Recordando a Rubén Massera

Recordando a Rubén Massera


Por Yoel Novoa

A

Rubén lo conocí un día que le caí al Chile en su casa de San Fernando. Primeros días de mi regreso a Bs. AS. Pleno proceso militar. La recepción fue seria. El Chile estaba con un desconocido con cara de culo que de pronto leyó un cuento y el cuento era de putos. Lo leyó de la revista Crisis, así que no me extrañaría que sea el mismo cuento que vos recopilaste en Inmaculada. Lo miré al Chile intrigado y el Chile me respondió con una de esas miradas malevas que coagulaban en seco.
Seguimos hasta que nos envolvió la noche comiendo y chupando y amanecimos a las puteadas, discutiendo y cagándonos de risa hasta dormirnos (la filosofía, el arte y la política eran un sonsonete enroscado). Al despertar, previo cafecito, seguimos chupando y la ferocidad de la charla nos llevó hasta la noche siguiente. Cuando llegó el día final, extraviados por la magnificencia de la intoxicación que habíamos compartido, ante el silencio de la iluminación diurna, nos separamos sabiéndonos amigos, dejando la felicidad para los muchos reencuentros e intoxicaciones que tuvimos después, pasara lo que pasara alrededor nuestro.
Creo que ni el Chileno, ni Rubén, ni yo, nos cagamos tanto de risa como cuando estuvimos juntos. Sacudiéndonos a puteadas por supuesto.

Rubén fue maestro en apreciar los errores de los demás, pues con los propios había construido una catedral. El sería capaz de interpretar como las equivocaciones que cometí en mi vida consolidaron estos gobiernos de principios del siglo XXI, en Argentina. Hoy, Rubén es un fantasma más severo que en vida.
Terminé siendo tan amigo de él como del Chileno. Muchas veces vino a casa y se quedó a dormir. Incluso después que vendió su departamento, durante el mes que tardó en tomar el avión a Madrid, vivió conmigo.
Fue su elección. Pudo haberse quedado con el Chileno, pero prefirió mi hábitat. Cuando levantó su departamento, juntó todos sus libros, los cuadros de su padre, que había sido un pintor boquense y más cuadros de otros pintores, y me legó el paquete. Cuando subió al avión, su equipaje era, aparte de su ropa puesta, una máquina de escribir y dos diccionarios gordos.
Estar con Rubén daba ganas de morir de cáncer de pulmón. Viéndolo fumar, se veía la meta de toda una vida hacia la que se dirigía sin retroceder un paso.
Rubén trabajó duro, fue a Europa, volvió a Buenos Aires, y ya cerca de los setenta años, intentó Europa nuevamente. Madrid era un buen lugar para traducir libros y fumar tabaco, pero no lo dejaron. Las autoridades lo echaron por indocumentado. Entonces hizo el Retorno para cumplir con su destino en un departamento de un ambiente en pleno centro de Buenos Aires, que le pusieron amigos y amigas. Allí se hizo huraño y solamente aceptó las visitas de aquellos que traían tortitas, yogures y jugos de soja. No murió del pulmón, murió de todo. Así que, pudo darse el gusto de encender cigarrillos últimos. Durante aquellos días que jamás volverán, me llamó por teléfono:
- ¿Sabés quién habla? -su voz sonaba con la normalidad de su mejor época, pero él sabía que eso era un milagro y que me estaba telefoneando desde el más allá.
- ¡Rubén! -exclamé provocando su risa. -¿Cómo te va? ¿Llegaste a la Quinta del Ñato? ... ¿Cómo es?
Entonces Rubén me describió el techo de la habitación que contemplaba desde su cama. El techo estaba cubierto por una gran mancha de humedad que había desprendido trozos de cielorraso, componiendo los dibujos y las formas que él siempre quiso ver durante toda su vida. Era tanto lo que ese techo le estaba mostrando, que le parecía una fiesta.
- Ahora, en este momento -me dijo- se asoma César Vallejo y sonríe...

Ilustración Mabel Dai "Collage". Buenos Aires. 1980.


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