Klaus Kinski: Herzog
Werner Herzog y Klaus Kinski en el set de Fitzcarraldo. |
Le dije a Herzog en Europa que se fuera a la mierda y le colgué el teléfono. Poco después empezó Fitzcarraldo sin mí, con alguien de Nueva York y Mick Jagger en el papel de amigo de Fitzcarraldo. Ahora viene a Los Angeles con el rabo entre las patas y me suplica que haga la película.
Después de unas cuatro semanas de rodar con el tipo de Nueva York, incluso Herzog, con su cerebro de imbécil, se ha dado cuenta de que ya puede tirar todo el material a la basura y empezar la película otra vez desde el principio. Por cuarta vez, ese bocazas ha visto a las claras que sin mí es un cero a la izquierda. Sin embargo, en Los Angeles intenta dármela con queso. Hago reescribir el contrato punto por punto, hasta que por fin, a medianoche, Herzog da su brazo a torcer y sale a toda pastilla de la oficina del abogado en Beverly Hills, dejándome el contrato firmado en blanco.
Minhoi y Nanhoi están en Marin County. Voy al encuentro de mi babyboy para abrazarle y besarle de nuevo antes de irme a Sudamérica y pasar tanto tiempo lejos de él.
Nanhoi se empeña en que le prometa dejar de fumar para siempre. Se lo prometo.
Los cinco meses en la selva de Perú son muy parecidos a los de hace diez años, cuando rodamos Aguirre. De nuevo son la total imprudencia, ineptitud, incapacidad, arrogancia y falta de escrúpulos de Herzog las que ponen en juego una y otra vez nuestra vida y amenazan con echar a rodar definitivamente el rodaje y provocar un desastre financiero. De nuevo alimenta a la compañía con una bazofia incomible que hace cocinar con manteca de cerdo. De nuevo falta lo más imprescindible para que los miembros del equipo conserven las fuerzas y estén a salvo de enfermedades y contagios peligrosos. De nuevo falta frutas, verduras y sobre todo agua potable. Soy el único que tiene especificada en el contrato una ración diaria de agua mineral, papaya y limones.
Y soy el único que, a ser posible, evita tragarse esa comida de cerdos; en cuanto tengo ocasión, me aso en una hoguera pescados del río, aves silvestres o un pato salvaje.
En cuanto Herzog huele el asado, se pega a mí como un moscardón y quiere zampárselo todo. Por mucho que le insulte y le injurie e incluso le amenace, en cuanto quiere algo de mí, vuelve a aparecer, como la malaria, como el pestazo que un montón de mierda desprende sin cesar.
Enumerar y describir con detalles todas las vejaciones y malos tragos que nos hizo pasar en la selva -el cretinismo total de Herzog, su desvergüenza, su desfachatez, su brutalidad, su estupidez, su megalomanía y su falta de talento-, así como las consecuencias de todo ello, resultaría verdaderamente vomitivo, y sería una imperdonable pérdida de tiempo y energías. Es el mismo montón de basura podrida de diez años atrás, aunque aún más imbécil, descerebrado, paralítico y criminal.
Día y noche lleva consigo un dietario de un estuche de cuero sujeto al cinturón, en el que anota sus observaciones mentirosas y fanfarronas sobre el rodaje. Además, ha contratado a un tipo que se hace llamar documentalista, Les Blank, que no piensa en otra cosa que en jalar y que tiene la misión de filmar un documental sobre Herzog. Ese tragaldabas es tan holgazán que se pasa el día durmiendo y se lo pierde todo.
Si alguna vez, por casualidad, aparece en el momento y lugar adecuados, tarda tanto tiempo en sujetar la cámara al trípode que cuando empieza a filmar ya no hay nada interesante. Nunca filma a mano alzada. Seguro que movería la imagen, pero el motivo principal sin duda es la propia cámara, que le resulta demasiado pesada e incómoda.
De nuevo Herzog y su cámara pasan semanas enteras sin lavarse. De nuevo la ropa se le queda rígida de tanta porquería. No es tierra, ni fango o lodo. ¡No: Porquería! Porquería suya: el sudor y la roña forman una masa untuosa que apesta como una bomba fétida incluso al aire libre. Ni siquiera cambian durante semanas, e incluso meses enteros, la fina pieza de cuero que se coloca sobre el borde de goma del objetivo, y que normalmente debe cambiarse diariamente por motivos higiénicos, hasta que llega a estar cubierta de una especie de moho gris negruzco y apesta de un modo tan insoportable que ya ni me acerco a la cámara. A eso se añaden una glotonería y una pereza francamente repugnantes; esos engendros duermen aún a las ocho o las nueve da la mañana, a pesar de que en la selva el día empieza a las tres de la madrugada, momento en que la luz más maravillosa y mágica revela la creación en su misteriosa fuerza y pureza.
