Rufino Blanco-Fombona: El hombre de oro
EL HOMBRE DE ORO
OOlga quería permanecer en Caracas porque estaba enamorada; Andrés quería partir porque estaba celoso.
La culpa la tenía el torero, aquel español de rostro glabro y sombrero calañés con quien Chicharra cruzase un día en el zaguán de Andrés Rata.
Este conocía los recios pitones con que la esposa se puso a engalanarle. De no sentirlos por sí propio, no faltó quien le presentase espejos.
Recibió cien anuncios anónimos; los amigos le espetaban indirectas; los periódicos adversos le disparaban pullas buídas y los caricaturistas empezaron a figurarlo brevicórneo, con los rizos de la frente como el desgaire, levantados y en punta, semejantes a rabitos de alacrán, o más bien a cuernecillos de ternero. Aquel poetastro participaba por el canto del ave y por los cuernos del ciervo: era un poeta elafórnito. Si hubiera sido capaz de engendrar, habría dado ser a un onotauro. Todo Caracas sabía aquello, menos el perpicaz Aquiles.
Carecía Andrés Rata de valor para impedir al bárbaro de torero que continuase sus relaciones con Olga, o bien para lavar la afrenta con sangre; y carecía de carácter para imponerse a Olga. Optó por la fuga, por salir de Venezuela con su mujer.
El tiempo no limaría sus cuernos, pero obraría tal vez el milagro de que Caracas los olvidase, o, por lo menos, de que, habituándose, ya no enjorquinara la reputación del marido, ni acribillase a saetas al minotaurizado, ni le pusiera, como hilarante novedad de las caricaturas, aquellos rabitos en las sienes.
A fin de propiciarse a Chicharra, cuya estúpida vanidad conocía, y para que Chicharra solicitase el Consulado, discurrió aquella estratagema sobre los prohombres liberales. Jamás pensó en escribir tal obra. "¡Prohombres!..." - pensaba-. "¡Cochinos!... Ahora me dejan cara a cara con mi vergüenza! ¡Que les redacten poesías los toreadores de España!"
Cuanto a Olga, sentíase enamorada de veras, enamorada como nunca, enamorada loca.
Vio al torero Feúco por la primera vez en el circo, una tarde de corrida. La prestancia del gladiador, vestido de luces, hizo dar un vuelco al corazón de la pizpireta. Volvió a la plaza otras tardes de fiesta y se despalmó aplaudiendo al espada.
Pero murió Eufemia y ya Olga no pudo asistir a más corridas.
¡Lástima! Los billetes los enviaban a la redacción de Andrés, gratis. Por fortuna existe sobre la tierra la casualidad, esa buena diosa. Fue Olga un día a casa de su modista -una española- a probarse un traje de luto para el duelo de Eufemia, y allí encontró al espada, tan sevillano como la costurera y, desde España, su amigo.
Con tanto ardor encomió Olga el arte del matador, mientras le ensayaban el traje que, al salir, la modista creyó complacer a la cliente diciéndole al torero:
-Feúco, la señora es una grande admiradora de usted.
El torero gruñó algo, respetuoso y confuso; pero Olga le echó una mirada, una sola, de esas que rinden a un hombre las enaguas.
Aquello bastó.
Se encontraron de nuevo una y otra vez, como a la ventura, en casa de la servicial y complaciente costurera española. Después se vieron en otras partes.
Llegó el carnaval. Ella dijo al marido, una tarde, que iba en casa de las Agualonga, pero la estaba ya aguardando el toreador con coche y disfraces listos. Jugaron Carnaval de lo lindo, hasta con Andrés Rata, a quien toparon en el corso.
Aquel torero, más bestia que sus toros y más enérgico, apenas sabía sino mugir; pero su músculo carácter dominó a la dominadora.
Por la primera vez en su vida Olga conoció el amor de un hombre de intensa varonía, de un garañón, de un macho; y por primera vez rindió su voluntad… Aquel mozote bruto y brutal se impuso a la dorada pantera razonadora, de cuerpo lindo y alma horrenda.
Feúco conocedor, por Olga, de los apremios consulares de Rata, hizo jurar a su barragana que ésta no se ausentaría de Caracas mientras él torease allí. Feúco, bélitre vanidoso, quería lucir su conquista. Aspiraba también a que Olga partiese con él para Méjico, adonde marcharía cuando concluyese su contrata de Caracas.
-En eso no te complazco, Feúco- le decía Olga.
Y Feúco respondía.
-Bueno; me iré solo.
Entretanto, ni Andrés Rata, ni Aquiles Chacharra, ni Camilo Irurtia, ni Mandinga en persona eran bastante influyentes para obtener que Olga se ausentase de Caracas desprendiéndose de los brazos del espada Feúco.
(…)
Cuando Andrés Rata regresó a su hogar, después de haber presenciado la apoteosis de Irurtia, padeció horas de infortunio, las más negras de su vida de adulón profesional. ¡Pobre periodista de alquiler!
Su mujer no estaba allí.
