El sol
Por Herbert Mundy
Sé que no soy el primer hijo de ladrón que escribe su historia, por cierto claramente son más los que nada han escrito, no pretendo servir de ejemplo, nunca lo fui y hoy ya es tarde como para enmendar el rumbo, no tengo mayores pretensiones literarias, sólo quiero contar mi historia.
Nací a la orilla del mar, en una casa ubicada entre el camino y el mar, tierra de nadie. Aparentemente abandonada a los elementos, nadie pensaría que nuestra casa era tibia, la leña siempre encendida en la cocina es el mejor recuerdo que tengo de ella. Nuestro patio de juegos era la playa, desde ahí veíamos a nuestra madre recoger las redes cuyo contenido complementaba nuestro alimento. Lejos de la ciudad, pocas cosas interrumpían el monótono devenir de los días, no era inusual ver por el camino tropillas de vacunos avanzar en manso camino hacia el matadero, los arrieros miraban nuestro hogar con desconfianza, algunos con temor. Ver las bestias pasar nos recordaba el trabajo de nuestro padre. Este nunca nos oculto su profesión, era cuatrero.
El oficio lo aprendió de su padre, y éste del suyo, nunca hubo en ellos un ánimo de justificación social, de reivindicación proletaria, jamás le oí decir que lo hacía porque éramos pobres, nunca guardó resentimiento contra los propietarios cuando estos lo recibían a balazos o contra gendarmes y policías cuando estuvo preso. Era simplemente un trabajo, se hacía porque se podía hacer y porque era más hábil que los dueños de los animales, como el veía las cosas era natural que la gente se defendiera, el hubiese hecho lo mismo en casa. Desde ya debo aclarar que mi padre nunca asaltó a alguien ni robó una casa, lo suyo eran los animales, el arreo, ocultarse en el monte, acechar.
Los animales llegaban al corral ubicado en las inmediaciones de nuestra casa, rápidamente eran carneados, los restos inútiles eran subidos al bote familiar y arrojados al mar. Por la madrugada los carniceros del pueblo se apersonaban en nuestro domicilio a comprar la carne, a la hora en que los hijos nos levantábamos no quedaba rastro de la operación.
En otras ocasiones se arreaba por encargo. Si algún ganadero poco escrupuloso necesitaba aumentar su plantel, mi padre se encargaba del arreo, los ganaderos quedaban con la conciencia tranquila -hay que poner término al abigeato alegaban por la prensa- y mi viejo con unos buenos pesos en los bolsillos.
Cuando tenía quince años mi padre me inició en el oficio, lo acompañé en el arreo de los potros ingleses del administrador del frigorífico, los sacamos de su corral y nos fuimos en silencio cortando las cercas, los compradores los estaban esperando en la frontera, aun recuerdo la sensación de la adrenalina corriendo por mis venas, todavía puedo vernos galopar por la pampa levantando trozos de escarcha. Fue en ese momento en que tomé conciencia que no podía sino seguir los pasos de mi padre, que nunca podría trabajar para alguien, que tal como mi padre necesitaba la aventura, la libertad, tal como otros buscan y necesitan en sus vidas la tranquilidad y la seguridad.
El viejo murió en invierno. Una noche en que la nieve caía en copos gruesos como un puño, vinieron a tocar nuestra puerta, era uno de sus ocasionales compañeros de faena, a mi padre lo habían baleado cruzando un chorrillo mientras guiaba un piño, ahí donde cayó había quedado, el resto de los cuatreros habían huido a la desbandada. Mi vieja ensilló la yegua mansa, se armó de una pala y un chuzo y partió en medio de la neblina en busca del cuerpo de mi padre, no aceptó compañía, nos dijo que la esperáramos en casa, que no necesitaba ayuda para enterrar a su marido. Volvió horas después, embarrada y silenciosa, con la mirada dura y altiva, me arrojó al pecho el lazo de mi padre, el mismo que yo le ayudara a trenzar unos años atrás. No se habló más del asunto.
A los diecisiete años me hice cargo de mi madre y mis hermanas, para ellas las cosas siguieron como antes, yo desaparecía unos días y volvía con los pilcheros llenos. Atendía personalmente los encargos de los ganaderos y carniceros de la provincia, descubrí que ellos podían ser más ambiciosos que toda una cuadrilla de cuatreros. El negocio anduvo bien hasta que empezó a andar mal.
