Cuando mueren los héroes nos sentimos más solos
Alí en eso nunca se equivocó.
"inmaculada decepción"
Por Ramón Díaz Eterovic
Muhammad Alí fue un héroe para los seguidores del pugilismo, y también para quienes, a mediados de los años sesenta del siglo pasado, asomaban sus narices a los problemas sociales de la época y empezaron a conocer las declaraciones de un pugilista tan rápido de puños como de lengua. Alí fue el mejor y el más grande entre sus pares. Pudo ser como uno de los tantos ídolos deportivos actuales que agotan sus talentos en el espacio de una competencia, y sus conciencias sociales, si alguna vez las tienen, son frágiles víctimas de las apariencias, el consumismo, la banalidad de las marcas, el divismo. Alí en eso nunca se equivocó. No olvidó que había sido un niño pobre y que en el mundo existen demasiados niños pobres. No olvidó que era negro, que descendía de esclavos y que su más enconado rival fuera del ring era el racismo que impregnaba la sociedad estadounidense. Le aplicaron leyes injustas para hacerlo callar y él siguió de pie, dispuesto a demostrar que era un hombre que amaba la libertad, y que había alcanzado con el arte de los puños una calidad que es muy difícil que se vuelva a repetir. Era el más grande en lo suyo, y así fue reconocido hace unos días cuando la muerte lo dejó fuera de combate. El pesar por su muerte y el rescate de su figura no tuvieron dos puntos de vista. El elogio fue unánime.
Y por cierto, la muerte de Alí nos trajo recuerdos. Unos buenos y otros malos. La tristeza en una noche santiaguina de septiembre del año 1980, cuando en una pequeña pantalla en blanco y negro lo vimos perder frente a Larry Holmes, un joven campeón que nunca logró ganar el afecto total de los hinchas. Había derrotado al ídolo y eso rara vez se perdona. Alí ya estaba viejo para bailar sobre la lona como en sus buenos tiempos cuando se movía como una mariposa y costaba creer que un gigantón de más de noventa kilos podía bailar largo rato sobre las puntas de sus pies. Esa noche, es probable que los primeros síntomas del Parkinson recorrieran su cuerpo, o sólo era la edad que le pasaba la cuenta en un deporte que, como los vampiros, siempre demanda sangre fresca. Como fuera, con él uno siempre esperaba un milagro; pero finalmente no se dio y por una noche nos volvimos insomnes y masticamos la amarga pulpa de la tristeza.
Pero también nos dio alegrías. Años atrás, en los años sesenta, escuchando en Punta Arenas una diminuta radio a pilas que nos permitiría seguir las alternativas de su segunda pelea con Sony Liston, el ex campeón del mundo, al que Alí había derrotado meses antes en un combate donde mostró todas las cualidades que lo harían inolvidable como pugilista. Y tanta espera y tanta ansiedad contenida se esfumó como por encanto, porque en menos de sesenta segundos, Alí tenía a su rival respirando el olor de la lona. Y entremedio de esas dos fechas, grandes momentos deportivos. Sus tres peleas con Joe Frazier, la pelea en África con George Foreman, sus combates con todas “las esperanzas blancas” que pusieron en su camino, como el canadiense George Chuvalo, el inglés Henry Cooper y el argentino Oscar “Ringo” Bonavena, asesinado años más tarde a la salida de un puterío de Nevada; repitiendo el trágico final de tantos ídolos del deporte latinoamericano.
Después de su derrota con Holmes, Alí no volvió a ser el mismo arriba de un ring. Pero volvió a la calle, se mezcló entre la gente, y continuó su viaje hacia la leyenda. Alí luchó por sus hermanos de raza y religión. Apoyó la causa de Mandela y los suyos. Luchó por la libertad y proclamó la dignidad de los deportistas. Les enseñó a hablar, a expresar lo que pensaban, a demostrar que tienen conciencia y una posición frente a los hechos de la vida. Sin duda que Alí indicó el camino a ídolos como Diego Armando Maradona. Deportistas que hablan, que tienen opinión política y desafían a los dueños del espectáculo. Alí inspiró a muchos dentro y fuera de un campo de contienda. Alzó la voz a de su pueblo discriminado y le cantó algunas verdades al gobierno imperialista de su país.
