Augusto Céspedes: Epílogo para el diablo

Augusto Céspedes: Epílogo para el diablo

Simón I. Patiño, 1941.
La historia es que el Rey del Estaño regreso a Cochabamba en 1947. Ausente de su tierra natal las últimas cuatro décadas de su vida, no dejó de cumplir una vieja promesa y regresó a sus 89 años de edad, vestido de smoking, cuello duro, corbata negra, la condecoración de Gregorio VII, maquillado con un ligero tinte rosa en los pómulos y los labios. Y embalsamado.

Retornó triunfante a sellar con su restos inmortales el aplastamiento de la Revolución Nacional abatida el año anterior por alborozados tumultos de la Democracia restaurada entre banderas norteamericanas, damas hemofilias y el sanguinario entusiasmo de una banda anónima que invadió el palacio presidencial, acuchilló al Presidente Villarroel y lo arrojó por un balcón sobre la muchedumbre que arrancándole el saco, la camisa, los pantalones, los calzoncillos y los zapatos lo arrastró hasta colgarlo en un farol poniéndole un mandil a manera de taparrabos.

Hechos, no palabras. El comentario del señor Patiño a tal acto de purificación consistió en ordenar desde Buenos Aires a su banco en La Paz que obsequiara un millón de pesos (20.000 dólares) al heroico pueblo que de ese modo lo desagraviara.

Sus últimos años lo había vivido en hoteles. Desde que huyó de Francia en 1940, en la torre del Waldorf-Astoria de New York. Y concluida la guerra, en un departamento del Plaza de Buenos Aires, ciudad a la que se trasladó en barco porque nunca confió en la estabilidad invisible del aire. También por temor a pleitos potenciales de la servidumbre doméstica abandonó sus mansiones ducales y se hizo pensionado de hoteles. Los médicos, ellos sí, vencieron su natural desconfianza conservando su existencia de mogul sagrado hasta los 89 años en que murió, huésped de lujo, en el Plaza.

Como último domicilio Patiño había elegido el mausoleo que mando construir al estilo del siglo XVIII francés en la falda del Tunari, y que nunca conoció. Regresó cerrado en un cilindro metálico, metido en un sarcófago faraónico de maderas preciosas, talladas con incrustaciones de marfil y manijas de plata, una superproducción única de los funebreros de la avenida Santa Fe que, posteriormente, pasaron a la familia tal factura que ésta les hizo pleitos ante los Tribunales.

Patiño no descansó un momento. Del Plaza al necrocomio para la desecación científica; a las oficinas de la Embajada boliviana para velatorio; a la misa pontifical en San Nicolás de Bari; a la estación del ferrocarril, seguidos por miembros de la familia real, abogados, gerentes y el embajador de Bolivia. Embarcado en una bodega sellada atravesó la pampa hacia el Norte, subió por la quebrada, en dos días alcanzó el altiplano, atravesó la frontera. Dentro del territorio boliviano las autoridades civiles y militares formaban en las estaciones, , solícitas ante los ilustres huéspedes que cumplían un penoso peregrinaje, progresivamente fatigoso por las deficiencias del lavabo deshidratado, del coche-comedor subdesarrollado y con mozos mugrientos. En Oruro ya no quedaba nadie de los antiguos conocidos. Los sindicatos de obreros habían sido disueltos, pero en cambio se incorporaron al cortejo el presidente de la República -grato a la financiación estannífera de su campaña electoral- y los ministros de Estado con lágrimas en los ojos.

