Gabriela Mistral: Silueta de la india mexicana
La india mexicana tiene una silueta llena de gracia. Muchas veces es bella, pero de otra belleza que aquella que se ha hecho costumbre en nuestros ojos. Su carne, sin el sonrosado de las conchas, tiene la quemadura de la espiga bien laminada de sol. El ojo es de una dulzura ardiente; la mejilla d e fino dibujo; la frente, mediana como ha de ser la frente femenina; los labios, ni inexpresivamente delgados ni espesos; el acento dulce y con dejo de pesadumbre; como si tuviese siempre una gota ancha de llanto en la hondura de la garganta. Rara vez es gruesa la india; delgada y ágil, va con el cántaro a la cabeza o contra el costado, o con el niño pequeño como el cántaro, a la espalda. Como en su compañero, hay en el cuerpo de ella lo acendrado del órgano en una loma.
La línea sencilla y bíblica se la da el rebozo. Angosto, no le abulta el talle con gruesos pliegues, y baja como una agua tranquila por la espalda y las rodillas. Una desflecadura de agua le hace también a los extremos. El fleco, muy bello; por alarde de hermosura, es muy largo y está exquisitamente entretejido.
Casi siempre lo lleva de color azul y jaspeado de blanco: es como el más lindo huevecillo pintado que yo he visto. Otras veces está veteado con pequeñas rayas de color vivo.
La ciñe bien: se parece esa ceñidura a la que hace en torno del tallo grueso del plátano, la hoja nueva y grande, antes de desplegarse. Lo lleva a veces puesto desde la cabeza. No es la mantilla coqueta de muchos picos, que prende una mariposa oscura sobre los cabellos rubios de la mujer, ni es el mantón floreado que se parece al tapiz espléndido de la tierra tropical: el rebozo se apega sobriamente a la cabeza.
Con el rebozo, la india ata sin dolor, lleva blandamente a su hijo a la espalda. Es la mujer antigua, no emancipada del hijo. Su rebozo lo envuelve como lo envolvió, dentro de su vientre, un tejido delgado y fuerte hecho con su sangre. Lo lleva al mercado del domingo. Mientras ella vocea, el niño juega con los frutos o las baratijas brillantes. Hace con él a cuestas, las jornadas más largas; quiere llevar siempre su carga dichosa. Ella no ha aprendido a liberarse todavía…
La falda es generalmente oscura. Sólo en algunas regiones, en la tierra caliente, tienen la coloración jubilosa de la jícara. Se derrama entonces la falda, cuando la levanta para caminar, en un abanico cegador…
Hay dos siluetas femeninas, que son formas de corolas: la silueta ancha, hecha por la falda de grandes pliegues y la blusa abollonada: es la forma de la rosa abierta; la otra se hace con la falda recta y la blusa simple: es la forma del jazmín, en que dominan el pecíolo largo. La india casi siempre tiene esta silueta afinada.
Camina y camina, de la sierra de Puebla o de la huerta de Uruapan hacia las ciudades; va con los pies desnudos, unos pies pequeños que no se han deformado con las marchas. (Para el azteca, el pie grande era signo de raza bárbara).
Camina, cubierta bajo la lluvia y en el día despejado con las trenzas lozanas y oscuras en la luz, atadas en lo alto. A veces se hace, con lanas de color, un glorioso penacho de guacamaya.
Se detiene en medio del campo, y yo la miro. No es el ánfora: sus caderas son finas; es el vaso, un dorado vaso de Guadalajara con la rejilla bien lamida por la llama del horno, por su sol mexicano.
A su lado suele caminar el indio: la sombra del sombrero inmenso cae sobre el hombre de la mujer y la blancura de su traje es un relámpago de luz sobre el campo. Van silenciosos por el paisaje lleno de recogimiento; cruzan de tarde en tarde una palabra de la que recibo la dulzura sin comprender el sentido.
Habrían sido una raza gozosa: los puso Dios, como a la primera pareja humana, en un jardín: su país bellísimo. Pero cuatrocientos años esclavos les han desteñido la misma gloria de su sol y de sus frutas; les han hecho la arcilla de sus caminos, que se suave, sin embargo, como pulpas derramadas…
Y esa mujer que no han alabado los poetas, con su silueta asiática, ha de ser semejante a la Ruth moabita que también labraba y que tenía atezado el rostro de las mil siestas sobre la parva…
México, 30 de junio de 1923.
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