Gonzalo Arango: La locura del poder
Esta mañana , sin razón alguna, me sentí candidato a la presidencia de la República.
El día era bello, soleado, las flores henchían el aire con un tumulto de perfumes.
El color de los cerros espejeaba sobre la ciudad, verde-luz-de-esperanza.
Era, para decirlo simplemente, uno de esos días amables en que todo puede suceder: desde ganarse una lotería sin comprarla, hasta ser candidato presidencial.
Los astros me eran propicios.
Aunque me sentía feliz no pude soportar el tremendo peso que la vida descarga sobre las espaldas de los elegidos: ¡la responsabilidad del Poder!
Fui al baño con el fin de mirarme al espejo a ver qué tal me sentaba la gloria.
Debo reconocer, humildemente, que me luce.
Pasé una hora, o tal vez dos, ensayando gestos frente al espejo, actitudes trascendentales de esas que llaman "históricas".
Pasaba con enorme elasticidad de la depresión al éxtasis, del júbilo al abatimiento, de la pose despreocupada a la del pensador profundo.
Tomé la cosa tan en serio que olvidé completamente el espejo, el baño, y quién era yo. Entonces asumí mi papel de candidato ante los ejércitos de partidarios que en ese momento desfilaban ante la tribuna jurando fidelidad hasta la victoria o hasta la muerte, ¡oh embriaguez del Poder!
Aquello fabuloso evocaba el heroísmo homérico, la apoteosis de un Dios, el tributo que rinden los pueblos a los inmortales.
Transportado a las alturas del hombre endiosado por el mito, levanté las manos como hacen las reinas de belleza, y formando con dos dedos una invencible V de victoria, juré ante las masas pan y paraíso, glorioso emblema del partido.
El júbilo de corazones hambrientos estalló atronador y ascendió alo cielo eclipsando el azul.
Faltaron nubes al infinito para cabalgar sobre los ecos de la Revolución, plegarias del pueblo a los dioses crueles del Poder.
Pero el poder es un honor que cuesta, y sobre todo fatiga. Me sentía al borde de mis fuerzas.
Para cerrar con broche de bronce la epopeya de mi ascenso al solio, cerré el puño en furioso ademán de líder y lo agité violentamente en el aire electrizado de protestas…
Entonces sucedió algo extraordinario, sublime. Mi rostro presidencial, completamente ensangrentado, se hizo astillas en el espejo.
Mis compatriotas aterrorizados ante el drama histórico que se desarrollaba en ese momento me metieron apresuradamente en una ambulancia y me llevaron al manicomio, donde escribo esta fábula.
El color de los cerros espejeaba sobre la ciudad, verde-luz-de-esperanza.
Era, para decirlo simplemente, uno de esos días amables en que todo puede suceder: desde ganarse una lotería sin comprarla, hasta ser candidato presidencial.
Los astros me eran propicios.
Aunque me sentía feliz no pude soportar el tremendo peso que la vida descarga sobre las espaldas de los elegidos: ¡la responsabilidad del Poder!
Fui al baño con el fin de mirarme al espejo a ver qué tal me sentaba la gloria.
Debo reconocer, humildemente, que me luce.
Pasé una hora, o tal vez dos, ensayando gestos frente al espejo, actitudes trascendentales de esas que llaman "históricas".
Pasaba con enorme elasticidad de la depresión al éxtasis, del júbilo al abatimiento, de la pose despreocupada a la del pensador profundo.
Tomé la cosa tan en serio que olvidé completamente el espejo, el baño, y quién era yo. Entonces asumí mi papel de candidato ante los ejércitos de partidarios que en ese momento desfilaban ante la tribuna jurando fidelidad hasta la victoria o hasta la muerte, ¡oh embriaguez del Poder!
Aquello fabuloso evocaba el heroísmo homérico, la apoteosis de un Dios, el tributo que rinden los pueblos a los inmortales.
Transportado a las alturas del hombre endiosado por el mito, levanté las manos como hacen las reinas de belleza, y formando con dos dedos una invencible V de victoria, juré ante las masas pan y paraíso, glorioso emblema del partido.
El júbilo de corazones hambrientos estalló atronador y ascendió alo cielo eclipsando el azul.
Faltaron nubes al infinito para cabalgar sobre los ecos de la Revolución, plegarias del pueblo a los dioses crueles del Poder.
Pero el poder es un honor que cuesta, y sobre todo fatiga. Me sentía al borde de mis fuerzas.
Para cerrar con broche de bronce la epopeya de mi ascenso al solio, cerré el puño en furioso ademán de líder y lo agité violentamente en el aire electrizado de protestas…
Entonces sucedió algo extraordinario, sublime. Mi rostro presidencial, completamente ensangrentado, se hizo astillas en el espejo.
Mis compatriotas aterrorizados ante el drama histórico que se desarrollaba en ese momento me metieron apresuradamente en una ambulancia y me llevaron al manicomio, donde escribo esta fábula.
5 comentarios:
16:17
marcelo fox, rodrigo lira, gonzalo arango
el verbo oscuro
abrazo señor hugo
n.
13:12
Hola hugo!
hace como 1 mes estoy siguiendo religiosamente tu blog.
Un Abrazo nadaista
Ivonne
14:17
un abrazo señor n.
un abrazo madame ivonne.
11:52
Buenos dias,
nose si conozcas a Raul Gomez Jattin, te dejo un peque;o poema de el para tus memorias.........
Conjuro
Los habitantes de mi aldea
dicen que soy un hombre
despreciable y peligroso
Y no andan muy equivocados
Despreciable y Peligroso
Eso ha hecho de mí la poesía y el amor
Señores habitantes
Tranquilos
que sólo a mí
suelo hacer daño
18:56
la cagó gonzalo arango , lo leí hace un tiempo ...hoy se hace presente otra vez desde tu blog y con una arenga extraordinaria ad hoc para estas fechas de semana santa : RETORNO A CRISTO....
gracias por los aportes hugo...
saludos
Publicar un comentario