El tren fúnebre descendió al valle y llegó a Cochabamba. En la gran concentración de la estación del ferrocarril sólo unos universitarios antisociales lanzaron gritos de protestas y echaron volantes pero fueron corridos por la gente indignada. "Es el colmo. No respetan ni la muerte". Ningún cochabambino pudo conocer personalmente al prócer por prohibírselo el doble envase cuyo hermetismo daba a entender que don Simón, misántropo en vida, seguía eludiendo en muerto la curiosidad de sus paisanos. Pudieron admirar únicamente la ebanistería del embalaje, sus argentíferos manubrios, las pirámides de corona, la pompa incrustada entre las deficiencias lugareñas como la del desintegrado coche fúnebre que, siendo de primera, tenía los vidrios rotos y un automedonte sin uniforme, guiando dos caballejos desnutridos para trasladar al magnate de la estación a la Catedral pasando bajo de los alares de tejas y de los herrumbrosos balcones de hierro donde pendían raídas banderas a media asta en cumplimiento del doble duelo decretado por el gobierno central y por la municipalidad. Frente a la Catedral el regimiento de guarnición con los tambores a la sordina. Se inició el certamen oratorio con el Himno Nacional. Veinticuatro discursos que hacían eco a los editoriales de la prensa: "El gran cochabambino. Por él Bolivia fue conocida en Europa y Estados Unidos. Incorporó apellidos de la aristocracia europea a su digna estirpe. Regaló el potro árabe "Liliot" a nuestras Fuerzas Armadas. Por razones de salud no pudo regresar antes a la patria. Pero desafiando a la calumnia y a la envidia ordenó que sus restos vuelvan a su tierra natal. Aquí lo tenemos a nuestro hijo predilecto".

Los caballeros de la Cofradía del Santo Sepulcro introdujeron el féretro al templo, doblados por su peso, en el foco de la expectación ciudadana. Mitrados y canónigos delante del altar mayor velado por una cortina negra. En sitiales de ceremonia inmóviles como el catafalco los herederos venidos desde París y, a su nivel, el presidente y los ministros de riguroso luto con el que habían hecho todo el trayecto desde La Paz. Más negrura en las autoridades y gentes de la sociedad de pie o arrodilladas y atrás, apiñados en las naves, los vecinos ansiosos del único contacto que en toda su existencia podían tener con el millonario. Esperaban algún milagro y la cápsula mortuoria les parecía la reliquia de San Genaro en proporción áurea. El ataúd cubierto con la bandera boliviana y rodeado de coronas, con tarjetones donde figuraban las siglas de sociedades anónimas, trust, bancos, compañías; guirnaldas del presidente de la República, del gabinete ministerial, de las sociedades culturales, de los partidos Liberal, Republicano, Socialista Unificado y del Partido de la Izquierda Revolucionaria.

El heredero del trono era objeto de la curiosidad que despertaría un maharajá asiático caído en la aldea quichua, aunque la impresión era decepcionante. Simón había durado tanto que dejaba a Antenor ya viejo, canoso y arrugadito. Insignificante e inexpresivo, con las mismas pupilas opacas e inamistosas del monarca difunto, cumplía el aburrido rito de presidir la ceremonia, de participar en la democracia de provincia., rodeado del pequeño círculo criollo pero más envuelto por inoportunos olores a patas, sudores mestizos y a coca masticada que no lograba disipar el incienso a máximo volumen. Semejante mixtura perturbaba también el réquiem cantado en el interior de la basílica que se tejía con las notas de la banda municipal de la plaza: músicos con chaqueta militar y pantalones de paisano tocaban boleros y pasacalles a falta de marchas fúnebres clásicas que ignoraban. De todos modos, el homenaje no podía reducirse al mundo decente sino que debía permitir participación al pueblo, como réplica al calificativo de "apátrida" que habían dado a Patiño algunos intelectuales cochabambinos envidiosos.

Ese día don Simón se trasladó con el mismo abrigo de caoba y emponchado en la bandera nacional a su misteriosa y legendaria residencia de las faldas del Tunari. Los técnicos de la apoteosis anunciaron que se permitiría el ingreso de los villanos a conocer al mausoleo. La empresa de electricidad -de la que fue principal accionista y como tal había hecho nombrar a su gerente presidente de la República en 1930- concedió convoyes gratuitos en el tranvía hasta el pueblo de Quillacollo.

