anxos sumai

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Soy tu regalo

"Soy tu regalo. Desenvuélveme". Esas palabras estaban escritas en una tarjeta de color verde manzana un tanto descolorida y sobada dentro de un cajón de la cómoda, dentro de una caja forrada de papel de seda que guardaba un delicado, transparente conjunto de blonda. Culote y camiseta. La letra de la tarjeta era de mamá. Yo la había leído muchas veces cuando era pequeña, en aquellas visitas clandestinas -ella diría que pecaminosas- que hacía a la intimidad de una mujer. De mi madre. No entendí qué querían decir esas palabras hasta que una tarde, al volver del colegio, mamá telefoneó para avisarme de que estaba en el hospital con tía Natalia. Natalia, a esa edad y sin esperarlo, había quedado embarazada y pasaba media vida internada. A pesar de los cuidados, abortó cuando estaba de cinco meses. Fue algo muy triste.

-Ponte a estudiar -me ordenó-. Ya avisé a Felisa para que te haga la cena.

Colgué el teléfono y fui corriendo al cuarto de mis padres. Hacía lo que haría una niña de mi edad. Tendría por entonces doce años. Me probaba ropa, zapatos. Me maquillaba. Me perfumaba. Me admiraba en el espejo e intentaba imaginar cuál sería mi aspecto a los veinte años. Acariciaba la ropa de papá, la olía durante unos instantes esperando encontrar restos de un aroma que nunca me había sido permitido disfrutar. Aquella tarde, sabiéndome con todo el tiempo por delante, me atreví a sacar de la caja las dos piezas delicadas como espuma de mar. Sí, tenían algo de espuma, de líquido salado. Me desvestí despacio delante del espejo y creo que disfruté por vez primera de la visión de mi cuerpo desnudo, en el que comenzaban a asomar los pechos como pequeños volcanes de harina y la cintura se empeñaba en curvarse hacia dentro. Lo que más me fascinó fue admirar mi suave, marrón, escaso pelo púbico. Cuando era pequeña, había visto a mamá desnuda muchas veces. La había visto subirse la falda y bajarse las bragas para orinar y me fascinaba aquella mata de pelo rojo que le incendiaba los muslos. Recuerdo ahora cuánto me inquietaba esa visión, como si hubiese algo siniestro escondido debajo de aquel pelo. Mi vello reciente, casi la suave pelusa que me cubría las piernas, no era tan denso como el de ella. Se encaracolaba y tenía un agresivo color castaño que me hería la piel blanca. Pensé que se parecía a la barba de papá, castaña, corta, pero rizada. Aunque más débil.

Después me vestí, demorando los gestos, con la ropa que se escondía en la caja como un deseo inconfesable. Eran dos piezas: un pantaloncito y una especie de camiseta en tonos verdes elaborados con blonda bordada también en verde y blanco. Espuma de mar verde. Eran suaves, como el agua enjabonada que resbala por las manos, como el pecho de Ramón cuando salía de pasar horas sumergido en un baño relajante y me cogía en brazos porque yo aún era un bebé. Me puse el pantalón. Me quedaba grande. Lo sujeté en la espalda con una mano y lo apreté contra el vientre. Me rozó los muslos y se produjo en mí un estremecimiento inusitado, aquel primer y extraño hormigueo. No me resultaba desconocido, debía de haberlo sentido antes en algún sueño o quizás en la ducha cuando el agua caliente me bajaba por el vientre y se me perdía entre los muslos. Me asusté, pero seguí apretando el pantalón contra el montículo de pelo púbico y, con la otra mano, me puse la camiseta. Me quedaba grande pero no importaba porque me sentía muy hermosa.

Me acosté en la cama y pasé mucho tiempo mirándome en el espejo. La tarjeta verde manzana me decía: "Desenvuélveme".

"Soy tu regalo. Desenvuélveme".

Comencé a liberarme de aquella ropa como si fuera, realmente, el envoltorio de un regalo. Me quedé sobre la cama, acostada delante del espejo. Y, por fin, entendí. Imaginé a mamá acostada, vestida de aquella manera húmeda y suave y con la tarjeta verde manzana entre los pechos. Entretanto, papá miraba. Papá besaba, papá lamía, papá deseaba tanto que le ardía el sexo. Después, papá la desenvolvía.

Yo supe lo que sintieron porque yo también lo sentí. Y supe, sin que nadie me lo explicara, como saciar aquel primer deseo brutal porque, en el mismo momento en que se hizo insaciable, también intuí de donde nacía. De donde nacía y como calmarlo.

Me sentí eléctrica, me sentí líquida.


Anxos Sumai: Escritora nacida en Catoira, Galicia, España. Ha obtenido diversos e importantes premios literarios.
Este fragmento que presentamos a los lectores de Inmaculada Decepción, corresponde a su libro, Así nacen las ballenas.

4 comentarios:

Anónimo dijo...
19:40
 

Bello lo que escribe Anxos y bella ella también.
mmm.

Anónimo dijo...
20:03
 

Hola, soy Sylvana de Mendoza, Argentina, quiero decir que me re encantó el cuento de Anxos Sumai, no la conocía, como muchos de los textos que aparecen en este blog, Gracias.

Anónimo dijo...
04:22
 

Una autora gallega en inmaculadadecepción... Este cuento es genial, muy sugerente. Sumai es de lo mejor. Me gusta mucho tu blog.

Un relato hermoso, escrito con sencillez, esa etapa del descubrimiento del cuerpo.
Un placer inmenso visitar tu blog.