Guillaume Apollinaire: La infalibilidad
Guillaume Apollinaire y Madeleine Pagès, Oran, diciembre 1915. |
El 25 de junio de 1946, el cardenal Porporelli terminaba de almorzar cuando le fue anunciada la visita de un sacerdote francés, el abate Delhonneau. Eran las tres de la tarde. El implacable sol que exaltó la astucia triunfante de los antiguos romanos y que ahora penosamente entibia la fría truhanería de nuestros coetáneos, aunque dejaba caer sus insoportables rayos sobre la plaza España, donde se levanta el pasita de un sacerdote francés, el abate Delhonneau, lacio cardenalicio, respetaba sin embargo el departamento de monseñor Porporelli. Allí las persianas conservaban un frescor agradable y una penumbra casi voluptuosa.
El abate Delhonneau fue conducido al comedor. Era un sacerdote del Morvan. Su aspecto de hombre testarudo tenía cierta analogía con el de los pieles rojas.
Si hubiera sido autunés, hubiera debido nacer en el recinto céltico de la antigua Berbricia, en el monte Beuvray. Hay aún en Antún, ciudad de origen galo-romano, y en sus alrededores, algunos galos por cuyas venas no corre una gota de sangre latina, y el abate Delhonneau era uno de ellos.
Se acercó al príncipe de la Iglesia y le besó el anillo, según la costumbre. Rehusando los frutos sicilianos que monseñor Porporelli le ofrecía en una canastilla, expuso el motivo de su visita.
-Deseo, expresó- tener una entrevista con nuestro Santo Padre, el Papa, pero en audiencia privada.
-¿Misión secreta gubernamental?- preguntó el cardenal guiñando un ojo.
-¡En absoluto, monseñor!- repuso el abate Delhonneau- Los motivos que me impulsan a solicitar esta audiencia no sólo interesan a la Iglesia de Francia sino a la catolicidad entera.
-¡Dios mío! -exclamó el cardenal hincando el diente en un higo seco relleno de avellana y anís-. ¿Es realmente tan grave?
-Muy grave, monseñor- repitió el sacerdote francés, mientras que, descubriendo algunas manchas de sebo en su sotana, se empeñaba en rascarlas con las uñas.
El prelado gimoteó:
-¿Qué más pude haber todavía? Tenemos ya bastantes historias con vuestra ley sobre la separación y los extravíos de ese canónigo Bierbaum, de Landshut, en Baviera, que no deja de escribir contra la Infalibilidad.
-¡El imprudente!- interrumpió el abate Delhonneau.
Monseñor Porporelli se mordió los labios. En su juventud cuando no era más que un mundano sacerdote de Florencia, él también había combatido la Infalibilidad, pero pronto se había de inclinar ante el dogma.
-Mañana tendréis audiencia, signor abate -dijo-.
¿Conocéis el ceremonial?
Le tendió la mano. El sacerdote se inclinó y la besó sonoramente, retrocedió hasta la puerta, desde donde se inclinó por segunda vez, mientras el cardenal, con gesto fatigado, lo bendecía con la mano derecha mientras su izquierda palpaba los duraznos en la canastilla.
Cuando el día siguiente fue conducido ante el Papa, el abate Delhonneau se dejó caer de rodillas y besó la sandalia del blanco Pontífice; luego incorporándose decididamente, le rogó en latín que lo escuchase a solas, como en confesión. Y, ¡oh condescendencia!, el Santo Padre dio buena acogida a esa osada petición.
Una vez a solas, el abate Delhonneau comenzó a hablar lentamente. Esforzábase en pronunciar el latín a la italiana, pero los galicismos abundaban en su léxico de seminario; además, la u francesa aparecía continuamente, incomprensible para el Papa, quien interrumpía al orador para hacerle repetir lo que no comprendía bien.
-Santo Padre -decía el abate Delhonneau- como consecuencia de mis estudios y de mis penosas reflexiones, he llegado a la certidumbre de que nuestros dogmas no son de origen divino. He perdido la fe y estoy convencido de que en ningún hombre ella podría resistir un examen honesto. No hay una sola rama de la ciencia que no contradiga con hechos irrefutables las llamadas verdades de la religión. ¡Ay! Santo Padre, ¡que pena para un sacerdote el descubrir esos errores y qué dolor el atreverse a confesarlos!
