A Marino Muñoz Lagos
Por Juan Mihovilovich
Marino Muñoz Lagos y Pablo Neruda
“Cerca de la última soledad/ teje el árbol su más sólida armadura/, sus canciones y sus sueños/. El viento cambio la dirección de su savia/ hizo de cada rama un jeroglífico/ y tocó a sus albores/ las flautas torrenciales/ de las húmedas esquinas del planeta/. (Marino Muñoz Lagos)
Uno que no fue marino, pero que recorrió los mares del sur premunido de una palabra única, sencilla y vital. Uno que no surcó las estrellas, pero que fue el astronauta en tierra que nos apuntó con su dedo mágico los resplandores del cielo. Uno que nos enseñó el hechizo de la tierra, de sus reproducciones eternas, de sus vínculos secretos con el misterio de la vida y nos empapó de lluvia y de mutismos mientras el tiempo se esmeraba en agotarlo todo.
Pero, ese uno tenía también su complemento: ella, la amada y amante sigilosa que lo acompañó en sus territorios de sueños, de palabras hechas ideas y sustancia; ella, doña Eulalia, la fiel, la abnegada, la voz seductora de la madre y de la amiga, allí, enraizada en la raíz misma de la vida de Marino, asociada con su voz de trueno o de estampido.
Y es que Marino Muñoz Lagos era esa ave caprichosa y libre con que firmaba su nombre y deletreaba los cielos en busca de sí mismo. Y al buscarse en los ojos de los otros se hallaba también en los nuestros.
Marino fue el navegante secreto de nuestra adolescencia, el polizonte seductor con que bañó de ilusiones un tiempo que se nos iba de a pedazos. Y entonces sus versos nos rescataban del miedo, del temor de vivir, de morir un día cualquiera sin una lápida que nos recordara.
Marino cantó a los vientos magallánicos, a sus arboledas eternas, al frío de la Patagonia, a sus lagos multiplicados como esporas, a sus aves discretas y altisonantes cruzando las estepas heladas, sus ríos congelados, su fauna y su flora en su belleza casi fantasmal. ¿Cómo no enorgullecerse luego por sus versos premunidos de luz y de tibieza en medio de una tierra indómita y al fin domeñada?, ¿Cómo no sentir sus huellas y sus pasos, sus giros del idioma para que descubriéramos el sentido de los seres y las cosas?
Uno que no fue marino ha partido navegando hacia los confines del universo.
Desde su nuevo e ilimitado espacio nos envía ahora su pluma renovada, su espejo, su vibración inmortal, el cálido brillo de sus palabras para sentir que alguna vez pasó entre nosotros, sublime y modesto, por estos parajes de frío, de vientos y silencios.
Uno que no fue marino, pero que recorrió los mares del sur premunido de una palabra única, sencilla y vital. Uno que no surcó las estrellas, pero que fue el astronauta en tierra que nos apuntó con su dedo mágico los resplandores del cielo. Uno que nos enseñó el hechizo de la tierra, de sus reproducciones eternas, de sus vínculos secretos con el misterio de la vida y nos empapó de lluvia y de mutismos mientras el tiempo se esmeraba en agotarlo todo.
Pero, ese uno tenía también su complemento: ella, la amada y amante sigilosa que lo acompañó en sus territorios de sueños, de palabras hechas ideas y sustancia; ella, doña Eulalia, la fiel, la abnegada, la voz seductora de la madre y de la amiga, allí, enraizada en la raíz misma de la vida de Marino, asociada con su voz de trueno o de estampido.
Y es que Marino Muñoz Lagos era esa ave caprichosa y libre con que firmaba su nombre y deletreaba los cielos en busca de sí mismo. Y al buscarse en los ojos de los otros se hallaba también en los nuestros.
Marino fue el navegante secreto de nuestra adolescencia, el polizonte seductor con que bañó de ilusiones un tiempo que se nos iba de a pedazos. Y entonces sus versos nos rescataban del miedo, del temor de vivir, de morir un día cualquiera sin una lápida que nos recordara.
Marino cantó a los vientos magallánicos, a sus arboledas eternas, al frío de la Patagonia, a sus lagos multiplicados como esporas, a sus aves discretas y altisonantes cruzando las estepas heladas, sus ríos congelados, su fauna y su flora en su belleza casi fantasmal. ¿Cómo no enorgullecerse luego por sus versos premunidos de luz y de tibieza en medio de una tierra indómita y al fin domeñada?, ¿Cómo no sentir sus huellas y sus pasos, sus giros del idioma para que descubriéramos el sentido de los seres y las cosas?
Uno que no fue marino ha partido navegando hacia los confines del universo.
Desde su nuevo e ilimitado espacio nos envía ahora su pluma renovada, su espejo, su vibración inmortal, el cálido brillo de sus palabras para sentir que alguna vez pasó entre nosotros, sublime y modesto, por estos parajes de frío, de vientos y silencios.
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