Fue diez inviernos después de la muerte de mi padre, en un arrebato de ira quemé un galpón en el que se encontraban un conocido carnicero y sus ayudantes, recibieron los animales y no pagaron lo acordado, la verdad nunca quise matarlos, pero claro, si se quema un galpón con gente dentro qué se puede esperar. En ese momento no me lo cuestioné mayormente, se me pasó la mano, me dije. Bueno, el carnicero tenía amigos poderosos, no faltó el delator y ya no pude volver a casa. Cruce la frontera, pero al otro lado de la alambrada no tenía amigos ni contactos y mi trabajo requiere de relaciones confiables, tuve que volver. Anduve escondido por meses, metido en el monte, sin pensarlo y sin buscarlo me fui acercando al pueblo, una tarde me apersoné en nuestra vieja casa a la orilla del mar.
Me quedé en la casa de mi infancia, volví a sentir el calor de la cocina de mi madre, el ruido calmo del mar en los canales. Al caer la tarde me sentaba a ver morir el sol entre las montañas, mateando, pensando qué hacer.
Una mañana de otoño se presentó la policía, los culatazos casi derriban la puerta, salí a ver que pasaba, mi vieja corrió a defenderme y se interpuso entre su hijo y la autoridad, la aparté con delicadeza, no la fueran a golpear los pacos, y me fui con ellos. Tenían caballos, pero me hicieron caminar atado a uno de ellos los quince kilómetros que nos separaban del pueblo.
Estuve más de un año entre juzgados, careos y actuarios. De la experiencia de estar encerrado poco más puedo agregar que otros no hayan dicho ya, salvo que lo que agota es la incertidumbre, la espera va corroyendo el espíritu, uno desea saber de una buena vez qué pasará y no volver a declarar los mismos hechos ante las mismas personas. Llega el momento en que uno se cansa de jueces distantes y abogados indiferentes. Me imagino que eso es parte del castigo, tenía que esperar y esperé.
Hoy lo supe, fui condenado a muerte, voy a ser fusilado. No soy especialmente valiente, pero la muerte nunca me ha atemorizado, a todos nos llega la hora y aparentemente la mía llegó. Mientras tomo mate en mi celda puedo sentir algunos niños jugar en alguna cancha cercana, el grito ahogado de una gaviota me recuerda que estoy cerca del mar. No tengo tristeza ni temor, en la vida todo cambia de un momento a otro, a veces toca ganar, otras perder, en mi vida sólo jugué las cartas que me tocaron, yo no repartía la baraja.
Me he negado a ver al sacerdote del pueblo, nunca lo busqué ni lo necesité, hoy menos que nunca tengo necesidad de hablar con el gordito melifluo que oficia de párroco, me he burlado de él a través de la reja, se fue de la cárcel mascullando rosarios y tropezándose en la sotana, en medio de la rechifla de mis compañeros de encierro. Ahora tendrá algo que contar a las viejas en el confesionario.
A mi madre le envié recado de no venir a verme, ella sabe que la quiero y que de nada nos servirá vernos sufrir ante lo inevitable. La vieja es fuerte y siempre nos entendimos, no vendrá.
Sólo espero que el día de mi muerte brille el sol, lo de estar a la sombra no es sólo un decir, llevo más de un año de encierro, en penumbra y extraño el sol. He preguntado y me han dicho que el fusilamiento será en el patio grande cercano a la capilla, eso es bueno, el espacio es amplio y no habrá nada que impida el paso del sol. Pudo haber sido en el patio detrás de la cocina, pero están reparando el muro, allí el sol brilla sólo a mediodía, se ubica entre dos murallones, está siempre húmedo, helado y con musgo. El patio grande estará bien, hoy, como nunca, me hace falta un poco de sol.
