Marqués de Sade: La estima que se debe a los escritores
Maldito sea el escritor a quien es imposible apreciar tras haberlo leído... Ante todo, hay que buscar al hombre honesto en el escritor... ?Esas son palabras que nos dirige el redactor del Journal des Débats del 25 mesidor año XI.
¿Es posible sostener semejante paradoja? El hombre que se atreve a decirnos una cosa parecida ¿ignora pues que el aprecio no es nada más que un sentimiento que depende sólo de nuestro modo de pensar y que jamás apreciamos más que a quien lo comparte? ¿Acaso el hombre de letras debe halagar, por decreto, las opiniones de éste o aquél? Mediante los órganos de su genio y de su corazón, debe escribir lo que uno y otro le dictan, haciendo abstracción de las opiniones individuales. A partir de este momento, ya no puede complacer a todo el mundo. Más bien habría que decir: Maldito sea el escritor llano y vulgar que, sin pretender otra cosa que ensalzar las opiniones de moda, renuncia a la energía que ha recibido de la naturaleza, para no ofrecernos más que el incienso que quema con agrado a los pies del partido que domina. El desdichado, cautivando, subordinando así sus propias opiniones a las que están de moda, jamás tendría el coraje de sacar a su siglo del atolladero en el que, tan a menudo, lo meten las modas absurdas de la opinión. Fijaos el que tuvieron los escritores celebres del siglo XVIII, tan netamente designados por los imbéciles redactores de este periódico vendido al capuchinismo más infecto. Dejemos murmurar en paz a los tontos contra unos talentos que ellos no pueden tener. Es sabido que, en todos los tiempos, esta clase de escolares repugnantes tuvo la manía egoísta de rebajar a su nivel a aquéllos hasta quienes le era imposible elevarse. "El vicio de los espíritus mezquinos", según el amable autor de Enfants de l'Abbaye, "es odiar la superioridad a la que no pueden alcanzar." Hacen falta tipos originales así en el mundo; a ellos dirigía Gresset estos versos:
Los necios están aquí abajo para nuestros menudos placeres.
Esos bárbaros dicen que hay que buscar al hombre honesto en el escritor. Lo que yo quiero es que el escritor sea un hombre de genio, cualesquiera que puedan ser sus costumbres y su carácter, porque no es con él con quien deseo vivir, sino con sus obras, y lo único que necesito es que haya verdad en lo que me procura; lo demás es para la sociedad, y hace mucho tiempo que se sabe que el hombre de sociedad raramente es un buen escritor. Diderot, Rousseau y d'Alembert parecen poco menos que imbéciles en sociedad, y sus escritos serán siempre sublimes, a pesar de la torpeza de los señores de los Débats... Por lo demás, está tan de moda pretender juzgar las costumbres de un escritor por sus escritos, esta falsa concepción encuentra hoy tantos partidarios, que casi nadie se atreve a poner a prueba una idea osada: si desgraciadamente, para colmo, a uno se le ocurre enunciar sus pensamientos sobre la religión, he ahí que la turba monacal os aplasta y no deja de haceros pasar por un hombre peligroso. ¡Los sinvergüenzas, de estar en su mano, os quemarían como la Inquisición! Después de esto, ¿cabe todavía sorprenderse de que, para haceros callar, difamen en el acto las costumbres de quienes no han tenido la bajeza de pensar como ellos? Por otra parte, esta injusticia no es nueva: sabemos que antiguamente existían personas bastante imbéciles, o por lo menos tan imbéciles como los Geoffroy y los Joudot de los Débats, para pretender que el autor de la tragedia de Atrée era un hombre malvado, porque llenó una copa con la sangre del hijo de Thyeste.
¿Es posible sostener semejante paradoja? El hombre que se atreve a decirnos una cosa parecida ¿ignora pues que el aprecio no es nada más que un sentimiento que depende sólo de nuestro modo de pensar y que jamás apreciamos más que a quien lo comparte? ¿Acaso el hombre de letras debe halagar, por decreto, las opiniones de éste o aquél? Mediante los órganos de su genio y de su corazón, debe escribir lo que uno y otro le dictan, haciendo abstracción de las opiniones individuales. A partir de este momento, ya no puede complacer a todo el mundo. Más bien habría que decir: Maldito sea el escritor llano y vulgar que, sin pretender otra cosa que ensalzar las opiniones de moda, renuncia a la energía que ha recibido de la naturaleza, para no ofrecernos más que el incienso que quema con agrado a los pies del partido que domina. El desdichado, cautivando, subordinando así sus propias opiniones a las que están de moda, jamás tendría el coraje de sacar a su siglo del atolladero en el que, tan a menudo, lo meten las modas absurdas de la opinión. Fijaos el que tuvieron los escritores celebres del siglo XVIII, tan netamente designados por los imbéciles redactores de este periódico vendido al capuchinismo más infecto. Dejemos murmurar en paz a los tontos contra unos talentos que ellos no pueden tener. Es sabido que, en todos los tiempos, esta clase de escolares repugnantes tuvo la manía egoísta de rebajar a su nivel a aquéllos hasta quienes le era imposible elevarse. "El vicio de los espíritus mezquinos", según el amable autor de Enfants de l'Abbaye, "es odiar la superioridad a la que no pueden alcanzar." Hacen falta tipos originales así en el mundo; a ellos dirigía Gresset estos versos:
Los necios están aquí abajo para nuestros menudos placeres.
Esos bárbaros dicen que hay que buscar al hombre honesto en el escritor. Lo que yo quiero es que el escritor sea un hombre de genio, cualesquiera que puedan ser sus costumbres y su carácter, porque no es con él con quien deseo vivir, sino con sus obras, y lo único que necesito es que haya verdad en lo que me procura; lo demás es para la sociedad, y hace mucho tiempo que se sabe que el hombre de sociedad raramente es un buen escritor. Diderot, Rousseau y d'Alembert parecen poco menos que imbéciles en sociedad, y sus escritos serán siempre sublimes, a pesar de la torpeza de los señores de los Débats... Por lo demás, está tan de moda pretender juzgar las costumbres de un escritor por sus escritos, esta falsa concepción encuentra hoy tantos partidarios, que casi nadie se atreve a poner a prueba una idea osada: si desgraciadamente, para colmo, a uno se le ocurre enunciar sus pensamientos sobre la religión, he ahí que la turba monacal os aplasta y no deja de haceros pasar por un hombre peligroso. ¡Los sinvergüenzas, de estar en su mano, os quemarían como la Inquisición! Después de esto, ¿cabe todavía sorprenderse de que, para haceros callar, difamen en el acto las costumbres de quienes no han tenido la bajeza de pensar como ellos? Por otra parte, esta injusticia no es nueva: sabemos que antiguamente existían personas bastante imbéciles, o por lo menos tan imbéciles como los Geoffroy y los Joudot de los Débats, para pretender que el autor de la tragedia de Atrée era un hombre malvado, porque llenó una copa con la sangre del hijo de Thyeste.
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