Juan- Jacobo Bajarlía: Monteagudo

Juan- Jacobo Bajarlía: Monteagudo

un detective para
Monteagudo

Simón Bolívar es el primer detective
de la emancipación americana.
El lector hallará esta desconcertante dimensión del prócer
en el relato histórico de Juan-Jacobo Bajarlía,
basado en los hechos reales del misterioso asesinato.

Monteagudo tenía treinta y ocho años. Era alto, de rostro contundente y apolíneo. Conocía el secreto de las plantas y sabía en qué momento podía rendirse una mujer. Le gustaba hablar, jugar con las palabras, descerrajar conceptos como balas. En cuatro años había concretado en el Perú lo que otros gobiernos realizaban en veinte. Sánchez Carrión y Riva Agüero (sus enemigos de siempre) veían en él una naturaleza demoníaca. Para probar este cargo, señalaban la serie infinita de muertes y desapariciones de españoles, decretada por él. (Los historiadores dirán luego que de diez mil "peninsulares" a la llegada de Monteagudo como ministro de San Martín, sólo quedaron cuatro por un azar inexplicable). Lo que sus enemigos no confesaban es que Monteagudo vivía obsesionado por la idea de la libertad. Acaso ninguno como él sintió tan patológicamente el asedio de esta introyección que lo llevaba a la neurosis. Pero su neurosis no fue la del histerismo del que nos hablara Ramos Mejía, sino la del machismo que juega a cara o cruz con la muerte. La noche en que lo asesinaron en una calle de Lima, el 28 de enero de 1825, sabía que conspiraban contra él. Pero su temeridad en la esperanza de desenmascarar a los conjurados, lo había empujado hacia la casa de Juana Salguero, una de sus tantas amantes, en donde solían reunirse el coronel Torrico y otros oficiales del ejército, amigos de Sánchez Carrión, ministro entonces de Bolívar. Tenía conciencia de la gravedad que asumía. Pero estaba seguro de que en el juego de la libertad, la muerte sólo es un fantasma.
Al salir de su despacho en la casa de gobierno (Monteagudo era entonces secretario de Bolívar), las calles de Lima, perdidas en un laberinto tortuoso y silencioso, le infundieron extrañas sensaciones. La luna, espectadora, una vez más, del crimen, brillaba apenas sobre esos signos sin aceras por donde Monteagudo iniciaba la parábola de su muerte. Iba solo, sin escolta, penetrando la conocida penumbra con el ritmo nervioso que le era peculiar. Al enfrentar la iglesia de San Juan de Dios, oyó unos pasos que avanzaban sigilosamente. Detuvo su marcha como para adoptar una actitud de defensa, y en ese instante un desconocido que había estado oculto detrás de un pilar, se le aproximó con estas palabras:
-Señor, no quisiera molestarlo, y desde ya le pido mil excusas. Pero, ¿sería usted tan dadivoso que me diera lumbre?
-¿Lumbre? Voy a ver si tengo. (Monteagudo buscó el yesquero en sus bolsillos. Se detuvo repentinamente). Pero… ¿quién eres?
El desconocido fingió humildad.
-Sólo le pedí lumbre, señor.
-¡Te he preguntado quién eres! insistió Monteagudo tomándolo furiosamente del cuello.
-Me llamo Ramón Moreira, señor.
-¿Y qué haces a estas horas por aquí?
-Iba para casa de Candelario Espinosa que es amigo mío.
-¡No es verdad! ¡Estás mintiendo!
-¡Se lo juro, señor!
Monteagudo que tenía fama de su rapidez demoníaca (esto sí, era verdad), apretaba ya la garganta del desconocido cuando una sombra, el negro Candelario Espinosa emergiendo también del pilar, se acercó velozmente y le asestó una puñalada en el pecho. No pudo evitar al asesino. Sólo observó un segundo antes, que la penumbra se hacía más densa en el contorno. Era la negrura del Calendario Espinosa que se sumaba a la oscuridad de la noche. Herido de muerte, Monteagudo, la mano al pecho, dio unos pasos para alcanzar al asesino. Pero su fuerza ya estaba desgarrada por el estertor de la muerte. Los criminales habían huido. Trató entonces de extraerse el puñal. Pero volvió a sentir esas extrañas sensaciones que lo acosaron al salir de su despacho. Y esta vez tenía un significado. El mismo era la libertad. Y él también sabía que la libertad no podía perecer por el golpe imprevisible del acero. Cuando la tos arrojó su bocanada, y gritó llenando la noche con la palabra más intensa de su rebeldía, acaso dijo: "Volveré con la libertad". Pero nadie lo oyó. Caído boca abajo, perdido irremisiblemente en la muerte, sólo hubo un testigo que calló para siempre: la luna silenciosa que salía y se ocultaba en la complicidad de las nubes.
La historia tiene un número ilimitado de connotaciones. Se me ocurre que una de ellas le adjudica el carácter de detective invisible. Acaso sea yo quien lo hace en este momento. Pero la muerte de Monteagudo tuvo su detection y su vengador.
Enterado Bolívar del asesinato, sugirió al juez instructor José de Espinar, que convocara a todos los afiladores de Lima. El prócer había observado que el puñal homicida estaba recién afilado. Verificó, asimismo, que la víctima no había sido despojada de sus valores. Se trataba, por tanto, de un crimen premeditado, sin conexión con el despojo, como se supuso en un primer momento. Si los afiladores reconocían el puñal, tendría una pista para esclarecer el crimen. Convocados éstos, uno de ellos, Juan Improbacio, italiano, de treinta años, demasiado culto para su oficio, reconoció el puñal.
