Entrevista a Juan Mihovilovich por Pacián Martínez Muñoz

Entrevista a Juan Mihovilovich por Pacián Martínez Muñoz


Juan Mihovilovich. Fotografía de Sanna Jaaskelainen. 
Durante las tres últimas décadas, Juan Mihovilovich Hernández -poeta, cuentista y narrador nacido en Punta Arenas, en 1951- ha podido urdir una obra que renuncia a seguir modas pasajeras, tendencias literarias más rentables y los fuegos de artificio del marketing. Habitante de Concepción entre 1972 y 1980, ciudad de la que recuerda su “bohemia desgastante, que coincide con la ausencia de expectativas, los sueños rotos, y las esperanzas perdidas después del golpe de Estado de 1973”, y autor de una docena de publicaciones, acaba de lanzar su nouvelle “El asombro” (Simplemente Editores, 2013), que ha tenido una cálida acogida por parte de la crítica especializada.

“El asombro” narra la conmoción interior de un hombre que es testigo y víctima del terrible terremoto del 27 de febrero de 2010 y que lucha por sobrevivir, junto a su perro labrador, entre las ruinas de la catástrofe. Desde la austral Puerto Cisnes, ciudad en la que “la lluvia se mimetiza con el verdor virginal de un espacio inmaculado y salvaje”, y donde hoy ejerce como Juez de Letras, Garantía y Familia, Juan Mihovilovich reflexiona sobre su obra, sus influencias, y el compromiso del escritor con el mundo que nos toca vivir.

- A partir de su primera novela, “La última condena” (Pehuén Editores, 1983), que transcurre en la ciudad de Yumbel, se advierte la utilización de un estilo muy personal y la presencia de una atmósfera de sueño y locura, que será común al resto de su obra…

- “Sin duda. El estilo se ha mantenido más o menos coherente a través del tiempo, aunque debo reconocer que he simplificado el lenguaje. Si comparas “La última condena” con “El asombro”, a guisa de ejemplo, podrás apreciar que el barroquismo de la primera novela ha dado paso, en la segunda, a un perfeccionamiento del idioma, buscando la síntesis expresiva entre el deseo, el sentimiento y la reflexión. He procurado que esas variables se conformen en una suerte de unidad interna y que se configure una forma de respirar el texto desde adentro.

Por otra parte, es verdad, hay una cierta e íntima conexión en casi todas las obras que he escrito hasta hoy. Esa atmósfera de la que hablas está indisolublemente ligada a mi visión de mundo y a las experiencias vitales que he sufrido y vivido, sean familiares o externas. No puedo disociar la extrañeza de existir en un espacio depreciado -y despreciado- por nuestra especie, de ser parte de una locura global, donde el mero hecho de la sobrevivencia equivale a la adquisición de un número de la lotería. Si eso no es locura, no sé qué nombre ponerle”.

- Me imagino que a las influencias iniciales (García Márquez, Rulfo, Kafka, Dostoievski, por citar algunas) se han sumado otros referentes literarios a lo largo de los años. ¿Quiénes son y de qué manera han determinado la construcción de su prosa y el enriquecimiento temático de su narrativa?

- “A los citados debo agregar a Imre Kertész, el Premio Nobel judío-húngaro, quien me trajo de vuelta al mundo de las letras a contar del año 2003, luego de un silencio de doce años en que no publiqué nada y casi no escribí, creyendo que la literatura era algo inútil o un privilegio sin sentido. Pero un buen día tropecé con “Kaddish por el hijo no nacido”, una novela breve, pero dramática y profunda, que leí en un vuelo desde Santiago a Brasil.

Posteriormente descubrí a J.M. Coetzee, el Premio Nobel sudafricano, y me impresionaron su prosa limpia e impecable y su visión descarnada del mundo del apartheid, además de su compromiso ético con el reino animal, absolutamente visible en “Elizabeth Costello” y “La Vida de los animales”. Y claro, debo añadir también a Albert Camus, en el pasado, y más recientemente a Sándor Márai, Yasunari Kawabata, Kenzaburo Oé y Cormac MacCarthy. Hay otros, obviamente, pero centro en ellos las influencias de los últimos plazos”.