-Hijo mío -dijo el Papa-, pienso que en esas condiciones habréis dejado de celebrar la Santa Misa. Ningún sacerdote puede vanagloriarse de no haber conocido las dudas que os asaltan; pero un retiro en esta ciudad, cuna del catolicismo, os devolverá la fe perdida, y por los méritos de…
-¡No! ¡No! Santo Padre, he hecho todo lo posible para recobrar una fe que vacilante primero, ha terminado por desplomarse. Me esforcé en apartarme de los pensamientos que me torturaban. Fue en vano!... y a vos mismo, Santo Padre, lo habéis confesado, las dudas os asaltaron alguna vez. ¿Qué digo? ¿Dudas? ¡No, sino claridades, iluminaciones, certidumbres! Confesadlo; la tiara que lleváis sobre vuestra frente está cargada de falsedades consagradas. Y si la política os impide sostener las negociaciones que se agitan en vuestro cerebro, no por ello dejan de existir. He allí la verdadera carga del papado; es el espanto de reinar por medio de mentiras seculares, es la carga que hace dudar a los elegidos al salir del cónclave… Respondedme Santo Padre: Vos conocéis todo esto. ¡Un pontífice romano no debe ser menos perspicaz que un pobre cura de Morvan!
El Papa estaba sentado, inmóvil y grave; durante esta última parte del discurso no abrió la boca para nada. Delante suyo el abate Delhonneau se asemejaba a esos galos que, durante el saqueo de Roma, acudían a irritar a los senadores, majestuosos como estatuas, sentados en sus sillas curales. Levantando lentamente los ojos , el pontífice preguntó:
-Sacerdote, ¿a dónde queréis llegar?
-Santo Padre -respondió el abate Delhonneau-, Vos detentáis un poder formidable, tenéis el derecho de establecer el Bien y el Mal Vuestra Infalibilidad, ese dogma incontestable que descansa en una realidad terrena, os otorga un magisterio que no tolera ninguna contradicción. A vuestra elección podéis imponer a los católicos la verdad o el error. ¡Sed bueno, sed humano! ¡Enseñad lo verdadero! ¡Ordenad ex cathedra que sea disuelto el catolicismo! ¡Proclamad que sus prácticas son supersticiosas! Eregid esas verdades en dogma y habréis logrado el reconocimiento de la humanidad. ¡Después descenderéis dignamente de un trono desde el que dominabais por error y que nadie podrá en adelante volver a ocupar legítimamente, si Vos lo declaráis vacío para siempre!
El Papa se había incorporado. Dejando de lado todo ceremonial, salió de la habitación sin dirigir una palabra ni una mirada al sacerdote francés, que sonreía con desprecio y al que un guardia noble guió a través de las suntuosas galerías del Vaticano hasta la salida.
Un tiempo después, la curia romana creó un nuevo obispado en Fontainbleau, designando titular al abate Delhonneau.
En ocasión de su primer viaje ad limina, este obispo propuso a la Santa Sede que erigiese en dogma la creencia de la misión divina de Francia. Cuando el cardenal Porporelli lo supo, exclamó:
-¡Galicanismo puro! Sin embargo, la administración galorromana es el mejor beneficio para los galos. Es necesaria para domar la turbulencia de los franceses. ¡Cuantas penurias para civilizarlos!...
El abate Delhonneau fue conducido al comedor. Era un sacerdote del Morvan. Su aspecto de hombre testarudo tenía cierta analogía con el de los pieles rojas.
Si hubiera sido autunés, hubiera debido nacer en el recinto céltico de la antigua Berbricia, en el monte Beuvray. Hay aún en Antún, ciudad de origen galo-romano, y en sus alrededores, algunos galos por cuyas venas no corre una gota de sangre latina, y el abate Delhonneau era uno de ellos.
Se acercó al príncipe de la Iglesia y le besó el anillo, según la costumbre. Rehusando los frutos sicilianos que monseñor Porporelli le ofrecía en una canastilla, expuso el motivo de su visita.
-Deseo, expresó- tener una entrevista con nuestro Santo Padre, el Papa, pero en audiencia privada.
-¿Misión secreta gubernamental?- preguntó el cardenal guiñando un ojo.
-¡En absoluto, monseñor!- repuso el abate Delhonneau- Los motivos que me impulsan a solicitar esta audiencia no sólo interesan a la Iglesia de Francia sino a la catolicidad entera.
-¡Dios mío! -exclamó el cardenal hincando el diente en un higo seco relleno de avellana y anís-. ¿Es realmente tan grave?
-Muy grave, monseñor- repitió el sacerdote francés, mientras que, descubriendo algunas manchas de sebo en su sotana, se empeñaba en rascarlas con las uñas.
El prelado gimoteó:
-¿Qué más pude haber todavía? Tenemos ya bastantes historias con vuestra ley sobre la separación y los extravíos de ese canónigo Bierbaum, de Landshut, en Baviera, que no deja de escribir contra la Infalibilidad.
-¡El imprudente!- interrumpió el abate Delhonneau.
Monseñor Porporelli se mordió los labios. En su juventud cuando no era más que un mundano sacerdote de Florencia, él también había combatido la Infalibilidad, pero pronto se había de inclinar ante el dogma.
-Mañana tendréis audiencia, signor abate -dijo-.