-Ya recuerdo -expresó- Este puñal me fue traído por un negro. Dijo que era tallador y que lo necesitaba para terminar unas imágenes en madera que representaban a la sagrada familia. Me esperó hasta que lo afilé. Si estuviera en su presencia podría identificarlo en seguida. Era muy alto y bien parecido.
Bolívar tomó la providencia del caso. Comunicó el procedimiento a seguir, y el jefe del estado mayor dio un bando en el que ordenaba que "todos los criados de las casas y gentes de color" debían presentarse en las oficinas de la Mayoría a efectos de "recibir una boleta". El que no la tuviera después de las doce del día, sería juzgado como criminal. La estratagema dio resultado. Improbacio se ocultó detrás de un cortinado, frente a la mesa en el que el sargento mayor Juan Eligio Alsura debía tomar la filiación y extender las boletas. Comparecieron todos los criados de Lima. Blancos y negros. Inclusive, soldados de color, mendigos, vendedores callejeros. Habían desfilado unos doscientos cuando, de pronto, entró un negro vestido con cierto desaliño, alto, delgado, de mirada desdeñosa y el caminar un tanto rítmico,. Tenía voz potente y firme. Sus rasgos eran simétricos. (Alejandro Dumas hubiera dicho que era un Apolo de ébano).
-¿Cómo te llamas?- preguntó el sargento mayor.
El negro miró en derredor. Vio el cortinado. Presintió una celada y quiso huir. Apenas lo había pensado cuando Improbacio, descorriendo el cortinado, gritó:
-¡Es él! ¡Es el negro del cuchillo!
El negro dio un salto para ganar la puerta. Pero los soldados lo aprisionaron entre sus brazos mientras un tercero lo engrillaba en pocos segundos. Dijo que se llamaba Candelario Espinosa. Pero se encerró en las palabras de su nombre. Negó su intervención en el asesinato de Monteagudo y agregó que no lo conocía. Sin embargo, los días interminables, la humedad del calabozo, el hambre y el fantasma de su ejecución, lo hicieron cambiar de opinión. Se confesó culpable y delató a su cómplice, el zambo Ramón Moreira, Pero no dijo quiénes habían sidos sus instigadores. Bolívar, entonces (habían transcurrido algunos meses), mandó traer al negro a su presencia. Más que su ejecución le interesaba saber quién era el que había pagado el crimen. Sabía que los enemigos del gran argentino eran los suyos propios, y que era más importante el desenmascarar a éstos que mandar a la horca al negro Candelario. Cuando fue traído a su despacho, ordenó que le dieran de comer. Y el negro comió, devoró los platos como si en sueños hubieran absuelto a Tántalo, y hasta bebió un vaso de vino que le habían servido. Minutos después fue traído nuevamente en presencia de Bolívar. El diálogo fue breve.
-¿Sabías quién era el doctor Monteagudo?
Hubo un silencio. Después, una frase precipitada.
-Si señor. Él decretó en el Perú la libertad de los negros.
-¿Y por eso lo has matado?
Nuevo silencio. Luego una frase neutra.
-No quise hacerlo.
-¿Sabes que morirás en la horca?
Candelario tembló. Sintió que la digestión se le iba a la boca. Observó que todos los objetos se volvían oscuros. Que la atmósfera y el mismo Bolívar comenzaban a ennegrecer. Que todo era ya una esfera de negritud. Un funcionario presintió el desmayo y le acercó un frasco de sales. Candelario reaccionó. Los colores se restablecieron. Pensó que era un traidor que encubría una traición, y lloró. ¿Cómo era posible que hubiera asesinado al autor de la libertad de vientres en el Perú? El negro, que era inteligente, comprendió lo absurdo de su acción y se arrojó a los pies de Bolívar.
-Sólo te salvarás de la muerte- dijo éste-, si me das el nombre del instigador.
-¡Me mataran lo mismo!
-No, No habrá muerte contra ti si me dices quién fue el que pagó tu brazo. Nadie lo sabrá.
-¿Me da su palabra señor?
-Te lo prometo. Mi palabra es la misma ley.
Candelario quiso hablar y miró en derredor. Bolívar interpretó al negro e hizo salir a todos los funcionarios que presenciaron la escena. Después cerró las puertas y nadie oyó quién fue el instigador del asesino señalado por el negro. Bolívar, que había recibido la confesión, conmutó la pena de muerte por la de prisión, y se llevó a la tumba el secreto revelado por Candelario Espinosa. Pero la historia era, también, su vengador invisible. Lo que Bolívar calló, lo dijo a su modo este vengador.
Sánchez Carrión era ministro de Bolívar. Asesinado Monteagudo trató de ser presidente. Observó una conducta extraña. Trataba de huir de todo comentario sobre el crimen. Un día fue sorprendido en el instante en que acercaba a la llama de una candela el ejemplar de cierta ley que guardaba cuidadosamente. La ley era muy corta: declaraba paradójicamente "fuera de la ley" a Monteagudo. Había sido aprobada a pedido de Sánchez Carrión cuando éste era diputado. Junto con el ejemplar quemó, así mismo, un recorte de El Tribuno, donde comentando su propia ley, decía:

"Con razón está Monteagudo fuera de la ley y sin responsabilidad cualquiera que acometa su persona, cuando una imprudencia hasta hoy desconocida o su mala ventura lo conduzca a nuestras costas."

La ley y el comentario, significaba que cualquiera podía matar impunemente a Monteagudo en territorio peruano. Sánchez Carrión, por otra parte, unido a Riva Agüero, había promovido la revolución contra Monteagudo en tiempos de Torre Tagle, cuando San Martín conferenciaba con Bolívar en ese otro cónclave secreto de la historia que fue Guayaquil. Todo esto pesaba sobre la conciencia de Sánchez Carrión. Al acercar los papeles a la llama de la candela, pretendió quemar el pasado. Pero alguien lo vio. Y también fue un negro. Y este negro cuyo nombre se ha perdido, amaba la libertad y amaba a Monteagudo, el padre de la liberación. Comunicó el hecho a un soldado negro. Y éste al superior. Y de grado, subiendo las jerarquías, llegó la noticia a la casa de gobierno. Cuando Bolívar lo supo (la novedad consistía en la simple acción de quemar unos papeles que ya se conocían) sintió una repugnancia inexplicable. La delación inaudible de Candelario Espinosa (¿quién si no él?) adquirió una significación precisa. Los funcionarios lo hallaron, una mañana, preocupado y como si quisiera tomar una decisión definitiva y grave sobre un hecho que no pudieron adivinar.
Pero el vengador invisible estaba ahí, al lado de Bolívar, sobre su propia conciencia, jugando sádicamente con sus pensamientos. Podía hasta verlo fantasmagóricamente, tocarlo acaso, porque a veces tropezaba con cualquier cosa como si hubiera perdido el sentido desequilibrio. Un día, abrumado por el peso de la historia, acosado por ese impulso anónimo, comisionó a Sánchez Carrión para una labor en Trujillo. El ministro fue acompañado por el general Heres en cuya compañía estuvo cuarenta días con sus cuarenta noches. La primera cena, triunfal y fervorosa, fue celebrada con abundante vino. Pero en una de las copas, el general Heres condensó la del vengador: colocó un veneno y esperó. El tósigo era lento y seguro. Fue quitando paulatinamente las fuerzas de Sánchez Carrión. La primera noche se sintió exaltado. Brindó por los ejércitos libertadores. En la segunda noche padeció una cefalea que se disipó con el alba. A partir de la tercera, advirtió extrañamente que la debilidad ganaba su cuerpo. El médico que lo atendió recomendó descanso. Pero en la noche cuarenta, el tósigo lento, definitivo, lo mató. Nadie se explicó esta muerte. Tampoco había tiempo para andarse en conjeturas. La guerra de la emancipación de América no dejaba lugar al razonamiento. Sin embargo, el vengador invisible volvió sobre sus pasos para caer sobre el ejecutor de Sánchez Carrión. Y de esta manera, el general Heres también murió asesinado. La historia siempre se cobra sus crímenes, y a veces no revela el nombre del vengador.

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