- En su última novela, “El asombro”, se advierte la lucha del individuo contra los temores ancestrales de los que hablaba Lovecraft. Sin embargo, también parece una metáfora de la situación del ser humano en un mundo hostil, como el que nos acecha en la actualidad…

- “Claro, “El asombro” no deja de ser una alegoría por recuperar lo que nos va quedando de humanidad. En un mundo en que el progreso se cimienta en terribles desigualdades sociales de todo orden y donde tres cuartas partes de la humanidad viven cercanas a la pobreza, uno se pregunta: ¿Qué egoísmo es el que sustenta tamaña aberración? ¿Qué impulsa esa sed insaciable de codicia, que arrasa con todo? ¿Quién o quiénes manejan los hilos de esta hecatombe generalizada? Y por supuesto, la metáfora del terremoto del 27 de febrero es eso: un reclamo, un grito, casi un aullido por acceder a lo trascendente, a lo perdurable, a lo eterno.

En ese tránsito que el personaje realiza junto a su perro se advierte la unión entre dos especies de la naturaleza: el hombre y el animal. También es un canto, un símbolo del reencuentro donde, paradójicamente, el animal recupera su equilibrio a partir del caos y la destrucción. Y luego, el perro se transforma en un guía, que libera a su amo de esos miedos ancestrales a los que aludes, convirtiéndose en una especie de protección, y forjando una hermandad, si el término cabe”.

- Al leer “El asombro” es imposible no pensar en la novela “La carretera”, del estadounidense Cormac McCarthy, o incluso en películas como “Soy leyenda”, inspirada en la novela homónima del norteamericano Richard Matheson. ¿Cómo surge la idea de situar al protagonista en ese escenario de hecatombe y post-apocalipsis?

- “A McCarthy lo comencé a leer después del 2005, con “La oscuridad exterior”, un libro extraordinariamente bien escrito, con una prosa poética densa, pero llena de dinamismo interior, que es lo que me atrae como proyecto literario. Luego leí, por esos misterios de la vida, “La carretera”, mientras iba a Croacia a presentar, el año 2007, mi novela “El contagio de la locura”, junto a mi hijo menor, Pablo. Toda una simbología... El hombre y el hijo insertos en un mundo viejo y terminal. La diferencia estriba en que en “El asombro”, la decadencia o el desastre parten de una reacción telúrica y ésta es observada por el individuo desde adentro hacia afuera, en una suerte de “terremoto introspectivo”, como señaló certeramente el crítico Camilo Marks.

Y la película “Soy leyenda” la vi recién el año pasado. En ambos casos, la analogía parece equivalente. Sin embargo, “El asombro” parte de un hecho absolutamente real: el terremoto aludido. Yo estaba en Curepto, solo, en una inmensa casona antigua que se desmoronó por completo y apenas alcancé a salir del dormitorio cuando una pared cayó sobre mi cama. El perro, un labrador cachorro que vivía en ese tiempo conmigo, aullaba desde unos minutos antes y tenía tanto espanto como yo. Durante los tres primeros días permanecimos en un aislamiento completo. No sabíamos si el mundo se había partido en dos. Los caminos de acceso se hallaban cortados. Los celulares no funcionaban. Las personas deambulaban como zombis por las calles, mirando la destrucción. Nadie atinaba a nada, pero sentí como si una energía maligna comenzara a entronizarse en las miradas, en los gestos, en las actitudes de “los más fuertes”. Esos tres primeros días conformaron en mi cabeza y en mi alma la novela”.

- Un sector de la crítica, que le concede muchos méritos a “El asombro”, se ha sorprendido, sin embargo, por la utilización extrema del monólogo interior y la ausencia de situaciones que enfrenten al personaje central con otros seres humanos. ¿De qué manera ve la forma en que los críticos chilenos se apegan tan estrictamente al canon literario?