Nací a la orilla del mar, en una casa ubicada entre el camino y el mar, tierra de nadie. Aparentemente abandonada a los elementos, nadie pensaría que nuestra casa era tibia, la leña siempre encendida en la cocina es el mejor recuerdo que tengo de ella. Nuestro patio de juegos era la playa, desde ahí veíamos a nuestra madre recoger las redes cuyo contenido complementaba nuestro alimento. Lejos de la ciudad, pocas cosas interrumpían el monótono devenir de los días, no era inusual ver por el camino tropillas de vacunos avanzar en manso camino hacia el matadero, los arrieros miraban nuestro hogar con desconfianza, algunos con temor. Ver las bestias pasar nos recordaba el trabajo de nuestro padre. Este nunca nos oculto su profesión, era cuatrero.
El oficio lo aprendió de su padre, y éste del suyo, nunca hubo en ellos un ánimo de justificación social, de reivindicación proletaria, jamás le oí decir que lo hacía porque éramos pobres, nunca guardó resentimiento contra los propietarios cuando estos lo recibían a balazos o contra gendarmes y policías cuando estuvo preso. Era simplemente un trabajo, se hacía porque se podía hacer y porque era más hábil que los dueños de los animales, como el veía las cosas era natural que la gente se defendiera, el hubiese hecho lo mismo en casa. Desde ya debo aclarar que mi padre nunca asaltó a alguien ni robó una casa, lo suyo eran los animales, el arreo, ocultarse en el monte, acechar.
Los animales llegaban al corral ubicado en las inmediaciones de nuestra casa, rápidamente eran carneados, los restos inútiles eran subidos al bote familiar y arrojados al mar. Por la madrugada los carniceros del pueblo se apersonaban en nuestro domicilio a comprar la carne, a la hora en que los hijos nos levantábamos no quedaba rastro de la operación.
En otras ocasiones se arreaba por encargo. Si algún ganadero poco escrupuloso necesitaba aumentar su plantel, mi padre se encargaba del arreo, los ganaderos quedaban con la conciencia tranquila -hay que poner término al abigeato alegaban por la prensa- y mi viejo con unos buenos pesos en los bolsillos.
Cuando tenía quince años mi padre me inició en el oficio, lo acompañé en el arreo de los potros ingleses del administrador del frigorífico, los sacamos de su corral y nos fuimos en silencio cortando las cercas, los compradores los estaban esperando en la frontera, aun recuerdo la sensación de la adrenalina corriendo por mis venas, todavía puedo vernos galopar por la pampa levantando trozos de escarcha. Fue en ese momento en que tomé conciencia que no podía sino seguir los pasos de mi padre, que nunca podría trabajar para alguien, que tal como mi padre necesitaba la aventura, la libertad, tal como otros buscan y necesitan en sus vidas la tranquilidad y la seguridad.
El viejo murió en invierno. Una noche en que la nieve caía en copos gruesos como un puño, vinieron a tocar nuestra puerta, era uno de sus ocasionales compañeros de faena, a mi padre lo habían baleado cruzando un chorrillo mientras guiaba un piño, ahí donde cayó había quedado, el resto de los cuatreros habían huido a la desbandada. Mi vieja ensilló la yegua mansa, se armó de una pala y un chuzo y partió en medio de la neblina en busca del cuerpo de mi padre, no aceptó compañía, nos dijo que la esperáramos en casa, que no necesitaba ayuda para enterrar a su marido. Volvió horas después, embarrada y silenciosa, con la mirada dura y altiva, me arrojó al pecho el lazo de mi padre, el mismo que yo le ayudara a trenzar unos años atrás. No se habló más del asunto.
A los diecisiete años me hice cargo de mi madre y mis hermanas, para ellas las cosas siguieron como antes, yo desaparecía unos días y volvía con los pilcheros llenos. Atendía personalmente los encargos de los ganaderos y carniceros de la provincia, descubrí que ellos podían ser más ambiciosos que toda una cuadrilla de cuatreros. El negocio anduvo bien hasta que empezó a andar mal.
Fue diez inviernos después de la muerte de mi padre, en un arrebato de ira quemé un galpón en el que se encontraban un conocido carnicero y sus ayudantes, recibieron los animales y no pagaron lo acordado, la verdad nunca quise matarlos, pero claro, si se quema un galpón con gente dentro qué se puede esperar. En ese momento no me lo cuestioné mayormente, se me pasó la mano, me dije. Bueno, el carnicero tenía amigos poderosos, no faltó el delator y ya no pude volver a casa. Cruce la frontera, pero al otro lado de la alambrada no tenía amigos ni contactos y mi trabajo requiere de relaciones confiables, tuve que volver. Anduve escondido por meses, metido en el monte, sin pensarlo y sin buscarlo me fui acercando al pueblo, una tarde me apersoné en nuestra vieja casa a la orilla del mar.