En la mesita de noche, una esquela corta y trágica explicaba la ausencia. Olga le decía en aquellas líneas que huía con un hombre, con un hombre de veras, en busca de la felicidad que él no supo darle.
Andrés Rata, nervioso, no pudo conciliar el sueño durante la noche.
Con el alba estuvo en Miraflores. Cundo abrieron las puertas, entró, antes que el panadero y el lechero.
Irurtia no se había levantado aún y Andrés Rata permaneció cerca de dos horas, pálido, cariacontecido, taciturno, en el corredor desierto, esperando que el ministro pudiera recibirlo. Ya Irurtia no salía de su dormitorio al amanecer como antes.
Cuando Irurtia supo la fuga de Olga, se llevó las manos a la cabeza.
-Pero esa criatura es una loca. Las salpicaduras de ese lodo llegarán, probablemente, hasta mí. Rosaura va a morirse de vergüenza y dolor.
Andrés suplicó para que la detuviesen en La Guaira. Irurtia telefoneó de allí mismo, en persona.
El torero Feúco -le contestaron- acaba de partir, acompañado de una dama a quien no conocían, por un vapor que zarpó a las siete de la mañana con rumbo a Cuba y a Méjico.
-Yo no puedo permanecer en Caracas-gimoteó Andrés Rata- ¡Figúrese usted cómo se cebarán en mi infortunio mis enemigos!
Y pidió un Consulado cualquiera.
-Antes del mediodía-le repuso Irurtia- tendrá usted en su casa el nombramiento. Lo haré asimismo enviar su viático y sueldos adelantados por cinco o seis meses. Váyase volando. Si de aquí a la noche sale algún vapor, parta hoy mismo. Si no, mañana, por la Mala Real. Adiós. Escríbame.
Cuando Andrés se restituyó a su domicilio, se puso a arreglar, con los objetos más necesarios, un baúl y una valija; escribió a un hermano para que deshiciese la casa y arreglase los asuntos pendientes. Esa misma tarde partió en un vapor holandés.
Con sueño por el desvelo de la noche precedente, aquella noche, a bordo, durmió como un bendito. Al día siguiente se levantó, matinal; y apenas concluyó el desayuno, se puso a escribir un poema contra su mujer llamándola traidora.
Desde entonces, ¿qué hizo el minotauro sino cantar sus cuernos, llamar pérfida a la esposa en redondillas hebenes y explotar la compasión que inspira a los incautos? Su desgracia ha sido su negocio. Si de algún escritor puede decirse que ha vivido de su cabeza, es de Andrés Rata.
Extracto del libro de Rufino Blanco-Fombona, El Hombre de Oro, Editorial Iberoamericana de Publicaciones, Madrid, 1930.
La culpa la tenía el torero, aquel español de rostro glabro y sombrero calañés con quien Chicharra cruzase un día en el zaguán de Andrés Rata.
Este conocía los recios pitones con que la esposa se puso a engalanarle. De no sentirlos por sí propio, no faltó quien le presentase espejos.
Recibió cien anuncios anónimos; los amigos le espetaban indirectas; los periódicos adversos le disparaban pullas buídas y los caricaturistas empezaron a figurarlo brevicórneo, con los rizos de la frente como el desgaire, levantados y en punta, semejantes a rabitos de alacrán, o más bien a cuernecillos de ternero. Aquel poetastro participaba por el canto del ave y por los cuernos del ciervo: era un poeta elafórnito. Si hubiera sido capaz de engendrar, habría dado ser a un onotauro. Todo Caracas sabía aquello, menos el perpicaz Aquiles.
Carecía Andrés Rata de valor para impedir al bárbaro de torero que continuase sus relaciones con Olga, o bien para lavar la afrenta con sangre; y carecía de carácter para imponerse a Olga. Optó por la fuga, por salir de Venezuela con su mujer.
El tiempo no limaría sus cuernos, pero obraría tal vez el milagro de que Caracas los olvidase, o, por lo menos, de que, habituándose, ya no enjorquinara la reputación del marido, ni acribillase a saetas al minotaurizado, ni le pusiera, como hilarante novedad de las caricaturas, aquellos rabitos en las sienes.
A fin de propiciarse a Chicharra, cuya estúpida vanidad conocía, y para que Chicharra solicitase el Consulado, discurrió aquella estratagema sobre los prohombres liberales. Jamás pensó en escribir tal obra. "¡Prohombres!..." - pensaba-. "¡Cochinos!... Ahora me dejan cara a cara con mi vergüenza! ¡Que les redacten poesías los toreadores de España!"
Cuanto a Olga, sentíase enamorada de veras, enamorada como nunca, enamorada loca.
Vio al torero Feúco por la primera vez en el circo, una tarde de corrida. La prestancia del gladiador, vestido de luces, hizo dar un vuelco al corazón de la pizpireta. Volvió a la plaza otras tardes de fiesta y se despalmó aplaudiendo al espada.
Pero murió Eufemia y ya Olga no pudo asistir a más corridas.
