González Vera: La pelea
Artidoro Israel caracterizábase por su nariz más que aguileña y su manía gesticulatoria. Tenía piernas de hombre pequeño y talle de grande; andando era bajo: sentado veíase bajo.
En su tenducho de muebles trabajaba con su mujer de cabellera rubia, mirar triste, piel sonrosada y formas opulentas que impedían, a quien la mirase, todo desvío vegetariano.
Artidoro ya no tenía perspectiva y amaba, por sobre todo, el box. Gustábale ir a las peleas, aplaudir los golpes certeros y celebrar las argucias de los campeones.
Un sábado, porque no lo guardaba ni sabía gozar de la contemplación, salió del Hipódromo Circo casi delirante. Marchaba con la multitud. Los demás transmitían sus impresiones a gritos, ayudándose con toda suerte de ademanes; tropezando en los baches, tomándose de las solapas, dando a la voz diversas entonaciones y entrando a las tabernas en donde, con los licores, el común entusiasmo se vigorizaba.
Artidoro también penetró a un bar con dos conocidos; también bebió y los fue a encaminar hasta la garita de los tranvías. Desanduvo el camino; le sobraban deseos de comentar la pelea, de vaciar sus emociones. ¿A quién confiarlas a esa hora?
Junto a la mole dormida y amarillenta de la estación, aguardaban los vehículos a no se sabe qué tren. A la entrada del puente mozos vagos rumiaban peligrosos pensamientos.
Dejó atrás el puente. Eran raros los transeúntes y, por lo intenso del frío, iban con sus cuellos alzados y las manos perdidas en los bolsillos.
Al llegar a la esquina halló a su amigo Juan Ramírez que, con un maletín en la diestra, aguardaba el tranvía.
-¿Qué haces?
-Vengo de Valparaíso.
-¿Sigamos a pie? ¡Espléndido! Ah, no sabes lo que has perdido; si hubieras visto. Eso sí que se llama encuentro -Artidoro tomó el lado externo de la acera. Con sus gestos hacía que Ramírez se detuviera o aminorase el paso. Cada tanto lo apretujaba contra el muro. Ramírez le seguía con simulada atención.
-Sí, sí, ah -eran sus respuestas.
-El más gallo resultó ¿adivina quién? Pues, Narváez. Fíjate: en la primera vuelta le entró un recto al corazón. ¿Sabes con qué objeto? Para fatigarlo. Eso es. El chato Vergara le enderezó uno a la oreja, de escaso efecto.
Tal vez para ilustrar el relato le aplicó a Ramírez un golpe sintético en el pecho. Habían dejado atrás el Convento de las Carmelitas. La garúa, insidiosamente, comenzó a tupir.
-Pero si yo no soy Vergara -contestó Ramírez en tono fingidamente jovial.
Artidoro pudo no oír o si oyó no quiso recoger el dejo de hastío que la voz de su amigo ponía en las palabras. El virtuoso del box relataba la segunda vuelta. Ramírez quería llegar a su casa y meterse entre las sábanas porque, fuera del cansancio, tiritaba.
-Ocurrió algo increíble -agregó el obsesionado Artidoro-. Al parecer Narváez no tenía tiempo de atacar. Iba de una punta a otra de los cordeles, a la defensiva. Vergara se la tragó y arremetía firme con golpes largos y cortos que el otro anulaba de manera mágica. ¡Qué buena defensa tiene el condenado! Todos los movimientos precisos, justos. Detenía con seguridad los rectos, que menudeaban, y los golpes al estómago. Vergara es acometedor, pero medio inocente. Acezaba. Y la gente, la galería estuvo repleta, aplaudía como mala de la cabeza.
"Comienza la otra vuelta. Vergara se abalanza una y otra vez. ¡Es contra nada! Narváez sigue parando los golpes. La picantería protesta y grita a Narváez que haga pelea, pero éste continúa cansando a Vergara sin considerar los gritos. También se anota Vergara esta vuelta. Ya el pobre no da más. El hijuna de Narváez está fresquito. ¡Qué sinvergüenza más grande!
"Suena la campana; no cesa la gritería porque no comprenden el juego de Narváez. Este le asesta, por fin, varios puñetazos. Vergara se tambalea. Por suerte para él vuelve a sonar la campana. El round es de Narváez que se muestra tan animoso como al principio. El pobre Vergara está con una ceja partida y las mandíbulas como bofes. Anda desatentado.