¿Conocéis el ceremonial?
Le tendió la mano. El sacerdote se inclinó y la besó sonoramente, retrocedió hasta la puerta, desde donde se inclinó por segunda vez, mientras el cardenal, con gesto fatigado, lo bendecía con la mano derecha mientras su izquierda palpaba los duraznos en la canastilla.
Cuando el día siguiente fue conducido ante el Papa, el abate Delhonneau se dejó caer de rodillas y besó la sandalia del blanco Pontífice; luego incorporándose decididamente, le rogó en latín que lo escuchase a solas, como en confesión. Y, ¡oh condescendencia!, el Santo Padre dio buena acogida a esa osada petición.
Una vez a solas, el abate Delhonneau comenzó a hablar lentamente. Esforzábase en pronunciar el latín a la italiana, pero los galicismos abundaban en su léxico de seminario; además, la u francesa aparecía continuamente, incomprensible para el Papa, quien interrumpía al orador para hacerle repetir lo que no comprendía bien.
-Santo Padre -decía el abate Delhonneau- como consecuencia de mis estudios y de mis penosas reflexiones, he llegado a la certidumbre de que nuestros dogmas no son de origen divino. He perdido la fe y estoy convencido de que en ningún hombre ella podría resistir un examen honesto. No hay una sola rama de la ciencia que no contradiga con hechos irrefutables las llamadas verdades de la religión. ¡Ay! Santo Padre, ¡que pena para un sacerdote el descubrir esos errores y qué dolor el atreverse a confesarlos!
-Hijo mío -dijo el Papa-, pienso que en esas condiciones habréis dejado de celebrar la Santa Misa. Ningún sacerdote puede vanagloriarse de no haber conocido las dudas que os asaltan; pero un retiro en esta ciudad, cuna del catolicismo, os devolverá la fe perdida, y por los méritos de…
-¡No! ¡No! Santo Padre, he hecho todo lo posible para recobrar una fe que vacilante primero, ha terminado por desplomarse. Me esforcé en apartarme de los pensamientos que me torturaban. Fue en vano!... y a vos mismo, Santo Padre, lo habéis confesado, las dudas os asaltaron alguna vez. ¿Qué digo? ¿Dudas? ¡No, sino claridades, iluminaciones, certidumbres! Confesadlo; la tiara que lleváis sobre vuestra frente está cargada de falsedades consagradas. Y si la política os impide sostener las negociaciones que se agitan en vuestro cerebro, no por ello dejan de existir. He allí la verdadera carga del papado; es el espanto de reinar por medio de mentiras seculares, es la carga que hace dudar a los elegidos al salir del cónclave… Respondedme Santo Padre: Vos conocéis todo esto. ¡Un pontífice romano no debe ser menos perspicaz que un pobre cura de Morvan!
El Papa estaba sentado, inmóvil y grave; durante esta última parte del discurso no abrió la boca para nada. Delante suyo el abate Delhonneau se asemejaba a esos galos que, durante el saqueo de Roma, acudían a irritar a los senadores, majestuosos como estatuas, sentados en sus sillas curales. Levantando lentamente los ojos , el pontífice preguntó:
-Sacerdote, ¿a dónde queréis llegar?
-Santo Padre -respondió el abate Delhonneau-, Vos detentáis un poder formidable, tenéis el derecho de establecer el Bien y el Mal Vuestra Infalibilidad, ese dogma incontestable que descansa en una realidad terrena, os otorga un magisterio que no tolera ninguna contradicción. A vuestra elección podéis imponer a los católicos la verdad o el error. ¡Sed bueno, sed humano! ¡Enseñad lo verdadero! ¡Ordenad ex cathedra que sea disuelto el catolicismo! ¡Proclamad que sus prácticas son supersticiosas! Eregid esas verdades en dogma y habréis logrado el reconocimiento de la humanidad. ¡Después descenderéis dignamente de un trono desde el que dominabais por error y que nadie podrá en adelante volver a ocupar legítimamente, si Vos lo declaráis vacío para siempre!
El Papa se había incorporado. Dejando de lado todo ceremonial, salió de la habitación sin dirigir una palabra ni una mirada al sacerdote francés, que sonreía con desprecio y al que un guardia noble guió a través de las suntuosas galerías del Vaticano hasta la salida.
Un tiempo después, la curia romana creó un nuevo obispado en Fontainbleau, designando titular al abate Delhonneau.
En ocasión de su primer viaje ad limina, este obispo propuso a la Santa Sede que erigiese en dogma la creencia de la misión divina de Francia. Cuando el cardenal Porporelli lo supo, exclamó:
-¡Galicanismo puro! Sin embargo, la administración galorromana es el mejor beneficio para los galos. Es necesaria para domar la turbulencia de los franceses. ¡Cuantas penurias para civilizarlos!...
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