- “He sido porfiado e insistente con una forma de hacer literatura. “Desencierro”, novela publicada en 2009, creo que es el súmmum del monólogo interior y “El contagio de la locura”, que es anterior (2006), establece un punto de inflexión, donde el monólogo se diversifica. “El asombro” está más cercano a esta última, sin duda. Pero lo que he tratado de hacer en literatura no puedo disociarlo de mi visión de mundo. Veo desde adentro hacia afuera, lo que no significa que esté apartado del mundo exterior. Por el contrario, son las experiencias vitales las que conforman la personalidad de un escritor.

Es cierto que en una realidad literaria como la que vivimos, no todos están dispuestos a leer una página de un libro más de una vez, ni a retroceder en busca de correlaciones ocultas. La lectura fácil campea por doquier. No culpo a nadie. Muchos ni siquiera están conscientes de lo que se vive. Entonces, la supuesta ausencia de otros seres humanos en mi novela hay que mirarla con “beneficio de inventario”. A fin de cuentas, un hombre es todos los hombres y viceversa. La otredad está inmersa en mi obra, como bien lo indica Valeria González, y la conciencia de ello determina cómo se ve y cómo se siente el mundo real. Si los críticos deploran esto, ¿qué puede hacerse? Un libro es un libro y pertenece a quien lo lee. Escribirlo ya es bastante. Y suficiente”.

- ¿Se refleja esta visión conservadora en el criterio de las grandes editoriales al momento de interesarse por obras que, por forma y contenido, no responden a los estereotipos que privilegia el marketing?

- “Por supuesto que sí. Alrededor del año 2005 tuve una entrevista en Madrid con una agente literaria importante, conexión que me hiciera Antonio Skarmeta. Ella me graficó en no más de diez minutos cómo funcionaba, o funciona, el mundo de las grandes editoriales. Se sabe anticipadamente a qué público se apunta con un texto específico y el estudio de marketing predetermina hasta la posible cantidad de ejemplares que tal o cual novela venderá. Como dice Cristián Arregui, importa la gerencia literaria más que el editor. Desde esa perspectiva, ¿para qué correr riesgos con libros que no responden al estereotipo?

En Chile ocurre algo similar, salvo excepciones, como LOM, JC Sáez Editor, Simplemente Editores, Mosquito Comunicaciones, y un par más, probablemente, que se la juegan por el texto antes que por el contexto y la mercancía. Pero ni siquiera esto las exculpa de errores u omisiones”.

- En algún momento de “El asombro” se habla de la “condena de vivir”. De todas maneras, hacia el final de la novela, surge la esperanza, vislumbrada a través de un prisma muy personal. ¿Es deber ético del creador buscar la luz aun en medio de una visión escéptica o pesimista de la vida?

- “Un gran amigo mío me dijo alguna vez que un escritor que no tuviera en sus textos la perspectiva del bien, así fuera veladamente, no lograría trascender. Naturalmente, ello implica construir una narración con visos de autenticidad, verosímil, incluso en su ficción más extrema. Que sea veraz significa que literariamente construye su propio mundo y que éste puede ser aprehendido por un lector sagaz, lúcido y reflexivo.

Por otra parte, ya en mi novela “El contagio de la locura”, el personaje hace referencia a que la oscuridad no existe; que apenas significa la transitoria ausencia de luz. Lo tenebroso y su correlato, el pesimismo, existen, pero son pasajeros.

Y respecto de ese deber ético al que aludes, éste debe estar premunido de una condición esencial: honestidad con lo que se escribe. La esperanza no es una pancarta en manos de un escritor; es su propia obra. Esta rezuma el dolor de vivir, la soledad, la locura, el mal y el bien confrontados, y muestra el final como a través de un túnel. Allá está la luz, como acá, sólo que en este lugar la ensombrecemos”.

La Prensa Austral, 2 de marzo del 2014.

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