"Empieza otra vez la pelea. Narváez hace un lindo juego de piernas. Se estrella contra Vergara; le endereza un bofetón, se aleja, repite el mazazo. Y así. La galería ni chista. Es un tremendo silencio en el que sólo brillan montones de ojos. Vergara está para nunca".
A la vez que relata, toma a su amigo de las solapas, lo empuja contra la pared, lo detiene y los golpes más notables se los aplica, por suerte, disminuidos.
Juan Ramírez, flaquísimo, avanza, se desvía unos pasos o se enfrenta temeroso al apasionado narrador, no precisamente porque la emoción lo embargue. No. Está más cansado aún y muy aburrido. Si no fuera tímido ya le habría dicho a su amigo que lo dejase en paz.
La pasión de Artidoro, desmesurada según él, lo embaraza y, aunque de mala gana, prosigue escuchándole y esquiva, lo que para desventura suya no logra siempre, los golpes demostrativos.
Se extiende un helado silencio y una neblina densa, que van borrando el perfil de las casas, el de la calle misma. Caminan en un limbo.
Juan Ramírez apresura el paso, hace quites y movimientos estratégicos. Artidoro no se percata, ya porque se tome de su brazo, ya porque con ambas manos lo sujete.
"Viene la quinta vuelta. En balde le echan agua al chato Vergara, le abanican y le hablan al oído. Está en la silla sin ánimo, más ausente que un bulto. Se levanta al fin. Va contra Narváez y quedan en clinche dos o tres veces. Narváez le entra golpes ligeros. Parece dispuesto a prolongar la pelea y ahí viene lo inesperado: Vergara le asesta un puñetazo en la barba, ¡tan descomunal! que consigue levantarlo. Le cuentan hasta ocho. La gente aplaude a rabiar. Narváez se recoge, brinca y se va de un viaje sobre Vergara. Es una granizada. Vergara no ve, casi no se defiende, ofuscado por los puños, que no le parecen dos sino diez, pues le caen por todas partes. Por último le encaja tres golpes al mentón, así…"
La pasión, y la visión de lo que ha visto, indúrenlo a reproducirlos en Juan Ramírez, que cae desvanecido.
Artidoro se alarma, se inclina hacia su compañero, llamándole, lastimero:
-¡Juan, Juancito! ¿Qué te he hecho? ¡Responde, soy tu amigo!
Cuento de: José Santos González Vera del libro "La copia y otros originales" Editorial Nascimento, Santiago, 1961.
En su tenducho de muebles trabajaba con su mujer de cabellera rubia, mirar triste, piel sonrosada y formas opulentas que impedían, a quien la mirase, todo desvío vegetariano.
Artidoro ya no tenía perspectiva y amaba, por sobre todo, el box. Gustábale ir a las peleas, aplaudir los golpes certeros y celebrar las argucias de los campeones.
Un sábado, porque no lo guardaba ni sabía gozar de la contemplación, salió del Hipódromo Circo casi delirante. Marchaba con la multitud. Los demás transmitían sus impresiones a gritos, ayudándose con toda suerte de ademanes; tropezando en los baches, tomándose de las solapas, dando a la voz diversas entonaciones y entrando a las tabernas en donde, con los licores, el común entusiasmo se vigorizaba.
Artidoro también penetró a un bar con dos conocidos; también bebió y los fue a encaminar hasta la garita de los tranvías. Desanduvo el camino; le sobraban deseos de comentar la pelea, de vaciar sus emociones. ¿A quién confiarlas a esa hora?
Junto a la mole dormida y amarillenta de la estación, aguardaban los vehículos a no se sabe qué tren. A la entrada del puente mozos vagos rumiaban peligrosos pensamientos.
Dejó atrás el puente. Eran raros los transeúntes y, por lo intenso del frío, iban con sus cuellos alzados y las manos perdidas en los bolsillos.
Al llegar a la esquina halló a su amigo Juan Ramírez que, con un maletín en la diestra, aguardaba el tranvía.
-¿Qué haces?
-Vengo de Valparaíso.
-¿Sigamos a pie? ¡Espléndido! Ah, no sabes lo que has perdido; si hubieras visto. Eso sí que se llama encuentro -Artidoro tomó el lado externo de la acera. Con sus gestos hacía que Ramírez se detuviera o aminorase el paso. Cada tanto lo apretujaba contra el muro. Ramírez le seguía con simulada atención.
-Sí, sí, ah -eran sus respuestas.
-El más gallo resultó ¿adivina quién? Pues, Narváez. Fíjate: en la primera vuelta le entró un recto al corazón. ¿Sabes con qué objeto? Para fatigarlo. Eso es. El chato Vergara le enderezó uno a la oreja, de escaso efecto.