Ante mis ojos, la selva se alza del seno de una niebla matinal de colores, de la misma manera que un cuerpo nace del vientre de la madre. Todo es nuevo, joven e inmaculado. Hasta ahora, ningún ser humano ha visto eso en la pantalla de un cine.
Hoy la niebla matinal es rosada, casi violeta. Me abro camino con el machete a través de la pared vegetal, hasta un lugar desde el que puedo ver, por encima del río, la escarpada orilla de enfrente, donde el pesado barco de trescientas cincuenta toneladas cuelga de un único cable de acero, como si se encaramase a las nubes rosadas y violáceas del cielo. Son las cuatro de la madrugada. Vuelvo corriendo al campamento a través de la selva y despierto a patadas a Herzog y su camarilla. Cuando Herzog ve con sus propios ojos lo que le he gritado en el oído, mueve por fin el culo y echa a correr a lo largo del río. Las cinco de la madrugada. En veinte minutos se deshará la niebla, y en la naturaleza nada se repite, nada es igual que la última vez. Conseguimos por los pelos filmar la toma que yo quería.
Y así sigue la cosa, día a día, durante cinco meses. Una y otra vez, tengo que negarme a seguir el horripilante texto que ha escrito Herzog y sus "instrucciones" de director aficionado. Tengo que forzarle a rodar cada una de las secuencias que deseo. Tengo que enseñar a ese imbécil de operador dónde tiene que colocar la cámara y decidir el objetivo y el enfoque. No "ensayo" ni una sola escena. Digo "¡acción!", y sólo lo hago una vez.
Ya estamos terminando la película. Unas pocas semanas más, y me libraré de ese insecto. La escena final la rodamos por anticipado en el barco, mientras navegamos por el Amazonas. Me hacen fumar un cigarro enorme. Estoy de pie en la cubierta del barco, cara al viento, que lanza contra mi cara y dentro de mis pulmones el humo negro que sale de la chimenea. Es el humo de los neumáticos que queman en la sala de máquinas, pues el barco, que se supone es de vapor, va impulsado en realidad por un motor Diesel. Cuando por fin está lista la secuencia, que filmamos con diferentes objetivos, tengo ganas de vomitar hasta la primera papilla. Me encuentro tan mal que estoy a punto de desmayarme. Y en eso se me acerca Herzog y me dice que quiere repetir la escena. ¡Ese perro sarnoso debe de haberse vuelto definitivamente loco! ¿"Quiere" que vuelva a pasar por el mismo infierno?! ¿¿¿¿y para qué???? ¡¡¡La escena ha salido perfecta, lo sé ¡!! ¡¡¡¡Y abasta!!!!
Le doy a Herzog una patada en la cara al estilo kung-fú, derribándolo. El fotógrafo quiere captar la escena, y le tiro una silla. El muy cobarde pone pies en polvorosa. A continuación, bajo al entrepuente para no tener que ver la estampa vomitiva de Herzog.
-¿Hacía falta que te pusieras así?- me pregunta esa calamidad ambulante después de bajar al entrepuente con el rabo entre las piernas.
-Ya veremos -le digo- Si quieres más palos, los tendrás.
-¿Estas dispuesto a seguir rodando?- lloriquea ese gusano.
-Pues claro, majadero -le digo- ¿Para qué te crees que estoy aquí?
Después de unas cuatro semanas de rodar con el tipo de Nueva York, incluso Herzog, con su cerebro de imbécil, se ha dado cuenta de que ya puede tirar todo el material a la basura y empezar la película otra vez desde el principio. Por cuarta vez, ese bocazas ha visto a las claras que sin mí es un cero a la izquierda. Sin embargo, en Los Angeles intenta dármela con queso. Hago reescribir el contrato punto por punto, hasta que por fin, a medianoche, Herzog da su brazo a torcer y sale a toda pastilla de la oficina del abogado en Beverly Hills, dejándome el contrato firmado en blanco.
Minhoi y Nanhoi están en Marin County. Voy al encuentro de mi babyboy para abrazarle y besarle de nuevo antes de irme a Sudamérica y pasar tanto tiempo lejos de él.
