enrique heine

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¡Bartolo, dame el escupidor!

a sígnora Leticia, joven rosa de cincuenta años, estaba en la cama, gorjeando y charlando con sus dos galanes, uno de las cuales estaba sentado en un taburete delante de ella, mientras que el otro, recostado en su amplio butacón, tocaba la guitarra. En la habitación contigua oíanse por momentos los sones de una dulce canción, alternando con los rumores de una más dulce risa. El marqués, con cierta pulida ironía que empleaba a veces, me presentó a la sígnora y a los dos caballeros, y advirtió que yo era el mismísimo Juan Enrique Heine, doctor en Derecho, que había logrado hacer su nombre famoso en la literatura jurídica alemana. Por desgracia, uno de aquellos caballeros era profesor en Bolonia y de la Facultad de Derecho, aunque su vientre rotundo, abovedado, parecía más bien calificarle para obtener un puesto en la trigonometría esférica. Después de un instante de vacilación, expliqué que no acostumbraba a publicar nada con mi verdadero nombre, sino con el nombre de Jarve. Y dije esto por modestia, citando el nombre de uno de los más tristes gusanillos de nuestra literatura jurídica que por ventura acudió a mi memoria. El boloñés lamentó no haber oído nunca antes ese nombre famoso -otro tanto, sin duda, te sucede a ti, caro lector-; pero expresó su confianza de que pronto extendería por todo el orbe el brillo de su ciencia. Dicho esto, se recostó en su sillón, rasgueó algunos acordes en la guitarra y cantó estos versos de Axur:
¡Oh, poderoso Brama!
Oye con benevolencia
El balbucir de la inocencia,
El balbucir, el balbucir…
Como el eco de un ruiseñor tiernamente burlón, oyese palpitar en la habitación contigua una melodía parecida.
Pero la sígnora Leticia empezó a trinar con finísimo discante:
Arden por ti mis mejillas,
Por ti laten mis arterias,
Vivo transida de amor.
Sólo por ti palpita mi corazón.
Y con voz de prosa grasienta, añadió:
-¡Bartolo, dame el escupidor!
Bartolo se levantó de su banquillo, enderezando sus secas piernas de madera, y presentó ceremonioso a la señora una vasija de porcelana azul, algo sucia.
Este segundo galán -como Gumpelino me advirtió en voz baja y en alemán-, era un famosísimo poeta, cuyos versos, aunque compuestos desde hacía más de veinte años, resuenan todavía por toda Italia embriagando a viejos y jóvenes con el suave ardor amoroso que en ellos alienta. Pero el tal poeta estaba convertido ahora en un pobre vejestorio de ojos pálidos en rostro ajado, de blancos pelillos ralos sobre vacilante cabeza y helada escasez en el mísero corazón. Esos pobre viejos poetas, de cuerpo sarmentoso, se parecen a las viñas que vemos en invierno sobre las heladas colinas; resecas y peladas, tiemblan al viento y se inclinan bajo el peso de la nieve, mientras que el dulce licor que antaño extrajo de ellas enciende en remotos países los corazones báquicos. ¿Quién sabe? Cuando el lagar de los pensamientos, la máquina de imprimir, haya prensado, hasta agotarlo, mi cerebro y mi viejo ingenio embotellado se amontone en las bodegas editoriales de Hoffmann y Campe, entonces quizá yo, tenue y mísero como el pobre Bartolo, estaré sentado en un taburete, junto al lecho de una vieja innamorata, y obediente a los mandatos de la dama, le ofreceré reverente el vaso de escupir.

Enrique Heine, Cuadros de viaje, Espasa Calpe, colección Austral, 1950.

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