Miguel Mazzeo: De Senectute
Con Miguel conocí la pasión de la amistad.
"inmaculada decepción"
Yo era de River Plate hasta que conocí a Miguel Mazzeo que era de Lanús. Entonces hice lo que nunca un hombre puede hacer. Cambiar de club. Me hice hincha de Lanús y mi corazón se volvió granate. Con Miguel conocí la pasión de la amistad. La costumbre argentina del beso en la mejilla. Abrir la puerta de su casa un domingo y su madre cocinando pasta. Su padre sirviendo un vino generoso. Su hermana, su tía, su prima. Luego su mujer y sus hijos. La familia Mazzeo. ¡Cuántas veces tantas! Profesor de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Para mí siempre será algo necesario como el aire. No nos vemos hace como veinte años. Casi no intercambiamos correos. Siempre estamos conectados. Lo sé. Sé que él también –tal como yo- dirá: me gustaría compartir este momento con Hugo. Esta comida. Este sueño. Este dolor. Esta angustia. Esta alegría. Esta nube. Está cumpliendo cincuenta años. Lo conocí cuando tenía veinte o algo así. Era uno de los chicos más inteligentes de aquel Buenos Aires tan querido para mí. Uno de los mejores. Lo sigue siendo. ¡Un pibe bárbaro! Ha publicado una docena de libros. Festejamos su cumpleaños con este artículo de su pluma ácida. Te quiero Miguel. Hermano querido de mi corazón.
MIGUEL MAZZEO: DE SENECTUTE
Cumplo 50 años. Nunca tuve una edad peor que esta. Temprano para morir. Tarde para enamorarse. Las jóvenes –o los jóvenes, ¿por qué no?– no te miran con apetencias dialógicas (o las que sean) pero tampoco te dan el asiento en el bondi. El medio siglo remite a la condición socio-biológica más cercana a la invisibilidad.
Percibo que los lugares comunes y las metáforas berretas sobre el medio siglo no dejan de ser exactas: se trata del otoño de la vida. Yo no sé que entiende la mayoría de las personas por “otoño”. No capto los fundamentos de los planteos que intentan embellecerlo como estación. Los tonos sepias de las hojas caídas de los árboles me parecen una soberana pelotudez y en mi barrio no abundan los arces, los cerezos del arenal, los alisos, los olmos, los robledales y toda esa parafernalia vegetal. En todo caso la imagen remite a la melancolía, a la soledad, al olvido.
Lo único concreto en relación al otoño es que, si bien ya pasaron indefectiblemente el verano y la primavera, todavía no es el invierno. Queda un tramo para llegar al final. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué uno no es todavía lo suficientemente cínico, egoísta o misántropo? Falstaff, el personaje de William Shakespeare (en Enrique IV), opinaba que los viejos son todos unos cínicos.
Yo sólo sé que la cifra “cincuenta” remite a una vibración descendente difícil de pasar por alto: decadencia, caducidad, merma de la pasión, la fuerza y la pureza, pérdida de la curiosidad, localismo, falta de disponibilidad para las cosas nuevas, inhibición de la productividad en las diversas áreas del quehacer cotidiano, disminución del instinto erótico y de la reactividad a los estímulos que alguna vez fueron placenteros, etc. El futuro llegó… hace rato. Tenemos más pasado que futuro. Uno es lo que es y es imposible que sea otra cosa. Cada vez es más difícil perderse en un sueño, en un delirio. Se acabó el largo plazo. Nos pasamos de la encrucijada donde nuestra voluntad debía encontrarse con nuestro destino. Nos paraliza una hasta ahora desconocida incapacidad de digerir frustraciones.
Entre otras cosas, porque se hace más cada vez más difícil la tarea de sostener nuestro ser, y aumenta el riesgo de perderlo. O sea: seguimos inacabados, incompletos, básicamente porque no somos objetos ni animales, tenemos que construirnos día a día, pero con medios cada vez más escasos, desde la materia condenada que es nuestro cuerpo y que somos todos nosotros y todas nosotras, desde la mutilación. No me vengan con la experiencia, ¡por favor! ¡Qué terrible impostura! No alcanza. Es evidente que la naturaleza no sabe lo que hace.