Nanhoi se empeña en que le prometa dejar de fumar para siempre. Se lo prometo.
Los cinco meses en la selva de Perú son muy parecidos a los de hace diez años, cuando rodamos Aguirre. De nuevo son la total imprudencia, ineptitud, incapacidad, arrogancia y falta de escrúpulos de Herzog las que ponen en juego una y otra vez nuestra vida y amenazan con echar a rodar definitivamente el rodaje y provocar un desastre financiero. De nuevo alimenta a la compañía con una bazofia incomible que hace cocinar con manteca de cerdo. De nuevo falta lo más imprescindible para que los miembros del equipo conserven las fuerzas y estén a salvo de enfermedades y contagios peligrosos. De nuevo falta frutas, verduras y sobre todo agua potable. Soy el único que tiene especificada en el contrato una ración diaria de agua mineral, papaya y limones.
Y soy el único que, a ser posible, evita tragarse esa comida de cerdos; en cuanto tengo ocasión, me aso en una hoguera pescados del río, aves silvestres o un pato salvaje.
En cuanto Herzog huele el asado, se pega a mí como un moscardón y quiere zampárselo todo. Por mucho que le insulte y le injurie e incluso le amenace, en cuanto quiere algo de mí, vuelve a aparecer, como la malaria, como el pestazo que un montón de mierda desprende sin cesar.
Enumerar y describir con detalles todas las vejaciones y malos tragos que nos hizo pasar en la selva -el cretinismo total de Herzog, su desvergüenza, su desfachatez, su brutalidad, su estupidez, su megalomanía y su falta de talento-, así como las consecuencias de todo ello, resultaría verdaderamente vomitivo, y sería una imperdonable pérdida de tiempo y energías. Es el mismo montón de basura podrida de diez años atrás, aunque aún más imbécil, descerebrado, paralítico y criminal.
Día y noche lleva consigo un dietario de un estuche de cuero sujeto al cinturón, en el que anota sus observaciones mentirosas y fanfarronas sobre el rodaje. Además, ha contratado a un tipo que se hace llamar documentalista, Les Blank, que no piensa en otra cosa que en jalar y que tiene la misión de filmar un documental sobre Herzog. Ese tragaldabas es tan holgazán que se pasa el día durmiendo y se lo pierde todo.
Si alguna vez, por casualidad, aparece en el momento y lugar adecuados, tarda tanto tiempo en sujetar la cámara al trípode que cuando empieza a filmar ya no hay nada interesante. Nunca filma a mano alzada. Seguro que movería la imagen, pero el motivo principal sin duda es la propia cámara, que le resulta demasiado pesada e incómoda.
De nuevo Herzog y su cámara pasan semanas enteras sin lavarse. De nuevo la ropa se le queda rígida de tanta porquería. No es tierra, ni fango o lodo. ¡No: Porquería! Porquería suya: el sudor y la roña forman una masa untuosa que apesta como una bomba fétida incluso al aire libre. Ni siquiera cambian durante semanas, e incluso meses enteros, la fina pieza de cuero que se coloca sobre el borde de goma del objetivo, y que normalmente debe cambiarse diariamente por motivos higiénicos, hasta que llega a estar cubierta de una especie de moho gris negruzco y apesta de un modo tan insoportable que ya ni me acerco a la cámara. A eso se añaden una glotonería y una pereza francamente repugnantes; esos engendros duermen aún a las ocho o las nueve da la mañana, a pesar de que en la selva el día empieza a las tres de la madrugada, momento en que la luz más maravillosa y mágica revela la creación en su misteriosa fuerza y pureza.
Ante mis ojos, la selva se alza del seno de una niebla matinal de colores, de la misma manera que un cuerpo nace del vientre de la madre. Todo es nuevo, joven e inmaculado. Hasta ahora, ningún ser humano ha visto eso en la pantalla de un cine.
Hoy la niebla matinal es rosada, casi violeta. Me abro camino con el machete a través de la pared vegetal, hasta un lugar desde el que puedo ver, por encima del río, la escarpada orilla de enfrente, donde el pesado barco de trescientas cincuenta toneladas cuelga de un único cable de acero, como si se encaramase a las nubes rosadas y violáceas del cielo. Son las cuatro de la madrugada. Vuelvo corriendo al campamento a través de la selva y despierto a patadas a Herzog y su camarilla. Cuando Herzog ve con sus propios ojos lo que le he gritado en el oído, mueve por fin el culo y echa a correr a lo largo del río. Las cinco de la madrugada. En veinte minutos se deshará la niebla, y en la naturaleza nada se repite, nada es igual que la última vez. Conseguimos por los pelos filmar la toma que yo quería.
