Gonzalo Arango envía su testamento a Inmaculada Decepción

Gonzalo Arango envía su testamento a Inmaculada Decepción



TESTAMENTO


D
ECLARO solemnemente que no escribo para la Inmortalidad. Escribo modestamente para esta vida y para los que viven aquí y ahora. Deseo una gloria que me alcance en mi carne y en este instante, no después. Escribo a velocidades de planeta, a contra reloj contra la muerte. Deseo conquistar mi vida como única finalidad del arte. A esta conquista sacrifico gustosamente la pureza, la perfección y toda idea de Absoluto. Por toda gloria busco la plenitud de los sentidos, el éxtasis de mi cuerpo en otro cuerpo. No pretendo ser clásico al estilo de los estilistas que sacrifican una aventura por una metáfora. Yo, en cambio, lo dejo todo, desde Adán hasta Marx, por meterme a un filme de vaqueros con mi amante. En eso me distingo de la raza bastarda de los intelectuales.
Confieso a la manada de truhanes que se interesan por estas cosas del Espíritu, que no me interesa perdurar en los manuales de literatura para estudiantes de retórica. Mis libros no tienen ese aroma que santifica las almas e ilumina los claustros sombríos de la virtud.
No dejo nada ejemplarizante para retornar al buen camino a los extraviados, pues yo soy la negación de todo camino. Y si por azar queda algún testimonio en este sentido, es porque yo mismo, por encontrar un camino, me extravié en la ausencia de caminos.
No tengo nada que enseñar en los internados de monjas y de curas donde la moral acoraza a la juventud contra los goces naturales de la vida.
Me niego a ser fosilizado, maquillado y momificado en un pensum como Gloria Nacional. Apelo a mi desprecio por la cultura para que no se inscriba mi nombre en textos escolares para luego ser babeado por maestros de urbanidad y buen decir. Al diablo con esos burros presumidos que apestan a pederastia de monasterio, a espiritualismo de sacristía, a sobaco sudado, nicotina, alcanfor de castidad, y los mil hedores pestilentes del racionalismo cristiano.
Exijo el honor de que me borren de la memoria de las futuras generaciones. Pido para mí la gloria de ser un maldito, un proscrito, un excomulgado de toda moral, de toda estética, de toda esperanza. ¡Que mi gloria me la den en la cama!
Quiero ser olvidado definitivamente, fervientemente; o en caso contrario, odiado con pasión, como un remordimiento que roe la noble causa del Espíritu humano. No deseo sobrevivir a mi propio horror, y al desprecio que me inspiraron; el Humanismo y la sensiblería utilitaria y futbolera del siglo 20.
Exijo el derecho de elegir para mi memoria la ingratitud de la posteridad, puesto que antes de morir ya habré sido ingrato con este mundo.
Aspiro a ser como escritor el Arquitecto de la Destrucción. Instalado en mi trono planificaré; el caos, la ruptura del orden, la desesperanza inminente, el aniquilamiento total, el triunfo de la desesperanza.
No pretendo ser benefactor ni creador de nada con el sucio barro de que están hecha la Humanidad y sus utensilios. Reclamo, a cambio de mi inutilidad, silencio para mi tumba, desprecio y horror para mis huesos culpables.
No dejo descendencia física ni patrimonio moral para ser devorado por la rapiña insaciable de los roedores del alma. Mi destino me concierne a mi solamente, y me hundo con él por dignidad y por indiferencia.
Asumo con orgullo mis maldiciones y mis desdenes. No repartí pan a los miserables, ni fe a los dudosos, ni consuelo a los dolientes. Ejercité una rara caridad repartiendo asco a los puros y desdicha a los infelices. Contagié la desesperación como una peste sagrada, pues tal misión me fue encomendada por el Demonio para preparar el advenimiento del Imperio de la Ignominia.
Fui irrelevante y eficaz en mi tarea de proclamar el desastre, el terror, la ausencia de sentido, y por cumplir la voluntad satánica fui condecorado con las rosas de la lujuria y la locura.
Que mi lápida sea la de un monstruo. De todos modos ya estaré podrido antes de ser olvidado. No necesito una piadosa inmortalidad para mis gusanos. Ellos impondrán un silencio reverente que se parezca al asco, y harán vomitar a los compasivos y a los tiernos de corazón.
No se asomen a mi tumba, granujas, no peregrinen sobre mi cadáver. Mi apelación al olvido es cuestión de dignidad estética. Sobre todo no babearse, no moquear, no orar, no mear sobre mi tumba, nada de ofrenda floral: no es manera de venerar al trágico y al guerrero.
Mi gloria sólo puede ser celebrada con el canto, la danza, la orgía, la embriaguez, las formidables fornicaciones en forma de himnos como yo las celebraba con espléndidas mujeres en los cementerios metropolitanos, cuando era morboso y elegíaco.
Ah, recuerdo los orgasmos contra las losas fúnebres, las paredes de las tumbas temblaban; gritaba de un placer tan bruto que los muertos aterrados se sacudían el polvo creyendo que el Juicio Final tocaba a sus puertas, y que mis éxtasis eran el trompeteo alegre de la Redención. ¡Pobres almas sin cuerpo! En su impotencia suplicaban cambiar su Eternidad por 5 minutos de vida con mi amada, como antes se prometían en el lecho Oh amada mía, por entre tu carne palparé tus huesos para reconocerte el Día de la Resurrección. Y así iba a olvidar mi agonismo bajo los sauces fúnebres. Allá recordaba que el arte no justifica ser eterno, que lo que justifica la inmortalidad es esta vida.
Que mi gloria sea viril fue siempre lo que quise en este mundo. Después, la literatura, lo mismo que mi alma, que se las lleve el Diablo, si a ese le placen tales porquerías.


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