sonia gonzález valdenegro

sonia gonzález valdenegro



EL CRIMEN DE ESTER

Se han dicho demasiadas cosas acerca de la muerte de Ester. Sobre la que podría haber sido su vida de no ocurrirle el infortunio. Se ha dicho, con frecuencia, que desgracias como el crimen de Ester suceden a veces porque son mensajes, signos, y que personas como ella son una elección que hace el destino. O Dios.
La gente habla de lo que ignora...
El caso es que Ester lleva muerta muchos años, y que nadie la recuerda ya, como hace el tonto del barrio, cada vez que va por las ruinas del hospital a medio construir o pasa junto a la puerta de la casa que fue de sus padres, la misma de la que salió la mañana de su último día.
Está viejo el tonto. El tiempo pasa para todos. La gente se ha ido del barrio. Los padres de Ester se mudaron. Partió el novio, para casarse con otra. Hasta su hermano se fue, o se lo llevaron, preso, por un asunto de drogas.
Y Juan. Aunque él de otra manera. Lo encontraron muerto en su casa, hace un par de años. Se colgó de la viga más alta, en la sala de su casa.
Donde hubo un sitio baldío pusieron después una plaza. En la fuente de soda una verdulería. Y el colegio es ahora más grande; hay más cursos y tres jornadas, dos durante el día y una vespertina.
A veces el tonto grita el nombre de Ester. Y ese es, para todos, un signo más de su locura, la que atribuyen a la enfermedad de su madre. O a todo el vino que bebió su padre antes de reventar.
Ester. Ester...
Pero nadie hace caso de lo que un tonto declarado va gritando por la calle, menos aún si se refiere a la muerte de una muchacha que, de seguir viva sería ahora una respetable madre de familia. Aunque no..., dicen que no respetable, y que madre tampoco. No llegó a ser madre Ester.
Es verdad que el tonto tuvo su día, que alguna vez fue señalado por los dedos acusadores como el culpable. Pero eso fue cuando a alguien le interesaba saber lo sucedido con ella; cuando la policía, acicateada por las noticias de los diarios que se explayaban con los detalles del crimen, buscaba con desesperación alguien a quien cargarle los dados.
Tal fue el minuto del tonto. Aunque ya no hay quien recuerde, como hace él, su expresión en la primera página del Vea, en el momento en que uno de los policías lo sacó de su casa para subirlo al vehículo, aprisionada la cabeza en el perfecto torniquete del brazo derecho del oficial, que lo obligó a inclinarse para entrar en el vehículo, pero dio tiempo a su mirada para dirigir aquella expresión que valdría al fotógrafo un premio de la academia y que sintetizaba todo el estupor de un inocente, la asombrosa incomprensión de los idiotas.
No le sacaron palabra al tonto. Ni siquiera entonces. Si fuera capaz de comprender lo sucedido, el tonto se preguntaría si existe otro más hombre que él en el mundo, alguno que soportara más palabras e insultos, si ha habido en algún lugar de esos en que se inmola a la inocencia, una impavidez semejante a la suya ante la injuria repetida tras la cachetada de tonto huevón, mil veces. Ni siquiera entonces tiró palabra de lo que sabía.
Llevaba algunas horas muertas, cuando la encontraron. Un vagabundo, que solía deambular entre las ruinas del hospital a medio construir, la vio tirada cerca del que iba a ser el acceso de las ambulancias, donde crecía una hierba muy alta, lastimada de sol. Dijo que tenía la falda recogida a la altura de la cintura, y que debajo no llevaba nada. Parecía tan sorprendido de aquella desnudez, que repitió varias veces las palabras nada y muerta, como si le costara convencerse de que el espectáculo de una muchacha desnuda y muerta fuera para él. También el pecho de Ester estaba descubierto. Y lo único que la ponía a salvo de un frío incapaz ya de lastimarla y de la curiosidad de tantos ojos apenas contenidas tras de los cordones policiales, era aquella falda que jamás ocultó demasiado y el gran pedazo de lona que uno de los de la policía arrojó sobre su cuerpo después, cuando ya lo habían visto demasiados.
