Me dan miedo los veganos

Me dan miedo los veganos

Por Miguel Mazzeo


Chori y cerveza. Asado y Fernet. Buseca y vino tinto.
"inmaculada decepción"



Sospecho de los veganos. No puedo evitarlo. Me he dedicado a observarlos con detenimiento y trato de conversar con ellos cada vez que se me presenta la ocasión. En verdad me interesa ahondar sobre su condición, la que suelen vivir con predisposición de iniciados, no exenta de rasgos apostólicos.

No todos recurren a las conceptualizaciones imperfectas y de bajo nivel explicativo. Por mi pasión por el asado, las empanadas, el locro, el puchero de codillo, los frutos del mar, los salamines, el queso, el chupe de guatita, el curanto, el pozole estilo Jalisco, el mole de olla y un largo etcétera, algunos me han “corrido por izquierda” y con argumentos relativamente sofisticados.

Me dicen que mi posición “especista” se eslabona mecánicamente con el machismo, el capitalismo, el imperialismo y el colonialismo; que comer carne, indirectamente, me convierte en defensor de la trata de personas, aliado de proxenetas y traficantes de órganos; que soy un criminal, un ser de mierda. No les creo demasiado. Tengo la sensación de que exageran un poco. Sigo escuchándolos y observándolos en silencio, mientras mantengo una absoluta disponibilidad para las hipótesis más desagradables sobre mi persona.

Cuando asocian nuestros hábitos alimenticios a un carácter criminal, cuando equiparan los mataderos de cerdos a los campos de concentración de los nazis, y así sucesivamente, yo no puedo dejar de percibir que la estructura de los veganos es fuertemente anti-hedonista y anti-erótica. Tal vez se trate de resabios de la moralina de algún credo, por aquello de que “la carne es pecaminosa”.

Minusválidos sensoriales por elección, los veganos están sometidos a un sistema de disciplina “espiritual”, por lo general sin autoridad divina, pero no por eso menos coactivo y represivo. En muchos aspectos ese sistema es más estricto que los que contemplan la intervención de autoridades divinas, porque es inflexible y no toma en cuenta la ética de situación. En concreto, veo que los veganos siguen el consejo de Epicteto: “sufrir y abstenerse”. Y a mí me parece que los veganos sufren. Sobre todo en las reuniones masivas donde se ingiere carne, en fiestas paganas y en otras instancias de comunión. O cuando deben rechazar un agasajo que, junto con la dedicación y el amor, porta alguna dosis de carne o de productos derivados de animales. No se trata de un sufrimiento inspirado en la compasión por las víctimas del reino animal. En verdad, me parece que no les importa demasiado la vida del chancho devenido jamón o chorizo, el destino de la vaca cuyos trozos se doran en la parrilla o la situación de aquella cabra, cuyas ubres fueron manoseadas para sacarle leche y hacer quesillo. Me parece que sufren porque una ideología les está matando una cultura (o, por lo menos, los resabios de una cultura).

A veces me dan miedo los veganos. En infinidad de casos he podido observar ansiedades paranoides, un permanente temor a contaminarse, a estar impuros. En ocasiones percibí, también, el sustrato de una estructura hipocondríaca.

Cuando un vegano posee una personalidad sádica, se convierte en un sujeto peligroso. Quiero decir: más peligroso que un sádico con otros hábitos alimenticios. ¿Qué opciones tiene de instrumentar su desequilibrio? Comer carne animal, tomar leche y deleitarse con sus derivados (además del queso: ¡dulce de leche!, ¡helado!, etcétera), puede ser una solución, pero esa alternativa, obviamente, está descartada para los veganos. Claro, no tengo porque asociar sadismo a veganismo, la combinación resulta fortuita. Pero, de todos modos, hay algo en el fondo que perturba, que “hace ruido”.

Consideremos el tema bíblico de Caín y Abel. Sabemos que Caín mató a su hermano Abel. Caín era agricultor mientras que Abel era pastor. Ambos le ofrendan a Dios sus productos, pero a Jehová sólo le agradan las ofrendas de Abel, unos corderitos espectaculares, alimentados con pastura natural. Caín se retuerce de envidia. Se enfurece cuando Dios le desprecia la cebada perlada. No soporta ser menospreciado por la autoridad. Un sacrificio exige dar lo mejor. Y lo mejor a los ojos de Dios era la carne. La evidencia muestra que a Dios no le gustan las galletas de algarroba, el tofu, etcétera Y entonces el vegano Caín, que nunca había destazado un animal, mata al carnívoro Abel achurando vilmente al propio hermano.

En muchas religiones, la supresión temporaria de la ingesta de carne (la cuaresma en el cristianismo, por ejemplo) se asocia a una situación transitoria de sufrimiento y de abstinencia. El sacrificio auto-inflingido es más bien simbólico y, sobre todo, un tributo a Dios. El ritual se completa con una celebración de la vuelta al tiempo de la vida plena: Chori y cerveza. Asado y Fernet. Buseca y vino tinto. Los veganos viven reprimidos en una cuaresma perpetua.

Los seres humanos no nos escaparemos jamás de los rituales sin consecuencias funestas.

Como el pobre Abel no tuvo descendencia, todos los seres humanos somos hijos del vegano Caín[1]. Hijos e hijas de quien reemplazó el sacrificio por el asesinato, el ritual por el crimen. Así nos va.

Además, el muy turro nos condenó a comer los productos de una tierra regada con la sangre de un fraticidio, a morar en las afueras del Paraíso, más precisamente en la región de Nod, al Este; a vivir con miedo a ser rechazados por la autoridad en lugar de enseñarnos a no tomarla en cuenta y “hacer la nuestra”.

El vegano Caín es el artífice de la mayor impureza, de la mayor contaminación.

Después llegó Monsanto a sumar su mierda.

Lanús Oeste, provincia de Buenos Aires, 20 de agosto de 2017 


 [1] No es descabellada la hipótesis que sugiere que el vegano Caín mató a su hermano carnívoro para que su estirpe tenga la exclusividad a la hora de poblar la tierra y crear la humanidad.

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