ramón díaz eterovic

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EL REGRESO

La historia se la escuché al abuelo en dos ocasiones, y en ambas me quedó la impresión que el alcohol lo obligaba a decir más palabras de las deseadas. La primera fue durante la celebración de un cumpleaños. Cumplía siete años y mi nariz apenas sobrepasaba el alto de la mesa sobre la cual se posaban los vasos de caña y los naipes raídos del truco. Fue en 1913, dijo el abuelo, alisando el cabello cano que aún le tapaba la frente. El hombre -al que llamaban Senkovic- llegó esa mañana de enero en un vapor que había demorado un mes en unir el puerto de Santos con Punta Arenas. La ciudad era entonces un caserío avivado por el comercio y las lenguas entrecruzadas de los inmigrantes. No portaba otro equipaje más que un pilchero de lona gris y con pasos resueltos se dirigió a la búsqueda del hotel Kosmos, cuya dirección traía anotada al reverso de un sobre.
-Busco a Lorenza Domic- dijo al hombre que acababa de inscribir su nombre en el registro del hotel.
-¿La mujer de Roko Bonacic?- preguntó el encargado, buscando en la mirada de Senkovic una confirmación a su interrogante.
-Sí, Lorenza Domic- contestó el croata arrastrando las palabras. Su rostro se mantuvo imperturbable y sólo ensayó una sonrisa cuando el encargado, luego de explicarle que ella ya no vivía en el hotel, le alcanzó un papel con una dirección.
He esperado un largo año para llegar y aún puedo hacerlo algunas horas más, se dijo Senkovic, observando a los hombres que bebían en el bar del hotel. Decidió imitarlos y entró al salón buscando un rincón apartado de la barra. Pidió una copa de vino y un cigarro. Mientras le servían, sacó de su chaqueta una billetera de cuero y hurgó en ella hasta dar con una foto descolorida. Se quedó viendo el rostro de una mujer rubia, joven y tal vez bonita. El mozo llegó a su lado con el pedido, pero no se atrevió a interrumpirlo. Senkovic estaba absorto en la foto y sus labios se movían murmurando palabras sordas. Luego de un rato, guardó la foto y extendió sobre el mesón una carta arrugada. La leyó un par de veces y enseguida, dándose cuenta de la copa que le habían servido, la cogió y bebió el vino de un solo y profundo trago. Después encendió el cigarrillo y fumó pausadamente contemplando su rostro demacrado en el espejo del mesón.
Esa primera vez la historia del abuelo llegó hasta ahí. Los ojos se me cerraron y mi cabeza se recostó sobre las piernas de mi padre. La segunda vez que oí hablar de Senkovic fue la noche que velaron a la abuela. En mi memoria retenía su nombre y me producía curiosidad recordar que en todas las ocasiones que intentaba hacer repetir su historia al abuelo, su rostro se ensombrecía y un mutismo intransigente se apoderaba de sus palabras. Esa noche sin embargo, mi inquietud tuvo respuesta. El abuelo cerró sus ojos agotados y se puso a hablar con la calma de quien recorre un cuaderno viejo.
Senkovic esperó que las primeras sombras se dejaran caer sobre la ciudad antes de abandonar el hotel. Sólo algunas calles tenían iluminación y eso, unido al lodo que se pegaba en las botas, dificultaba su andar. Se detuvo frente a la puerta de una casa pequeña. Verificó la dirección anotada en el papel que le diera el encargado del hotel y golpeó con fuerza. Dentro de la casa se escuchó un murmullo de pasos, alguien descorrió el visillo de la única ventana que daba a la calle y al poco rato se entreabrió la puerta.
-Déjame entrar, Lorenza. Soy Boiko- dijo, contemplando a la mujer rubia de la foto. La puerta se abrió por completo y él entró a la casa, recorriendo con la mirada cada uno de sus rincones. La mujer lo vio caminar, observar algunos retratos, y cuando lo volvió a tener enfrente lo invitó a sentarse. Se quedaron en silencio, aquilatando la sorpresa y el temor.
-Recibí tu carta, mujer.
-No debiste venir, Boiko. Ya no te pertenezco.
-Eso decía tu carta, pero no lo creí. Teníamos un pacto. Tú te venías con tu padre y yo después, cuando pudiera.
-Cambiaron las cosas, Boiko.
-No para mí- dijo Senkovic y luego, como si el suyo hubiera sido un regreso habitual, agregó-. Dame de comer, mujer. Tengo hambre.
Lorenza se dirigió a la estufa y destapó una cacerola. Sirvió comida en un plato y lo dejó frente a Senkovic. Lo observó comer evitando su mirada, y cuando éste terminó de limpiar el plato con un trozo de pan, volvió a hablar.
-Roko no tarda en llegar. Debes irte.
-No viajé tantos días sólo por un plato de puchero.
-Mi padre enfermó apenas llegamos. Quedé huérfana en una ciudad desconocida.
-Aguardaré.
Algo en el murmullo de voces que llegaba desde el interior alertó a Roko Bonacic cuando llegó a la puerta de su casa. Dejó en el suelo el saco de carne que traía después de una jornada de trabajo en el matadero e introdujo la llave en la cerradura. Los hombres no se conocían, pero les bastó una mirada para entender lo que acontecía. Lorenza intentó acercarse a Bonacic, pero éste, con un gesto le ordenó retirarse a un rincón, se despojó de su abrigo y desde un costado del cinturón extrajo un cuchillo. Se arremangó y esperó a pie firme los movimientos de Senkovic.
Era el instante que Boiko Senkovic había imaginado cada noche del viaje, y al sacar de su chaqueta una navaja, le pareció repetir un acto largamente ensayado. Blandió el arma y avanzó hacia su rival. La lucha fue breve. Los filos rasgaron el aire. Senkovic sintió un fuego que abría su hombro izquierdo y la seguridad de su navaja cortando el vientre de Bonacic.
Eso sucedió en 1913. El cuerpo de Bonacic fue abandonado en un basural vecino a la casa. Al día siguiente unos peones encontraron el cadáver y la muerte se atribuyó a un asalto. En uno de los diarios de la ciudad alguien escribió una carta protestando por la inseguridad de los ciudadanos y la viuda guardó un año de luto antes de casarse con Senkovic. Vivieron juntos hasta 1958, año en que mi abuela Lorenza falleció.

2 comentarios:

es verdad la historia?

Anónimo dijo...
11:03
 

ez berdá laiztoria?