Y así sigue la cosa, día a día, durante cinco meses. Una y otra vez, tengo que negarme a seguir el horripilante texto que ha escrito Herzog y sus "instrucciones" de director aficionado. Tengo que forzarle a rodar cada una de las secuencias que deseo. Tengo que enseñar a ese imbécil de operador dónde tiene que colocar la cámara y decidir el objetivo y el enfoque. No "ensayo" ni una sola escena. Digo "¡acción!", y sólo lo hago una vez.
Ya estamos terminando la película. Unas pocas semanas más, y me libraré de ese insecto. La escena final la rodamos por anticipado en el barco, mientras navegamos por el Amazonas. Me hacen fumar un cigarro enorme. Estoy de pie en la cubierta del barco, cara al viento, que lanza contra mi cara y dentro de mis pulmones el humo negro que sale de la chimenea. Es el humo de los neumáticos que queman en la sala de máquinas, pues el barco, que se supone es de vapor, va impulsado en realidad por un motor Diesel. Cuando por fin está lista la secuencia, que filmamos con diferentes objetivos, tengo ganas de vomitar hasta la primera papilla. Me encuentro tan mal que estoy a punto de desmayarme. Y en eso se me acerca Herzog y me dice que quiere repetir la escena. ¡Ese perro sarnoso debe de haberse vuelto definitivamente loco! ¿"Quiere" que vuelva a pasar por el mismo infierno?! ¿¿¿¿y para qué???? ¡¡¡La escena ha salido perfecta, lo sé ¡!! ¡¡¡¡Y abasta!!!!
Le doy a Herzog una patada en la cara al estilo kung-fú, derribándolo. El fotógrafo quiere captar la escena, y le tiro una silla. El muy cobarde pone pies en polvorosa. A continuación, bajo al entrepuente para no tener que ver la estampa vomitiva de Herzog.
-¿Hacía falta que te pusieras así?- me pregunta esa calamidad ambulante después de bajar al entrepuente con el rabo entre las piernas.
-Ya veremos -le digo- Si quieres más palos, los tendrás.
-¿Estas dispuesto a seguir rodando?- lloriquea ese gusano.
-Pues claro, majadero -le digo- ¿Para qué te crees que estoy aquí?
8 comentarios:
01:48
eso lo escribio realmente kinski?
09:12
Exacto, eso lo escribió realmente Kinski, aparece en el libro YO NECESITO AMOR. Tusquets Editores, 1995, España.
Gracias por la lectura.
23:25
Me parece genial la actitud de Kinski. A veces hay que ubicar a la fuerza a los idiotas.
Jorge O.
17:21
dijo eso y mucho maás!! lean el libro es genial.
"Los hombres son como hace mil años
receptáculos de vicios..
solo al morir y ser pasto de los gusanos, se encuentran en su elemento"
mi pregunta es: ésta frase aparece en el comienzo del libro..es de él ?
saludos. Luciana.
08:28
Hola, felicidades por el blog, en primer lugar, gracias por tomarte tanto trabajo
Estoy escribiendo un post sobre los últimos documentales de Werner Herzog y voy a incluir un enlace a esta entrada en la parte que habla de Mi enemigo íntimo, el documental que hizo sobre Kinski.
Bienvenido a la isla de Milton!
http://miltonisland.wordpress.com
09:53
Perfecto. Un abrazo.
01:52
Si Luciana, pero tampoco es tanto esa frase.
Sergio
10:10
iRREVERENTE ACTOR SER HUMANO,QUE VIVIO SU VIDA A MIL POR HORA SIN ESCATIMAR ESCRUPULOS,BIEN DESCRITO EN SUS LIBROS BASADOS EN SU VIDA Y TAL PARECE QUE ASI COMO ACTUABA EN CINE , EN GRAN PARTE FUE SU VIDA COTIDIANA. DIRIA YO RESCATABLE POR SU SINCERIDAD DESCRIPTIVA Y PROFANO EN SU VIVIR.TAL VEZ MUCHOS QUISIERAMOS SER INFORMALES Y DEJAR QUE LA VIDA SIMPLEMENTE TRANSCURRA SIN IMPORTAR PUDORES,PERO SOLO KINSKI LO HIZO REALMENTE.
Publicar un comentario