Me quedé en la casa de mi infancia, volví a sentir el calor de la cocina de mi madre, el ruido calmo del mar en los canales. Al caer la tarde me sentaba a ver morir el sol entre las montañas, mateando, pensando qué hacer.
Una mañana de otoño se presentó la policía, los culatazos casi derriban la puerta, salí a ver que pasaba, mi vieja corrió a defenderme y se interpuso entre su hijo y la autoridad, la aparté con delicadeza, no la fueran a golpear los pacos, y me fui con ellos. Tenían caballos, pero me hicieron caminar atado a uno de ellos los quince kilómetros que nos separaban del pueblo.
Estuve más de un año entre juzgados, careos y actuarios. De la experiencia de estar encerrado poco más puedo agregar que otros no hayan dicho ya, salvo que lo que agota es la incertidumbre, la espera va corroyendo el espíritu, uno desea saber de una buena vez qué pasará y no volver a declarar los mismos hechos ante las mismas personas. Llega el momento en que uno se cansa de jueces distantes y abogados indiferentes. Me imagino que eso es parte del castigo, tenía que esperar y esperé.
Hoy lo supe, fui condenado a muerte, voy a ser fusilado. No soy especialmente valiente, pero la muerte nunca me ha atemorizado, a todos nos llega la hora y aparentemente la mía llegó. Mientras tomo mate en mi celda puedo sentir algunos niños jugar en alguna cancha cercana, el grito ahogado de una gaviota me recuerda que estoy cerca del mar. No tengo tristeza ni temor, en la vida todo cambia de un momento a otro, a veces toca ganar, otras perder, en mi vida sólo jugué las cartas que me tocaron, yo no repartía la baraja.
Me he negado a ver al sacerdote del pueblo, nunca lo busqué ni lo necesité, hoy menos que nunca tengo necesidad de hablar con el gordito melifluo que oficia de párroco, me he burlado de él a través de la reja, se fue de la cárcel mascullando rosarios y tropezándose en la sotana, en medio de la rechifla de mis compañeros de encierro. Ahora tendrá algo que contar a las viejas en el confesionario.
A mi madre le envié recado de no venir a verme, ella sabe que la quiero y que de nada nos servirá vernos sufrir ante lo inevitable. La vieja es fuerte y siempre nos entendimos, no vendrá.
Sólo espero que el día de mi muerte brille el sol, lo de estar a la sombra no es sólo un decir, llevo más de un año de encierro, en penumbra y extraño el sol. He preguntado y me han dicho que el fusilamiento será en el patio grande cercano a la capilla, eso es bueno, el espacio es amplio y no habrá nada que impida el paso del sol. Pudo haber sido en el patio detrás de la cocina, pero están reparando el muro, allí el sol brilla sólo a mediodía, se ubica entre dos murallones, está siempre húmedo, helado y con musgo. El patio grande estará bien, hoy, como nunca, me hace falta un poco de sol.
4 comentarios:
22:14
Magistral, Hugo, magnífico. Con toda sinceridad se lo digo, leí y quedé en paz con este relato hermoso, enhorabuena.
Salud
Manuel
22:29
Es otro buen cuento del amigo Herbert Mundy. Saludos Manuel.
23:33
Hola, soy Facundo Mazzeo, hijo de Miguel.
Mi viejo me dijo que le pase el link de mi blog porque cree que a usted le pueden llegar a gustar las imágenes que hago. Disculpe las molestias.
http://pontifice-inexacto.blogspot.com.ar/
14:02
¡Hola Facundo! Una alegría enorme que me escribas. Gracias por hacer un logo tan lindo para inmaculada. Ya pongo un enlace para tu blog al cual ya he visitado y lo encuentro maravilloso. Tu padre es uno de mis amigos más queridos. Un gran abrazo.
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