groucho marx
UNA VELADA ESPIRITISTA EN MI CASA
Con la posible excepción de la ropa, de los salones de belleza y de Frank Sinatra, hay pocos temas en los que todas las mujeres estén de acuerdo. Uno de los tópicos que parece ejercer una profana fascinación sobre todas ellas es la magia. Bolas de cristal, gitanas que dicen la buenaventura, quirománticos, sesiones de espiritismo e incluso extraños mensajes escritos en chino pueden desarrollar en ellas una auténtica servidumbre. Todo ello viene a probar que la mujer es el único ser que hace tan sólo quince años ha salido de la selva. Esto, sin embargo, forma parte de sus encantos, lo mismo que sus tacones altos, sus prendas de nylon, una falda que se bambolea e incluso sus dientes blancos.
Yo las he visto sentadas durante horas, con aire febril y ojos extraviados, en torno a un mueble irregular de madera que llaman "velador". Si te hubieras atrevido a decirles que eran ellas mismas las que lo hacían moverse, sin ayuda de ninguna fuerza sobrenatural, te habrían mostrado sus dientes nacarados y te habrían mandado que cerraras el pico y te largaras.
Cuando llegué por primera vez a Hollywood, viví en una vieja y polvorienta casa situada en las colinas. En aquellos tiempos no existía la televisión para ver un programa y echar a perder una velada y había que buscar otros medios de pasar las largas y tristes noches en que no había ninguna cena fuera de casa. El sexo había sido descubierto y abandonado por la mayor parte de mis amigos.
Una noche, un cuarteto de esposas de amigos míos estaba sentado frente a la chimenea de nuestra sala de estar. Eran mujeres normales, de mediana edad, con hijos mayores y el pelo recogido. ¿Qué estaban haciendo? Apoyaban las puntas de sus dedos sobre un pequeño objeto de madera que parecía un riñón aplastado y colocado encima de un velador.
Era una noche calurosa y no había nada más en la chimenea que unos cuantos periódicos viejos y arrugados, que estaban allí desde el invierno anterior, y unos cuantos leños semiquemados. Allí estaban sentadas aquellas mujeres estúpidas, pulsando aquel objeto absurdo y haciéndole ir de un lado para otro. Sus ojos estaban ausentes, dominados por la excitación. Ni siquiera un terremoto podría haberlas distraído.
Finalmente me encaminé hacía ellas y, con voz amistosa, pregunté qué era lo que causaba tamaña excitación. Una de ellas me dijo que cerrara el pico. Otra más ocurrente dijo:
-¡Ojalá te caigas muerto!
La tercera se limitó a murmurar:
-¡Largo de aquí imbécil!
La cuarta explicó entre dientes:
-Has de saber, estúpido, que estamos recibiendo señales de George Washington.
¿George Washington? Si hubiera dicho George Raft, quizá las habría comprendido. Pero ¿Washington? Había muerto hacia casi doscientos años (y probablemente estaba más ocupado ahora que lo había estado jamás), pero allí estaban aquellas cuatro amas de casa, de mente débiles, intentando febrilmente ponerse en contacto con él. Las podría haber comprendido si hubieran intentado ponerse en contacto con Martha. Pero, ¿qué podía tener George en común con ellas?
En torno a aquel artefacto, aquellas ancianas vírgenes seguían moviendo de un lado para otro el chisme de madera. Al fin, dijo una:
- George, estamos intentando llegar hasta ti. ¿Percibes nuestras señales? ¿Nos oyes?
No sé si George las oyó, pero de repente un ratón de tamaño mediano salió corriendo de la chimenea. Las cuatro mujeres empezaron a chillar y se subieron encima del piano.
No pude llegara a convencerlas de ningún modo de que el ratón no era el padre de nuestro país. De todos modos, tal como van las cosas actualmente, quizá lo era.
Yo las he visto sentadas durante horas, con aire febril y ojos extraviados, en torno a un mueble irregular de madera que llaman "velador". Si te hubieras atrevido a decirles que eran ellas mismas las que lo hacían moverse, sin ayuda de ninguna fuerza sobrenatural, te habrían mostrado sus dientes nacarados y te habrían mandado que cerraras el pico y te largaras.
Cuando llegué por primera vez a Hollywood, viví en una vieja y polvorienta casa situada en las colinas. En aquellos tiempos no existía la televisión para ver un programa y echar a perder una velada y había que buscar otros medios de pasar las largas y tristes noches en que no había ninguna cena fuera de casa. El sexo había sido descubierto y abandonado por la mayor parte de mis amigos.
Una noche, un cuarteto de esposas de amigos míos estaba sentado frente a la chimenea de nuestra sala de estar. Eran mujeres normales, de mediana edad, con hijos mayores y el pelo recogido. ¿Qué estaban haciendo? Apoyaban las puntas de sus dedos sobre un pequeño objeto de madera que parecía un riñón aplastado y colocado encima de un velador.
Era una noche calurosa y no había nada más en la chimenea que unos cuantos periódicos viejos y arrugados, que estaban allí desde el invierno anterior, y unos cuantos leños semiquemados. Allí estaban sentadas aquellas mujeres estúpidas, pulsando aquel objeto absurdo y haciéndole ir de un lado para otro. Sus ojos estaban ausentes, dominados por la excitación. Ni siquiera un terremoto podría haberlas distraído.
Finalmente me encaminé hacía ellas y, con voz amistosa, pregunté qué era lo que causaba tamaña excitación. Una de ellas me dijo que cerrara el pico. Otra más ocurrente dijo:
-¡Ojalá te caigas muerto!
La tercera se limitó a murmurar:
-¡Largo de aquí imbécil!
La cuarta explicó entre dientes:
-Has de saber, estúpido, que estamos recibiendo señales de George Washington.
¿George Washington? Si hubiera dicho George Raft, quizá las habría comprendido. Pero ¿Washington? Había muerto hacia casi doscientos años (y probablemente estaba más ocupado ahora que lo había estado jamás), pero allí estaban aquellas cuatro amas de casa, de mente débiles, intentando febrilmente ponerse en contacto con él. Las podría haber comprendido si hubieran intentado ponerse en contacto con Martha. Pero, ¿qué podía tener George en común con ellas?
En torno a aquel artefacto, aquellas ancianas vírgenes seguían moviendo de un lado para otro el chisme de madera. Al fin, dijo una:
- George, estamos intentando llegar hasta ti. ¿Percibes nuestras señales? ¿Nos oyes?
No sé si George las oyó, pero de repente un ratón de tamaño mediano salió corriendo de la chimenea. Las cuatro mujeres empezaron a chillar y se subieron encima del piano.
No pude llegara a convencerlas de ningún modo de que el ratón no era el padre de nuestro país. De todos modos, tal como van las cosas actualmente, quizá lo era.
3 comentarios:
00:48
que interesante...
una semana, escucho de un amigo en Pta Arenas "tengo un libro con los diarios de Groucho Marx."
La semana proxima, un amigo en Cincinnati compre el mismo libro, los diarios de Groucho Marx...
Y ahora, casi un mes despues, la cara de Groucho Marx es sobre la Imaculada Decepcion.....
Ascierto, el espiritu de Groucho Marx es afuera en el mundo... Viven los Marxistos!!!!
saludos de lejo,
-- Phil del Norte (26 sept, 2006)
02:56
Hola carísimo poeta phil gooding, parafraseando al gran Carlitos te diré que: ?un fantasma recorre el mundo, el fantasma del grouchomarxismo?.
02:57
Yo también te quiero santacotita.
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