MAITENA: NUNCA ESTUVE EN LA LUNA

MAITENA: NUNCA ESTUVE EN LA LUNA



Como casi todas las niñas, a los seis años yo estaba enamorada de mi padre. En esa época en que se empezaban a mandar satélites, cohetes y hombres al espacio, mi papá, que era ingeniero electrónico, me parecía un genio.
Cuando en el año 69 el hombre llegó a la Luna, además de conmoverme por la huella que Neil Amstrong dejaba sobre la superficie lunar, me acuerdo de la fuerte impresión que me causó ver emocionado a mi padre.
Claro, todo esto contribuyó a que le creyera cualquier cosa. De todas maneras, supongo que de parte de él hubo más ingenuidad que otra cosa cuando al verme tan fascinada con el asunto de la luna me aseguró con rigurosidad científica que, cuando yo tuviera 20 años, ir a la Luna sería como ir a Europa. (Bueno, en eso no se equivocó mucho, porque a mis veinte años la verdad que estaba tan cerca de conocer Europa como de ir a la Luna).
Pero por supuesto que, en ese entonces y desde mi metro diez, todo esto me resultaba posible y ya pensaba incluso en la posibilidad de ser astronauta... cosa que a mi padre, desde su metro ochenta y su habilitante título universitario, curiosamente, también le parecía razonable. (A fin de cuentas, ¿por qué iba a enamorarme yo de alguien que no lo estuviera de mí, eh?).
De ahí a ponerme a sacar cuentas hubo un solo paso, y por algún motivo que debe tener que ver con las series de televisión, las historietas y toda la ficción de la época, el año donde iban a cristalizarse todos estos proyectos era el 2000.
De repente me sentí como la farolera: tropecé con una cifra que hizo que todos mis sueños se cayeran por la calle. Las cuentas me habían salido mal. Qué bajón, dios mío. ¿De qué, me serviría estar viva en el siglo XXI si iba a ser... vieja? ¿Quién mandaría al espacio a una anciana de 37 años? O lo que es peor, ¿a qué?.
Desistí de todo proyecto espacial, pero aun imaginándome en la Tierra me daban convulsiones. Todos iban a estar enfundados en enteritos plateados de hombreras puntiagudas que yo no podría usar porque sería un fósil. Todos iban a andar en unas cápsulas a colchón de aire en las que yo no me podría subir por prescripción médica. Todos iban a ser jóvenes porque era un siglo nuevo, moderno y futurista, y yo iba a ser vieja.
Esta idea me acompañó por mucho tiempo, y si bien a medida que uno crece se va dando cuenta de que ser joven es sólo tener la edad que teníamos hace seis o siete años, confieso que hoy, a punto de entrar en el 2000, ya no me encuentro en condiciones de enfundarme en el enterito plateado. Pero no porque me sienta vieja, sino porque soy tan joven que estoy embarazada de ocho meses y todavía, eso sí, conservo cierto sentido del ridículo.


Suplemento Radar Libros, diario Página 12, diciembre de 2000)

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