Son precisas sus palabras cuando se negó ir a Vietnam, a combatir en una guerra que no era suya ni de los miles de jóvenes negros que fueron enviados a morir. Dijo: “¿Por qué me piden ponerme un uniforme para ir a 16 mil kilómetros de mi casa a tirarle bombas y balas a gente de piel oscura en Vietnam, cuando los “negros” en Louisville son tratados como perros y se les niegan los más simples derechos humanos? No, no voy a ir a 16 mil kilómetros de mi casa a contribuir al asesinato y la destrucción de otra pobre nación sólo para continuar la dominación de los amos blancos sobre todo el mundo”.
Muhammad Alí fue el mejor deportista del siglo XX, una buena persona, un hombre libre que repartió alegrías y esperanzas.
Y por cierto, la muerte de Alí nos trajo recuerdos. Unos buenos y otros malos. La tristeza en una noche santiaguina de septiembre del año 1980, cuando en una pequeña pantalla en blanco y negro lo vimos perder frente a Larry Holmes, un joven campeón que nunca logró ganar el afecto total de los hinchas. Había derrotado al ídolo y eso rara vez se perdona. Alí ya estaba viejo para bailar sobre la lona como en sus buenos tiempos cuando se movía como una mariposa y costaba creer que un gigantón de más de noventa kilos podía bailar largo rato sobre las puntas de sus pies. Esa noche, es probable que los primeros síntomas del Parkinson recorrieran su cuerpo, o sólo era la edad que le pasaba la cuenta en un deporte que, como los vampiros, siempre demanda sangre fresca. Como fuera, con él uno siempre esperaba un milagro; pero finalmente no se dio y por una noche nos volvimos insomnes y masticamos la amarga pulpa de la tristeza.
Pero también nos dio alegrías. Años atrás, en los años sesenta, escuchando en Punta Arenas una diminuta radio a pilas que nos permitiría seguir las alternativas de su segunda pelea con Sony Liston, el ex campeón del mundo, al que Alí había derrotado meses antes en un combate donde mostró todas las cualidades que lo harían inolvidable como pugilista. Y tanta espera y tanta ansiedad contenida se esfumó como por encanto, porque en menos de sesenta segundos, Alí tenía a su rival respirando el olor de la lona. Y entremedio de esas dos fechas, grandes momentos deportivos. Sus tres peleas con Joe Frazier, la pelea en África con George Foreman, sus combates con todas “las esperanzas blancas” que pusieron en su camino, como el canadiense George Chuvalo, el inglés Henry Cooper y el argentino Oscar “Ringo” Bonavena, asesinado años más tarde a la salida de un puterío de Nevada; repitiendo el trágico final de tantos ídolos del deporte latinoamericano.
Después de su derrota con Holmes, Alí no volvió a ser el mismo arriba de un ring. Pero volvió a la calle, se mezcló entre la gente, y continuó su viaje hacia la leyenda. Alí luchó por sus hermanos de raza y religión. Apoyó la causa de Mandela y los suyos. Luchó por la libertad y proclamó la dignidad de los deportistas. Les enseñó a hablar, a expresar lo que pensaban, a demostrar que tienen conciencia y una posición frente a los hechos de la vida. Sin duda que Alí indicó el camino a ídolos como Diego Armando Maradona. Deportistas que hablan, que tienen opinión política y desafían a los dueños del espectáculo. Alí inspiró a muchos dentro y fuera de un campo de contienda. Alzó la voz a de su pueblo discriminado y le cantó algunas verdades al gobierno imperialista de su país.
Son precisas sus palabras cuando se negó ir a Vietnam, a combatir en una guerra que no era suya ni de los miles de jóvenes negros que fueron enviados a morir. Dijo: “¿Por qué me piden ponerme un uniforme para ir a 16 mil kilómetros de mi casa a tirarle bombas y balas a gente de piel oscura en Vietnam, cuando los “negros” en Louisville son tratados como perros y se les niegan los más simples derechos humanos? No, no voy a ir a 16 mil kilómetros de mi casa a contribuir al asesinato y la destrucción de otra pobre nación sólo para continuar la dominación de los amos blancos sobre todo el mundo”.
Muhammad Alí fue el mejor deportista del siglo XX, una buena persona, un hombre libre que repartió alegrías y esperanzas.
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