se incrustó en un rincón del arco, lejos de la inútil pirueta del arquero que fue a dar al suelo con la gracia de un muñeco desarticulado. El árbitro no dudó un segundo en pitear el gol y junto con el silbato se escucharon gritos en las tribunas, aplausos que contagiaron incluso a los escolares que habían sido llevados para vitorear a los milicos. Mendoza se perdió bajo una capa de abrazos y cuando un minuto después continuó el partido, nadie dudó que el resultado final estuviera sentenciado.

Mendoza salió del estadio en compañía de dos extraños que parecían sostener su cansancio. Alguien dijo que regresó a Río Gallegos en el último bus del día y sus familiares, pese al desconcierto, demoraron varios días en reconocer lo sucedido. Mi hermano contó que había vuelto a Río Gallegos, y Abel Zúñiga, un vecino zapatero comentó que a Mendoza lo habían detenido. Lo cierto es que en los diarios del día siguiente no se dijo nada del triunfo de nuestro equipo. Ni una línea que recordara la derrota de los milicos ni el certero puntapié de Mendoza que, para decirlo a la manera de los entendidos, hizo que el balón llegara hasta el rincón donde sólo anidan las ánimas. Al Colorado Mendoza nadie volvió a verlo, aunque de tarde en tarde alguien dice que lo vio caminando por la ahora vieja cancha del estadio fiscal, como un fantasma que sigue recordando su revancha.

 Del libro: "Mi padre peinaba a lo Gardel" Lolita Editores. Santiago, 2014.

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