Ramón Díaz Eterovic: La tristeza de Gatica
Gatica recuerda los primeros versos del bolero mientras observa los rostros de la gente y atisba la pequeña ilusión del cigarrillo clandestino que alguien enciende y oculta de inmediato en el hueco de la mano. Siente moverse el escenario bajo sus pies y más allá de donde imagina están las últimas butacas, reconoce las luces que se alejan escurridizas hacia el profundo corazón de la noche. Nadie aplaude ni él espera que lo hagan. Sólo quiere ser escuchado y que alguien, conmovido con su voz, suspenda por unos minutos el hilván solitario de sus pensamientos. Vacila e intenta dos pasos sin destino que reafirman la fragilidad de su intención. Sus labios tiemblan como la primera vez, allá en el sur, en la quinta de recreo de Arancibia, amo y señor de la noche pueblerina, quien para promover el debut de su joven estrella mandó a pintar un cartel con letras grandes, trazadas a brochazos de rojo intenso: Gatica, la voz que acaricia y asombra. Un eslogan sugerido por los clientes que seguían sus presentaciones con el entusiasmo de quienes creían en su futuro, no tanto por la coincidencia de nombres y apellidos con el célebre interprete de Contigo en la distancia, sino porque su voz tenía el mismo tono aterciopelado, susurrante, que obligaba a las parejas a mirarse a los ojos, sintiéndose protagonista de la fugaz tragedia apresada en el bolero.
Gatica piensa en su padre, el responsable de su temprana afición por los versos dulces que distorsionaron su manera de ver la vida desde la nostalgia por un pasado que acostumbra a evocar en tonos grises. Su padre, un locutor de voz gastada que lo llevaba a la radio desde la cual emitía la audición Hora de Bohemios y le hacía escuchar discos de carátulas colorinches de los que salían las voces de Leo Marini, Julio Jaramillo y Gatica, el auténtico, al que su viejo había escuchado en el Waldorf, acompañado por la orquesta del maestro Roberto Inglés, durante el único viaje que hiciera en su vida a Santiago. En esas visitas a la radio, y cuando él aún se empeñaba en desentrañar el misterio de las perillas de los equipos de transmisión, su padre colocaba las placas e imponía silencio para que pusiera atención a las pausas, a esa música que era necesario seguir para dejar caer las palabras en el tiempo justo, como gotas de un líquido precioso del que nada se podía desperdiciar. Tardes de una época que le parece lejana mientras observa al público que lo mira con recelo, molesto de que él, como antes muchos otros, intervenga sus sentimientos en una hora en la que ya podrían estar en sus casas, lejos del bullicio desesperado de la ciudad. Tardes que fueron el inicio de la ilusión y de las primeras presentaciones en la radio del pueblo después de la misa dominical y del paseo por la plaza principal, desde la cual fue despedido por una veintena de amigos que agitaron pañuelos mientras subía al bus que lo llevaría a Santiago, a cumplir el contrato que un amigo de Arancibia le había conseguido para cantar en salas de bailes y en dos festivales en pueblos aledaños a Santiago, primer escalón hacia los sellos discográficos y a ese éxito que asociaba a fotos impresas en las portadas de las revistas que adquiría su padre para informarse de los entretelones del mundillo musical.
Al tiempo que recuerda los versos que se propone cantar, una mirada extraña recorre los pliegues de su camisa deslavada y el brillo seboso de sus pantalones. Observa a su alrededor y en uno de los asientos más próximos descubre a una muchacha de aspecto serio que seguramente lo ha vistocaminar por el pasillo y sigue con atención sus pasos nerviosos, la indecisión con que mira al auditorio sin atreverse a empezar aquella canción que le recuerda una noche de invierno en la boite La Llave de Oro, cuando conoció a Doris, la estriptisera de mirada triste que, antes de subir al escenario lo besó en las mejillas y le dijo: "Canta para mí tu mejor bolero". Hasta entonces no había dejado de pensar en su pueblo; en sus amigos que deseaban verlo triunfar y le escribían cartas todas las semanas contándole las alternativas de la vida pueblerina; en Angélica, una morocha de ojos grandes a la que había jurado regresar cuando su nombre fuera conocido. Ella, que había escrito el nombre de Gatica en su bolsón liceano, lo vería aparecer arriba de esos autos americanos que veían en las películas de los domingos, siempre llenos de tipos alegres y engominados. Tendrían una fiesta de matrimonio a la que asistiría toda la gente del pueblo, incluidas las vecinas boconas que hablaban mal de él, porque que cantaba en los quilombos, a cambio de unas monedas que despilfarraba en camisas y corbatas de seda que adquiría al turco que cada quince días interrumpía la calma de las calles con su camión cargado de baratijas, ropa y utensilios de cocina de dudosa calidad.
