Herbert Mundy

Herbert Mundy


Administración de justicia


José Barría montaba desde temprana edad, su padre de pequeño lo había llevado por la pampa en largos arreos, mostrándole los rudimentos de un oficio que esperaba heredase. El viejo, con una ternura tosca, le traspasaba los secretos de su arte, tal como antes hiciera su padre con él. Los duros años a la intemperie no habían pasado en vano, la cara del viejo estaba cruzada por las cicatrices del viento, montaba con dificultad, pero aún sus perros obedecían su mandato.

Ambos vivían solos a la orilla de un chorrillo, al abrigo de una loma, en un sector de la estepa carente de árboles. Azotada permanentemente por el viento del Weste, su casa era pequeña y limpia, sólo contenía lo necesario, dos piezas, un par de catres, una mesa junto a la cocina, algunos cacharros y lo más importante, una radio, el objeto más valioso del viejo, cuya onda corta les permitía estar unidos al mundo de la ciudad, lejano, ajeno y, las más de las veces incomprensible. El viejo Barría conoció a la madre de José siendo ya viejo, la cosa no funcionó y la mujer lo abandonó dejándolo con un niño de cortos años y ambos ignoraban que había sido de ella.

Sin mayores formalismos, en la medida que el viejo fue decayendo, su hijo se hizo cargo de sus labores en ese sector de la estancia. Campo de veranada, en invierno sólo debían recorrer los cercos, devolver algún piño extraviado y trenzar aperos, el verano se iba entre arreos, esquila y capadura de corderos. Ahora el padre había devenido en ayudante del hijo.

Al joven Barría le gustaba la acción, domar potros montaraces, arrear ganado arisco, demostrar su hombría a golpes de músculo y coraje, a los dieciocho años se piensa que se es inmortal y él no era la excepción. La extensa pampa era su escenario, el viejo -que nunca pensó dejar descendencia- su mudo espectador.

Cuando José Barría fue acusado de abigeato su orgullo de hombre libre no causó buena impresión en el cuartel. Fue golpeado a fin de enseñarle respeto por la autoridad y encerrado mientras se desarrollaba la investigación. Habitaba cerca del lugar del robo y respondía a la descripción que se había dado del cuatrero: bajo, delgado, pelo negro tieso y rebelde, aspecto que no obstante ser compartido por la mitad de la población de la zona, inclinó la balanza en su contra.

Al decir del joven teniente, tenía el fenotipo del delincuente, juicio que no fue contradicho por el juez, entre otras cosas por que ignoraba qué era fenotipo y principalmente porque quería congraciarse con el dueño de los animales, cacique político del pueblo y quien podía significar su pasaje a un juzgado del centro del país, lejos del pueblo inhóspito donde había ido a parar.

Para quien ha crecido en los páramos el encierro nunca es cosa buena, acostumbrado a galopar por horas en la libertad de la pampa, los barrotes y la inacción habían sumido a Barría en el silencio y la apatía. En los interrogatorios callaba, su verdad era demasiado simple como para ser escuchada -yo no fui, yo no robé- al decir del teniente, un argumento de tan escasa elaboración sólo denotaba la falta de inteligencia del reo, qué duda podría haber de su responsabilidad pensaba mientras firmaba formularios. El viejo Barría visitaba a su hijo y trataba de darle alguna esperanza, muchas veces intentó hablar con el juez y cuando pudo hacerlo éste lo miraba con desdén, dándose aires de importancia tras una ruma de libros y resoluciones a medio terminar.

¡Que quiere que le haga yo! Le señalaba indignado. Son las conclusiones a las que ha llegado la policía, usted no creerá que su hijo está preso por ser una blanca paloma. Qué sabía el viejo de leyes y procedimientos si nació y creció en el campo, donde aun la justicia se ejecuta por mano propia. Cuando salió la condena el resultado era previsible, cinco años y un día, eso sí, con abono de los seis meses que el reo llevaba detenido.

Eran tiempos de elecciones y momento propicio para que el juez mostrara al terrateniente como su severa disposición había terminado con el delincuente preso, con ese afán dirigió su cabalgadura a los galpones aledaños al poblado, se celebraba la fiesta de la esquila y todas las estancias del sector había enviado a sus mejores hombres para determinar quienes eran los más veloces quitándole el vellón a una oveja, otros arriesgaban sus huesos sobre potros que nunca antes habían tascado el freno. El cacique político estaba ocupado de congraciarse con sus electores de modo que ignoró al magistrado quien se desplazaba faldero a su alrededor.

Frustrado y rabioso pero tratando de aparentar alguna dignidad, el juez volvió grupas al pueblo, todo su esfuerzo y ni siquiera una palabra de apoyo, quizá cuánto tiempo más pasaría enredado entre coironales y nevazones, que incomprendida es la labor de administrar justicia pensaba. Tan absorto estaba en compadecerse que ni siquiera vio cuando el lazo se enredaba en las patas de su yegua, cayó con todo su peso sobre el lodazal del camino. Cuando se acercó la enjuta figura del viejo Barría, pensó que venían a auxiliarlo, se dio cuenta de su error cuando lo manearon como a un ternero. Los gritos pidiendo auxilio del magistrado eran opacados por la algarabía de la fiesta en pleno desarrollo. Tras atarlo duro contra una tranquera el viejo Barría sacó su verijero, a pesar de sus años aún tenía habilidad con las manos y sabía hacer su trabajo causando el menor daño posible. Con un tajo certero cortó la tela del pantalón, luego su mano izquierda hurgó en la entrepierna del magistrado y con un movimiento preciso, expuso al aire frío los saquitos que contenían su virilidad, dos cortes veloces y el juez quedó capado. Toda la operación fue veloz y precisa.

El viejo Barría pensó en su hijo, en los años que aun debería estar en prisión, en si estaría en casa para recibirlo cuando cumpliese su condena, en el orgullo que sentía al cabalgar junto a él por la vastedad de la pampa, viéndolo fuerte y lleno de vida, carne de su carne, aún ensimismado su mirada se fijó en el rostro del juez, éste no parecía entender lo que le había ocurrido, su mirada perdida buscaba una explicación.

El viejo lo miró con infinito desprecio y, casi escupiendo las palabras, al tiempo que le arrojaba sus pelotas a la cara, le dijo:

- Parece que éstas te estaban sobrando.

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