Le arrancaron los calzones. El que lo hizo tenía uñas largas, que trazaron cortes profundos sobre sus muslos blancos. La blusa fue encontrada después, colgando de unos fierros oxidados, trofeo de guerra que flamea contra el paisaje derruido de un territorio ocupado.
Y ni las medias, ni los zapatos de Ester...
Para el tonto aquello es paradojal, aunque ignora aquel concepto. Matar a una muchacha como Ester y dejarse las medias, los zapatos. Los zapatos tenían terraplén; eran negros; el cuero no era de calidad, tal vez ni siquiera cuero de animal sino algo sintético que se llevaba mucho por entonces. Y las medias eran transparentes; parecía desnuda Ester con ellas, cuando las llevaba puestas sobre su piel que era, como la de todas las muchachas de aquel barrio, algo áspera y engranujada, igual que la carne de una gallina recién pelada.
Cuando le fueron a avisar, el padre de Ester salió de su casa enseñando los puños. La madre corrió tras de él secándose las manos en un delantal de cocina que se anudaba a la cintura. La noticia había ido ya por el barrio con la velocidad a la que suelen volar las tragedias, y los vecinos aguardaban amontonados a la entrada del lugar. Al llegar los padres, el murmullo de asombro se apagó. Alguien carraspeó denotando su confusión, y luego se les abrió camino hacia el cuerpo de Ester.
Desde donde observaba, el tonto no podía ver. Escuchó el sonido de los frenos de los vehículos de la policía que seguían llegando y estacionándose en desorden en el sitio baldío, Habría querido llegar adelante. Se sentía con derecho a mirar. Pero no pudo. Tampoco logró hacer fuego para encender un cigarrillo que le bailaba entre los dedos porque el viento apagaba la llama una y otra vez.
El grito de la madre erizó los cabellos de los presentes. Había un automóvil con una alarma encendida que el conductor apagó para escuchar, él también, el sonido de aquel dolor. Por un momento todos habrán pensado que sobrevendría una catástrofe mayor, un terremoto, un salvaje temporal. Una chica lloraba en silencio y se lamentaba de ver el cuerpo de Ester sobre una camilla. Era morena, como ella. Menuda, también. Y su cabello tenía la suavidad del de ella al agitarse al viento de la tarde cuando regresaba del colegio, demorando las pisadas sobre la acera donde el tonto esperaba para verla. El tonto no sabría decir si era Ester a quien esperaba en las esquinas en un lento matar las horas de la calle o a cualquiera otra que oliera y caminara como ella, alguien cuyo cuerpo joven exudara un deseo contenido. Tampoco estaba seguro de que fuera otra la chica que miraba el cuerpo caído o la misma Ester, regresada para mirar como le quedaba la muerte, porque su tristeza tenía la apaciguada curiosidad con que se reviste el recuerdo de quienes han partido.
Se inició aquel día la investigación sin rumbo, donde se insistió, especialmente, en las medias y los zapatos que servirían, según el oficial a cargo, para dar con él o los asesinos.
El tonto y Juan fueron interrogados. Y con ellos los otros, a los que también volvió sospechosos la fama de vagabundos. Juan primero. El tonto al final, cuando a alguien se le ocurrió decir que alguna vez fue violento, que merodeaba a la salida del colegio del que lo echaron porque no aprendió a escribir y que de los tontos puede esperarse cualquier cosa porque son diferentes de los otros. Y el crimen de Ester era una cosa distinta; un hecho sin precedentes en el barrio: la muerte de la más bella, o de una cualquiera a la que la prensa de entonces convirtió en la más bella de todas.