Un amigo, ingenuo, terrorista del sentido común, quiere refutarme. Insiste con la posibilidad de las pasiones otoñales. Le respondo: esas pasiones son las peores, siempre peligrosísimas y sin futuro. Son caballos desbocados rumbo al precipicio. Por otra parte, la vejez en las sociedades capitalistas es espantosa. Aún zafando de la indigencia, que sería la peor combinación de condiciones. Es mucho peor en las grandes urbes. Hace tiempo que, metódicamente, me dedico a registrar detalles y procedimientos que me anticipan el infierno. En las sociedades capitalistas la vejez nunca fue una condición venerable.
Aunque intenten maquillar la vejez con eufemismos y con imágenes idílicas de viejitos caretas y consumistas que hacen turismo, que asisten a espectáculos o a talleres de manualidades, o que están pasados de rosca por tomar agua mineral, todo este jolgorio de viejos frívolos, no hace más que corroborar lo difícil que es encontrar el sentido cuando uno/una deja de ser un producto biológico joven.
Entonces, los 50 inauguran el tiempo en dónde es cada vez más difícil el deseo y el deseo del deseo. Por lo tanto, de todos los deterioros que comienzan a abrumarnos, el más terrible es el deterioro de la conciencia de sí.
Esa es la pura verdad. No me vengan con frasecitas hechas, robadas de manuales de autoayuda o de budismo zen de divulgación. Libertad y rebeldía son jóvenes. Coacción y norma son viejas. Los jóvenes esperan todo, los viejos no esperan nada.
¿Cómo generación, qué decir? Nunca apareció nuestro momento paradigmático. La vejez nos sorprende sin posibilidades de forjarnos coartadas heroicas. Nuestras cicatrices y nuestros sudores no tienen épica. Fuimos una generación sin descontento y sin promesa. De nada sirve ponerse a rescatar invidualidalidades aisladas. No redimen a toda una generación. A lo sumo algunos tipos y tipas podrán ser rescatados por otra generación que los incluya en la triste categoría de los precursores y las precursoras.
Asumiré los cincuenta con toda la dignidad, la serenidad y la dicha que logre reunir mientras encaro la reorganización de los escasos objetos libidinales que me quedan. Me dan vergüenza ajena esos tipos y esas tipas que, ganados por la desesperación y la negación histérica, al borde de la catástrofe existencial, caen en la cuenta del deterioro de los cuerpos, en lo efímero de la vida como individuos y entonces recurren a ceremonias de rejuvenecimiento. Se atiborran de pócimas abominables, dietas, gimnasio, yoga, tinturas. Nada sirve. A los cincuenta se dan cuenta del elevadísimo grado en que la idea del alma aprisionó a sus cuerpos. En rigor de verdad, toman conciencia de que el cuerpo fue disciplinado por la falsa escisión alma-cuerpo. Y quieren deshacerse de ella. Tarde. Ahora es un cuerpo gastado, lento, oxidado, encallecido, sin encanto. Tarde se dan cuenta de que, como decía el poeta, uno/una es “incapaz de ser alma sin sus vísceras”. ¿Pienso luego existo? ¡Qué mentira el cogito! ¡Que tremendo estafador Descartes!
Yo no me voy a perder en los vapores de alguna estupefacción mística. Hay que decir que, en este aspecto, los y las ingresantes a vejez se parecen a los y las adolescentes: no quieren ser ellos mismos y ellas mismas.
Marguerite Yourcenar le hace decir al emperador Adriano que el cuerpo es un monstruo solapado. Yo no sé si cabe la figura de lo monstruoso para algo cuyo signo más característico es, en realidad, la fragilidad. Una terrible fragilidad. Tiendo a pensar más en el “junco pascaliano” que en un monstruo. Cumplir cincuenta también es darse cuenta (o puede servir para darse cuenta) de la fragilidad de los cuerpos, de los cuerpos de cualquier edad. Es el tiempo exacto en que uno (si no lo hizo antes) debería empezar a amar la fragilidad de todos los cuerpos, los cuerpos de los otros y las otras, a riesgo de convertirse en un viejo/vieja de mierda. Cumplir cincuenta, paradójicamente, es darse cuenta de que el cuerpo, por más estropeado que esté, es más rápido que la conciencia.