Tal vez para ilustrar el relato le aplicó a Ramírez un golpe sintético en el pecho. Habían dejado atrás el Convento de las Carmelitas. La garúa, insidiosamente, comenzó a tupir.
-Pero si yo no soy Vergara -contestó Ramírez en tono fingidamente jovial.
Artidoro pudo no oír o si oyó no quiso recoger el dejo de hastío que la voz de su amigo ponía en las palabras. El virtuoso del box relataba la segunda vuelta. Ramírez quería llegar a su casa y meterse entre las sábanas porque, fuera del cansancio, tiritaba.
-Ocurrió algo increíble -agregó el obsesionado Artidoro-. Al parecer Narváez no tenía tiempo de atacar. Iba de una punta a otra de los cordeles, a la defensiva. Vergara se la tragó y arremetía firme con golpes largos y cortos que el otro anulaba de manera mágica. ¡Qué buena defensa tiene el condenado! Todos los movimientos precisos, justos. Detenía con seguridad los rectos, que menudeaban, y los golpes al estómago. Vergara es acometedor, pero medio inocente. Acezaba. Y la gente, la galería estuvo repleta, aplaudía como mala de la cabeza.
"Comienza la otra vuelta. Vergara se abalanza una y otra vez. ¡Es contra nada! Narváez sigue parando los golpes. La picantería protesta y grita a Narváez que haga pelea, pero éste continúa cansando a Vergara sin considerar los gritos. También se anota Vergara esta vuelta. Ya el pobre no da más. El hijuna de Narváez está fresquito. ¡Qué sinvergüenza más grande!
"Suena la campana; no cesa la gritería porque no comprenden el juego de Narváez. Este le asesta, por fin, varios puñetazos. Vergara se tambalea. Por suerte para él vuelve a sonar la campana. El round es de Narváez que se muestra tan animoso como al principio. El pobre Vergara está con una ceja partida y las mandíbulas como bofes. Anda desatentado.
"Empieza otra vez la pelea. Narváez hace un lindo juego de piernas. Se estrella contra Vergara; le endereza un bofetón, se aleja, repite el mazazo. Y así. La galería ni chista. Es un tremendo silencio en el que sólo brillan montones de ojos. Vergara está para nunca".
A la vez que relata, toma a su amigo de las solapas, lo empuja contra la pared, lo detiene y los golpes más notables se los aplica, por suerte, disminuidos.
Juan Ramírez, flaquísimo, avanza, se desvía unos pasos o se enfrenta temeroso al apasionado narrador, no precisamente porque la emoción lo embargue. No. Está más cansado aún y muy aburrido. Si no fuera tímido ya le habría dicho a su amigo que lo dejase en paz.
La pasión de Artidoro, desmesurada según él, lo embaraza y, aunque de mala gana, prosigue escuchándole y esquiva, lo que para desventura suya no logra siempre, los golpes demostrativos.
Se extiende un helado silencio y una neblina densa, que van borrando el perfil de las casas, el de la calle misma. Caminan en un limbo.
Juan Ramírez apresura el paso, hace quites y movimientos estratégicos. Artidoro no se percata, ya porque se tome de su brazo, ya porque con ambas manos lo sujete.
"Viene la quinta vuelta. En balde le echan agua al chato Vergara, le abanican y le hablan al oído. Está en la silla sin ánimo, más ausente que un bulto. Se levanta al fin. Va contra Narváez y quedan en clinche dos o tres veces. Narváez le entra golpes ligeros. Parece dispuesto a prolongar la pelea y ahí viene lo inesperado: Vergara le asesta un puñetazo en la barba, ¡tan descomunal! que consigue levantarlo. Le cuentan hasta ocho. La gente aplaude a rabiar. Narváez se recoge, brinca y se va de un viaje sobre Vergara. Es una granizada. Vergara no ve, casi no se defiende, ofuscado por los puños, que no le parecen dos sino diez, pues le caen por todas partes. Por último le encaja tres golpes al mentón, así…"
La pasión, y la visión de lo que ha visto, indúrenlo a reproducirlos en Juan Ramírez, que cae desvanecido.
Artidoro se alarma, se inclina hacia su compañero, llamándole, lastimero:
-¡Juan, Juancito! ¿Qué te he hecho? ¡Responde, soy tu amigo!
Cuento de: José Santos González Vera del libro "La copia y otros originales" Editorial Nascimento, Santiago, 1961.
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