Patiño hizo el mismo trayecto de sauces y álamos que recorrió cuarenta años antes, ascendiendo sobre baches en su carromato entre maizales y alfalfares a cuya vera aparecían chozas techadas de paja de las que salían campesinos a sumarse al cortejo. Llego al lugar de la sombra azul, donde el olor de la yerba buena y de la menta condensados propicuiaron la elección del paraje en el que mandó construir la mansión que sólo conocería en los diseños del arquitecto francés. Después de un camión con polizontes y el coche fúnebre venían dos automóviles (de la prefectura y de un terrateniente que lo prestó) llevando a los deudos: mestizos quichuas, un conde francés y una condesa española de postín. Luego viejos autos de alquiler que cargaban al presidente, ministros, el prefecto con banda tricolor en la barriga y a la Corte Superior en pleno, llenos de sudor y polvo. El polvo que levantaba la caravana oficial daba la medida de su importancia, ahogando a las carretas y las filas de peatones y jinetes de las aldeas vecinas que desde temprano acudían al entierro. En medio camino estaban levantados los palos que cerraban la "Propiedad privada" sobre cuya geometría de jardines y árboles importados surgía el bloque granate de los ceibos centenarios. Cercaba toda la propiedad una cintura de muros de ladrillos erizados con aristas de botellas rotas.

Altas rejas negras con astas doradas y florones con las iniciales "S.I.P." se abrieron al carro y los caballejos en la entrada a la avenida de cipreses que conducía a la capilla donde el Obispo ofició el réquiem con orquesta del Conservatorio. Luego el transporte tuvo que hacerse todo a pulso hacia una plazoleta donde cuatro sauces llorones rodeaban a una congregación escalonada de figuras de mármol, todo un curso de estatuaria genovesa con un cristo en alto, leones bostezando, famas arrogantes y ángeles con las cabezas inclinadas y las alas plegadas, excepto un arcángel de categoría, en ademán de alzar el vuelo y de tocar una larga trompeta dorada que sostenía con una mano sobre los labios".

Ya no correspondió a los Cofrades del Santo Sepulcro sino al Presidente y sus ministros la tarea de quebrarse la columna vertebral. Sudando como gañanes tuvieron que dejar el ataúd y ceder la faena a fornidos indígenas de la caballeriza que estimulándose con apóstrofes en quichua lo levantaron y acarrearon para subirlo e introducirlo al túmulo. Chocó el sarcófago y se le desprendió un manubrio de plata que el ministro de Hacienda se agachó a recoger, por acción refleja. Otros pasos más. Uno de los indios acosado por las moscas murmuró: "¿Imaraycu ajina llasa cay cojuro?".

Antenor no entendía el quichua. En medio de la expectación que atraía el carguío, fosco e impasible resistía la presión que, como en un subte, ejercía sobre los caballeros y damas de sociedad la chusma pueblerina que seguía llegando demográficamente explosiva a ocupar mayores áreas del parque, anegando ya las galerías de la residencia, alborotando y pisoteando las plantas del coto vedado y animando con su curiosidad cobriza el arisco silencio treintenario. Los villanos gozaban del ceremonial a su manera, hollando parterres, subiéndose a los canteros, aplastando jardines italianos, volteando macetas con arbolitos japoneses y "despetalando" las flores, según el lenguaje de un poeta chuquisaqueño que había dedicado una oda a Patiño.

En realidad florecía más bien el hermoso color del valle en la tez de las cholas de cabelleras trenzadas y sombreros blancos de copa alta, de los cholos en mangas de camisa, de los llocallas descalzos, los indios con abarcas, ponchos y gorros de lana policroma con más los vecinos de las ladeas circundantes, todos los cuales marginaban a los señorones ahogados de calor con sus ropas negras y provocaban desmayos de las damas. La clase alta y los estratos aborígenes, la élite terrateniente y el campesinado sudaban por igual. Sudaban el conde de Boubucay y la condesa española de postín abanicándose ofendida. Antenor, in mente, agradeció a su padre que nunca le permitió rozarse con semejante indiada.

El presidente, ministros, mitrados y gerentes codeados, empujados y pisoteados sin que pudieran impedirlo los gendarmes ni los leones de bronce, ni las Famas liderizadas por la estatua angélica de mármol con su trompeta de oro.

Sin embargo, el poder de Patiño trascendió por un instante. La turba impedía escuchar el discurso del subprefecto de Quillacollo que aludió al origen rural del monarca, llamándole hijo predilecto del pueblo de Karasa donde pidió erigirle un monumento. Tampoco de pudo oír el de profundis del obispo que bendijo el ataúd por centésima vez. Pero en el momento en que se precedía a empujar a Patiño a la catacumba resonó agudísimo, largo hasta penetrar en las quebradas de la montaña, el toque de la trompeta soplada por el querubín de mármol. Un cantarino torbellino de pájaros se zambulló en la copa de los sauces llorones y calló. En el surco del silencio que dejó la trompeta del Ángel callaron todos y aun los bostezos de los leones de bronce se solidificaron.