Intentaré por todos los medios evitar los mitos y los ritos que los 50 años suelen imponer. Se sabe: la función de los mitos y los ritos es disfrazar, desviar. Finalmente, vale decir que como predicadores disidentes, como herejes fracasados, aprendimos, por viejos y testarudos, y no precisamente por poseer poderes de discernimiento, que Ítaca no es la meta, es el camino. La libertad es acción, no estado. Y uno regresa a Ítaca sólo con el fin de volver a partir. Saluda cariñosa y efusivamente a Penélope, le regala unas flores afanadas del jardín más cercano y se toma el raje.
Así, una y otra vez, aunque el recorrido se acorte, hasta trasuntar los umbrales de esta dimensión.
Es una única forma de que la dialéctica sea algo diferente al movimiento que consiste en ir de lo malo a lo peor.
Percibo que los lugares comunes y las metáforas berretas sobre el medio siglo no dejan de ser exactas: se trata del otoño de la vida. Yo no sé que entiende la mayoría de las personas por “otoño”. No capto los fundamentos de los planteos que intentan embellecerlo como estación. Los tonos sepias de las hojas caídas de los árboles me parecen una soberana pelotudez y en mi barrio no abundan los arces, los cerezos del arenal, los alisos, los olmos, los robledales y toda esa parafernalia vegetal. En todo caso la imagen remite a la melancolía, a la soledad, al olvido.
Lo único concreto en relación al otoño es que, si bien ya pasaron indefectiblemente el verano y la primavera, todavía no es el invierno. Queda un tramo para llegar al final. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué uno no es todavía lo suficientemente cínico, egoísta o misántropo? Falstaff, el personaje de William Shakespeare (en Enrique IV), opinaba que los viejos son todos unos cínicos.
Yo sólo sé que la cifra “cincuenta” remite a una vibración descendente difícil de pasar por alto: decadencia, caducidad, merma de la pasión, la fuerza y la pureza, pérdida de la curiosidad, localismo, falta de disponibilidad para las cosas nuevas, inhibición de la productividad en las diversas áreas del quehacer cotidiano, disminución del instinto erótico y de la reactividad a los estímulos que alguna vez fueron placenteros, etc. El futuro llegó… hace rato. Tenemos más pasado que futuro. Uno es lo que es y es imposible que sea otra cosa. Cada vez es más difícil perderse en un sueño, en un delirio. Se acabó el largo plazo. Nos pasamos de la encrucijada donde nuestra voluntad debía encontrarse con nuestro destino. Nos paraliza una hasta ahora desconocida incapacidad de digerir frustraciones.
Entre otras cosas, porque se hace más cada vez más difícil la tarea de sostener nuestro ser, y aumenta el riesgo de perderlo. O sea: seguimos inacabados, incompletos, básicamente porque no somos objetos ni animales, tenemos que construirnos día a día, pero con medios cada vez más escasos, desde la materia condenada que es nuestro cuerpo y que somos todos nosotros y todas nosotras, desde la mutilación. No me vengan con la experiencia, ¡por favor! ¡Qué terrible impostura! No alcanza. Es evidente que la naturaleza no sabe lo que hace.
Un amigo, ingenuo, terrorista del sentido común, quiere refutarme. Insiste con la posibilidad de las pasiones otoñales. Le respondo: esas pasiones son las peores, siempre peligrosísimas y sin futuro. Son caballos desbocados rumbo al precipicio. Por otra parte, la vejez en las sociedades capitalistas es espantosa. Aún zafando de la indigencia, que sería la peor combinación de condiciones. Es mucho peor en las grandes urbes. Hace tiempo que, metódicamente, me dedico a registrar detalles y procedimientos que me anticipan el infierno. En las sociedades capitalistas la vejez nunca fue una condición venerable.
Aunque intenten maquillar la vejez con eufemismos y con imágenes idílicas de viejitos caretas y consumistas que hacen turismo, que asisten a espectáculos o a talleres de manualidades, o que están pasados de rosca por tomar agua mineral, todo este jolgorio de viejos frívolos, no hace más que corroborar lo difícil que es encontrar el sentido cuando uno/una deja de ser un producto biológico joven.