¡Lástima! Los billetes los enviaban a la redacción de Andrés, gratis. Por fortuna existe sobre la tierra la casualidad, esa buena diosa. Fue Olga un día a casa de su modista -una española- a probarse un traje de luto para el duelo de Eufemia, y allí encontró al espada, tan sevillano como la costurera y, desde España, su amigo.
Con tanto ardor encomió Olga el arte del matador, mientras le ensayaban el traje que, al salir, la modista creyó complacer a la cliente diciéndole al torero:
-Feúco, la señora es una grande admiradora de usted.
El torero gruñó algo, respetuoso y confuso; pero Olga le echó una mirada, una sola, de esas que rinden a un hombre las enaguas.
Aquello bastó.
Se encontraron de nuevo una y otra vez, como a la ventura, en casa de la servicial y complaciente costurera española. Después se vieron en otras partes.
Llegó el carnaval. Ella dijo al marido, una tarde, que iba en casa de las Agualonga, pero la estaba ya aguardando el toreador con coche y disfraces listos. Jugaron Carnaval de lo lindo, hasta con Andrés Rata, a quien toparon en el corso.
Aquel torero, más bestia que sus toros y más enérgico, apenas sabía sino mugir; pero su músculo carácter dominó a la dominadora.
Por la primera vez en su vida Olga conoció el amor de un hombre de intensa varonía, de un garañón, de un macho; y por primera vez rindió su voluntad… Aquel mozote bruto y brutal se impuso a la dorada pantera razonadora, de cuerpo lindo y alma horrenda.
Feúco conocedor, por Olga, de los apremios consulares de Rata, hizo jurar a su barragana que ésta no se ausentaría de Caracas mientras él torease allí. Feúco, bélitre vanidoso, quería lucir su conquista. Aspiraba también a que Olga partiese con él para Méjico, adonde marcharía cuando concluyese su contrata de Caracas.
-En eso no te complazco, Feúco- le decía Olga.
Y Feúco respondía.
-Bueno; me iré solo.
Entretanto, ni Andrés Rata, ni Aquiles Chacharra, ni Camilo Irurtia, ni Mandinga en persona eran bastante influyentes para obtener que Olga se ausentase de Caracas desprendiéndose de los brazos del espada Feúco.
(…)
Cuando Andrés Rata regresó a su hogar, después de haber presenciado la apoteosis de Irurtia, padeció horas de infortunio, las más negras de su vida de adulón profesional. ¡Pobre periodista de alquiler!
Su mujer no estaba allí.
En la mesita de noche, una esquela corta y trágica explicaba la ausencia. Olga le decía en aquellas líneas que huía con un hombre, con un hombre de veras, en busca de la felicidad que él no supo darle.
Andrés Rata, nervioso, no pudo conciliar el sueño durante la noche.
Con el alba estuvo en Miraflores. Cundo abrieron las puertas, entró, antes que el panadero y el lechero.
Irurtia no se había levantado aún y Andrés Rata permaneció cerca de dos horas, pálido, cariacontecido, taciturno, en el corredor desierto, esperando que el ministro pudiera recibirlo. Ya Irurtia no salía de su dormitorio al amanecer como antes.
Cuando Irurtia supo la fuga de Olga, se llevó las manos a la cabeza.
-Pero esa criatura es una loca. Las salpicaduras de ese lodo llegarán, probablemente, hasta mí. Rosaura va a morirse de vergüenza y dolor.
Andrés suplicó para que la detuviesen en La Guaira. Irurtia telefoneó de allí mismo, en persona.
El torero Feúco -le contestaron- acaba de partir, acompañado de una dama a quien no conocían, por un vapor que zarpó a las siete de la mañana con rumbo a Cuba y a Méjico.
-Yo no puedo permanecer en Caracas-gimoteó Andrés Rata- ¡Figúrese usted cómo se cebarán en mi infortunio mis enemigos!
Y pidió un Consulado cualquiera.
-Antes del mediodía-le repuso Irurtia- tendrá usted en su casa el nombramiento. Lo haré asimismo enviar su viático y sueldos adelantados por cinco o seis meses. Váyase volando. Si de aquí a la noche sale algún vapor, parta hoy mismo. Si no, mañana, por la Mala Real. Adiós. Escríbame.
Cuando Andrés se restituyó a su domicilio, se puso a arreglar, con los objetos más necesarios, un baúl y una valija; escribió a un hermano para que deshiciese la casa y arreglase los asuntos pendientes. Esa misma tarde partió en un vapor holandés.
Con sueño por el desvelo de la noche precedente, aquella noche, a bordo, durmió como un bendito. Al día siguiente se levantó, matinal; y apenas concluyó el desayuno, se puso a escribir un poema contra su mujer llamándola traidora.
Desde entonces, ¿qué hizo el minotauro sino cantar sus cuernos, llamar pérfida a la esposa en redondillas hebenes y explotar la compasión que inspira a los incautos? Su desgracia ha sido su negocio. Si de algún escritor puede decirse que ha vivido de su cabeza, es de Andrés Rata.
Extracto del libro de Rufino Blanco-Fombona, El Hombre de Oro, Editorial Iberoamericana de Publicaciones, Madrid, 1930.
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