Terminó la clarinada del arcángel y entonces el monarca fue empujado sin el menor miramiento ya sin ningún poder humano, a la antesala del averno. Fue cerrada la puerta de bronce y el último homenaje de los vivos consistió en bloquearla con una guirnalda de hojas metálicas de dos metros de diámetro y cien kilos de peso con banderines de los colores del Commonwealth y un tarjetón de la International Tin Inc. Consolidated. Adentro su presidente, cerrado en el recinto sin más luz que una lamparilla de minero en el fondo de la mina.
En el parque las damas de negros trajes blanqueados por el polvo, los miembros de la familia real, el presidente y algunos ministros privilegiados, caminaron hacía la mansión, a tomar unas cocacolas, tibias porque no había hielo. Los altos empleados no sabían cómo desalojar a la gente que se instaló en el parque. Los serenos y mayordomos del feudo y los gendarmes fueron expulsados a patadas por los intrusos que ya vinieron borrachos bebiendo en el camino.

Antenor aconsejó la retirada. No obstante su amor a la propiedad tuvo que irse saliendo con la comitiva por un portón lateral hacia los automóviles. Quedó en los jardines la muchedumbre de cholas, artesanos, labradores y los vecinos venidos de la ciudad. Se tendieron en el pasto, vaciaron de sus atados y canastas los chicharrones y choclos, las jarras de chicha y las botellas de cerveza y pisco y templaron sus charangos. Voluptuosamente echados entre margaritas y begonias, bajo las magnolias y los achaparrados robles y los plátanos de Indias o embracetados en aro se brindaron mutuamente vasos de cerveza y chicha, improvisando un mágico día de campo criollo en el coto del Rey, orinándose sobre las rosas de Francia y las violetas imperiales, vomitándose en la piscina . Los gendarmes bebían fraternizado con sus compadres. Unos chicos descubrieron las jaulas de la pollería, las abrieron y persiguieron a las gallinas blancas y a los gallos de raza. Mugían asustadas las vacas Hereford y los caballos árabes relinchaban espantados ante las provocaciones de los audaces que querían montarlos.

Ya al atardecer, por el polvo del camino que filtraba un sol avergonzado, en carretas, camiones, caballos, burros o a pie los romeros tocando sus charangos y cantando canciones obscenas abandonaron el parque señorial, dejando a Simón Patiño solo, solitario en su envoltura faraónica.
"Por fin terminó el ajetreo" se diría éste. Pero entonces emanaron de la bóveda de la cripta como en un parto múltiple numerosas formas de muñecos formados de escorias chispeantes amasados con lama negra, que tenían pupilas de estaño del 99,99 por ciento: los duendes, los "tíos" de las minas que venían también a rendir su homenaje. Abrieron la caja, cortaron fácilmente la cápsula metálica y levantaron a Patiño, obligándole a pasar más adentro, más adentro.

En la cripta se abrió una galería llena de vapores sulfurosos y una temperatura de 2.000 grados centígrados que no parecía molestar a un enorme danzarín de la Diablada, con su gran máscara de dientes de caimán, sus cuernos entrelazados con serpientes verdes, ojos de vidrio con pupilas de metal y una corta capa bordada de perlas, zafiros, huayruros y espejitos. La cola colorada se enredaba en una pierna asomando el aguijón.
"Entra, compadre. Vamos a experimentar un nuevo procedimiento de volatilización electrolítica. Seguirás ganando".

Último capítulo de la novela de Augusto Céspedes Metal del Diablo de Ediciones Eudeba, Buenos Aires, Argentina, 1974.


comentarios:

Hermano, soy argentino, a veces me entra como una nostalgia de Augusto Céspedes, ese gran olvidado por los bolivianos y por los latinoamericanos, ese genial disruptor de las letras hispanas, ese explorador de la conciencia popular de Bolivia, podría llenar un pizarrón con elogios a Céspedes, y se me han perdido todos sus libros. Gracias por ayudarme a recordarlo con este post...