Entonces, los 50 inauguran el tiempo en dónde es cada vez más difícil el deseo y el deseo del deseo. Por lo tanto, de todos los deterioros que comienzan a abrumarnos, el más terrible es el deterioro de la conciencia de sí.
Esa es la pura verdad. No me vengan con frasecitas hechas, robadas de manuales de autoayuda o de budismo zen de divulgación. Libertad y rebeldía son jóvenes. Coacción y norma son viejas. Los jóvenes esperan todo, los viejos no esperan nada.
¿Cómo generación, qué decir? Nunca apareció nuestro momento paradigmático. La vejez nos sorprende sin posibilidades de forjarnos coartadas heroicas. Nuestras cicatrices y nuestros sudores no tienen épica. Fuimos una generación sin descontento y sin promesa. De nada sirve ponerse a rescatar invidualidalidades aisladas. No redimen a toda una generación. A lo sumo algunos tipos y tipas podrán ser rescatados por otra generación que los incluya en la triste categoría de los precursores y las precursoras.
Asumiré los cincuenta con toda la dignidad, la serenidad y la dicha que logre reunir mientras encaro la reorganización de los escasos objetos libidinales que me quedan. Me dan vergüenza ajena esos tipos y esas tipas que, ganados por la desesperación y la negación histérica, al borde de la catástrofe existencial, caen en la cuenta del deterioro de los cuerpos, en lo efímero de la vida como individuos y entonces recurren a ceremonias de rejuvenecimiento. Se atiborran de pócimas abominables, dietas, gimnasio, yoga, tinturas. Nada sirve. A los cincuenta se dan cuenta del elevadísimo grado en que la idea del alma aprisionó a sus cuerpos. En rigor de verdad, toman conciencia de que el cuerpo fue disciplinado por la falsa escisión alma-cuerpo. Y quieren deshacerse de ella. Tarde. Ahora es un cuerpo gastado, lento, oxidado, encallecido, sin encanto. Tarde se dan cuenta de que, como decía el poeta, uno/una es “incapaz de ser alma sin sus vísceras”. ¿Pienso luego existo? ¡Qué mentira el cogito! ¡Que tremendo estafador Descartes!
Yo no me voy a perder en los vapores de alguna estupefacción mística. Hay que decir que, en este aspecto, los y las ingresantes a vejez se parecen a los y las adolescentes: no quieren ser ellos mismos y ellas mismas.
Marguerite Yourcenar le hace decir al emperador Adriano que el cuerpo es un monstruo solapado. Yo no sé si cabe la figura de lo monstruoso para algo cuyo signo más característico es, en realidad, la fragilidad. Una terrible fragilidad. Tiendo a pensar más en el “junco pascaliano” que en un monstruo. Cumplir cincuenta también es darse cuenta (o puede servir para darse cuenta) de la fragilidad de los cuerpos, de los cuerpos de cualquier edad. Es el tiempo exacto en que uno (si no lo hizo antes) debería empezar a amar la fragilidad de todos los cuerpos, los cuerpos de los otros y las otras, a riesgo de convertirse en un viejo/vieja de mierda. Cumplir cincuenta, paradójicamente, es darse cuenta de que el cuerpo, por más estropeado que esté, es más rápido que la conciencia.
Intentaré por todos los medios evitar los mitos y los ritos que los 50 años suelen imponer. Se sabe: la función de los mitos y los ritos es disfrazar, desviar. Finalmente, vale decir que como predicadores disidentes, como herejes fracasados, aprendimos, por viejos y testarudos, y no precisamente por poseer poderes de discernimiento, que Ítaca no es la meta, es el camino. La libertad es acción, no estado. Y uno regresa a Ítaca sólo con el fin de volver a partir. Saluda cariñosa y efusivamente a Penélope, le regala unas flores afanadas del jardín más cercano y se toma el raje.
Así, una y otra vez, aunque el recorrido se acorte, hasta trasuntar los umbrales de esta dimensión.
Es una única forma de que la dialéctica sea algo diferente al movimiento que consiste en ir de lo malo a lo peor.
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