Y por dos o tres años creyó en el sueño. Grabó un disco, cantó en radios y lo invitaron a tres o cuatro programas de televisión donde lo presentaron como "la voz melodiosa de la provincia". Tuvo admiradoras que le escribían cartas para contarle que soñaban con él; debió eludir el asedio de las muchachas que lo esperaban a la salida de sus actuaciones, y los periodistas de espectáculosdedicaron extensas crónicas a elogiar su voz con los mejores adjetivos. Pero la vida tiene vueltas y muchas mentiras de las cuales arrepentirse. Gatica lo supo cuando las trasnochadas y las penúltimas copas ensombrecieron su rostro, y esos amigos de turno que esperaban verlo pagar las cuentas fueron dejándolo solo, cada vez un paso más en la calle, rumbo a los salones mugrosos que sobrevivían en los aledaños de la calle San Diego. Cuando dejó de ser una novedad y comprendió que necesitaba algo más que una buena voz para seguir en carrera y evitar que su único disco fuera dar a los mesones de ofertas o a los bolsos de los vendedores que ofrecían retazos disqueros a los parroquianos ebrios de los bares. Cuando Doris lo abandonó para irse a vivir con un milico panzón y alguien, del que ya ni recordaba el nombre, lo bajó a empellones del escenario en el que actuaba porque era la tercera vez en la semana que subía borracho y olvidaba las letras de los boleros. Fue la noche que arrancólos afiches que colgaban en las paredes de su pieza y huyó por la ventana para evitar la humillación de ser expulsado por la dueña de la pensión a la que debía seis meses de renta y demasiadas promesas incumplidas.
La mirada de la muchacha lo vuelve a inquietar. Gatica piensa que es muy joven para asociar su rostro al que aparecía en los diarios de otras épocas. Quizás sólo lo observa con el afán del científico que rastrea las explicaciones de un fenómeno que no comprende, o por una malsana atracción hacia su rostro marcado por la huella de la navaja que un matón sacó a relucir en el más miserable bar de Puerto Montt, al final de esa solitaria gira de pueblo en pueblo que inició la noche de su huida de la pensión y de Santiago, abordando trenes en marcha y descendiendo en andenes sin nombre para evitar el control de los inspectores. Viajes con altos y bajos. De algunas noches en que los parroquianos aplaudían la desdibujada imagen del ídolo que sólo conocían de nombre; y de otras, en que debía cantar a cambio de dos copas de vino y un camastro donde aliviar la borrachera hasta el paso del próximo tren. Trató de asociar el rostro de la muchacha con algún nombre del pasado, y sólo consiguió pensar en la navaja que determinó el fin de esa gira que varias veces lo había hecho pasar frente a su pueblo, sin tener el valor para detenerse en la estación y con pasos lentos encaminarse hasta la radio donde su padre seguía trasmitiendo los boleros de Agustín Lara, Alvaro Carrillo, Lucho Gatica y Roberto Cantoral, sus preferidos a la hora de escoger la programación radial.
Miedos viejos y actuales que entristecen a Gatica y lo hacen recorrer los episodios de su vida, a semejanza de un juego en el que todas las cartas han sido adversas. Sabe que ni siquiera los recuerdos evitarán la vergüenza que siente al enfrentar el último de sus escenarios. Ha pensado en ello todo el día. Desde la mañana cuando gastó sus últimas monedas en cigarrillos, hasta esa noche de viernes en que la gente parece más alegre y dispuesta a gestos que lo salven de la humillación. Pero sabe que no tiene otra alternativa. Le tiemblan las piernas y piensa por un instante en abandonar el escenario miserable en el que se encuentra. Pero es sólo un sentimiento breve al que la resignación le ha enseñado a combatir aceptando que la vida sólo es el pálido reflejo de los sueños. Olvida los ojos de la muchacha, se aferra a la sobrecubierta desgasta de uno de los asientos y sin otro motivo que el desamparo, recuerda a Rosa, la vecina viuda que semanas antes de que él dejara su pueblo, y como un signo de buena suerte, lo instó a besarla, en el comienzo de un secreto que nunca se atrevióa confesar ni siquiera a sus mejores amigos, y que muchas veces, en noches de soledad y cuartos fríos, reconocía como uno de los pocos momentos en que la felicidad acarició sus mejillas.
Sabe que la nostalgia no sirve de refugio y por eso, al tiempo que el conductor termina de cobrar los pasajes, aclara su garganta y entona los versos que la memoria impone. Un bolero que recorre los pasillos, enterneciendo a los pasajeros que buscan unas monedas en los bolsillos para pagar el derecho a escuchar el que tal vez sea el último recital de Gatica, "la voz melodiosa de la provincia". Entonces, mientras su tristeza se convierte en bolero, en versos que hablan de perfidias y olvidos, el bus acelera y se interna en la noche.
RAMÓN DÍAZ ETEROVIC (Punta Arenas, 1956). Ha publicado las novelas: "La ciudad está triste", "Solo en la Oscuridad", "Nadie sabe más que los muertos", "Nunca enamores a un forastero" "Angeles y s olitarios", "Correr tras el viento", "Los siete hijos de Simenon", El ojo del alma, El hombre que pregunta, El color de la piel y A la sombra del dinero. Es autor de la novela infantil: R y M investigadores. Ha obtenido una treintena de premios, entre los que destacan el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura (1995) y el Premio Municipal de Santiago, género novela (los años 1996 y 2002). Recibió el Premio Anna Seghers de la Academia de Arte de Alemania (1987); y obtuvo el Premio Las Dos Orillas del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón (2000). El año 2005, el Gobierno de la República de Croacia lo condecoró con la Orden de Danica Croata Marko Marulic. Sus novelas han sido publicadas en Portugal, España, Grecia, Francia, Holanda, Alemania, Croacia, Argentina e Italia. El año 2005, Televisión Nacional de Chile exhibió la serie Heredia & Asociados basada en sus novelas del detective Heredia.
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