El padre declaró que Ester salió de casa a las dos para ir al colegio y que no supo de ella hasta el día siguiente, cuando le fueron a avisar que estaba inconsciente (quien llevó la noticia sólo habló de inconsciencia) en las ruinas del hospital. La madre agregó que nunca se demoraba en volver y por eso, pasadas las seis de la tarde, había dicho a su marido: oye, viejo, a la niña le sucedió algo; llama a la policía. El hermano, un chico demasiado joven para cargar con el muerto que sus padres querían echarle encima por no haber regresado con ella o no saber más de la vida, dijo que la última vez la vio apoyada en uno de los pilares del edificio de la escuela, sola, y que no le habló porque parecía estar en uno de aquellos días difíciles en los que resultaba tarea ardua sacar de ella una palabra que no fuera insultante. Carmen, la mejor amiga, insistió con desconsuelo que ese día, ese único y aciago en tantos años de amistad, no regresaron juntas porque Ester cogió otra dirección, y que parecía nerviosa y distante las jornadas que le precedieron. Y el chico Gómez, el único novio que le conocieron, lamentó el fin de una relación que habría preservado a la muchacha que él aún amaba de cualquier peligro.
Antes del hallazgo transcurrió la larga noche en que los padres llamaron a la policía. Dudaba el oficial (la silueta de él recortaba sus contornos sobre el telón de fondo de una cortina de tul) de la desaparición, de una desgracia, de un hecho en fin, que fuera de su competencia, insistiendo con majadería ante los padres en la posibilidad de que Ester hubiera abandonado la casa por decisión propia.
El tonto y Juan permanecieron hasta después de las doce bebiendo cerveza en la fuente de soda, a dos cuadras del sitio donde el cuerpo de Ester aguardaba por su hallazgo. Juan se mordía, aquella noche, las coyunturas de los dedos. Estaba triste. Y al tonto su tristeza le afligía como ocurre siempre con el dolor de aquellos a quienes amamos. Y se esmeraba, con las pocas monedas que había en su bolsillo, en ofrecerle una cerveza más, un sándwich. Pero Juan apenas le dirigía la palabra, mordiéndose los dedos.
Tardaron mucho en interrogarlos. Pero no faltó quien dijo, luego de las infructuosas pesquisas, bueno, entonces detengamos a los vagabundos del barrio.
El examen de los restos reveló que antes de morir Ester estuvo fumando y que bebió mucha cerveza. Identificó también la causa técnica de su muerte y los pormenores de lo que pudo ser una ceremonia en la que su vientre fue rasguñado alrededor del tatuaje junto al ombligo que su madre dijo desconocer. El tanatólogo afirmó que por la tarde comió una hamburguesa, que su sangre carecía del factor RH y que encapullada en su útero dormía una criatura del sexo masculino.
El hijo de Ester...
Sus padres, incrédulos, se recriminaron una y otra vez e intentaron lo que no pasaban de ser conjeturas acerca del comportamiento de su hija durante los últimos días.
Como todos, el tonto asistió al funeral.
Después el tiempo volvió sobre su rumbo.
A menudo regresa a las ruinas del hospital a medio construir. Se sienta a fumar en el sitio donde la encontraron, diez metros más hacia la entrada de donde aseguran los expertos fue asesinada.
Recuerda el tonto como hacen los viejos cuando ya no se espera nada de la vida y se acepta la distancia que lenta pero implacablemente va poniéndoles ésta. Recuerda los lejanos partidos cuando Juan le tiraba un pase y él podía retener algunos segundos consigo la pelota antes de que otro se la quitara. Y las noches en que Juan lo llamó para que compartieran una cerveza. Recuerda que Juan lo llamaba por su nombre; que fue el único, durante toda su vida, que lo llamó por su nombre.
Y a Ester. Todo el tiempo piensa en ella. Sentado sobre el nacimiento de un muro que jamás llegó a levantarse del todo, piensa en la Ester que Juan y él seguían por las calles del barrio, la muchacha orgullosa que dirigía a Juan una mirada por encima del hombro y a él nada, ni siquiera el fugaz brillo de sus ojos, como si no existiera.
Pero no su muerte.
Ester. Ester...
Recuerda, aunque cada vez menos, la noche antes de colgarse, cuando Juan pasó por su casa y le dejó, envuelta en un papel de diario, una caja que contenía los zapatos y las medias de Ester.
Los objetos que a veces saca desde debajo de la cama y mira, y vuelve a guardar y a mirar. Objetos que le pertenecen. Como la propia Ester.

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