Braulio Arenas: Leonora Carrington

Braulio Arenas: Leonora Carrington

Max Ernst y Leonora Carrington, St Martin d’Ardèche
(Francia), 1939 -fotografía de  
Lee Miller.

Si yo debo convencerme que frente a mí vida hay una piedra de sacrificio, sobre la cual debo inclinar mi frente para mirarme en mi propia sangre (y este convencimiento durará el tiempo justo que tenga para volverme hacia una enigmática sacerdotisa que blande una carta del tarot, en la que está escrito que es de toda necesidad que atraviese la galería, y suba los dos escalones, los cuales, según dicen, representan el asfixiante dualismo de toda existencia), entonces, y sólo entonces, yo seguiré la diagonal de estos arcanos: la avenida llamada del futuro y bajo la sombra de los árboles del pasado.
Las cartas del tarot, pintadas a encanto por Leonora Carrington, bullen en su imaginería fastuosa ("y esta carta -me explica la sacerdotisa, blandiendo una- parece que es un legado de la Atlántida"), cruzan como sílabas mágicas antes de constituir una palabra real, o salpican de imágenes los bordes del espejo, como si tanta noche no pudiera contener tantas estrellas.
Y ahora las cartas del tarot siguen un orden de ondas, pues bajo ellas se deslizan las bacantes ondinas, y es Bella, la enamorada de Carlos V, quien reclina su cuerpo junto al río para intentar sus profecías, mientras el Duque Miguel pone un tricornio en la cabeza de la mandrágora para investirla como mariscal de campo, y el golem de gitana, por un callejón sin salida de lágrimas, resuelve el amor en una complicada trigonometría de espectros.
Tarot -río al aire libre, río subterráneo. Y en pos de esta nadadora, yo me sumerjo en una oscura galería, la que corta -también en sentido diagonal- las raíces del castillo. Por esta galería van y vienen, portando antorchas, ora incrustándose en las sombras de las paredes, ora hundiéndose de cabeza en las aguas (las antorchas chisporrotean), Anne Ward Radcliffe, Clara Reeve, Horace Walpole, Robert Maturin, Edward Young, John Ford, Cyril Tourneur, John Webster, y el espectro del monje Lewis, el espectro. Todos van y vienen, con una impaciencia de víspera de fiesta, todos van y cantan, todos ríen y vienen, todos esperan la llegada de Leonora Carrington.
Pues Leonora Carrington es el rayo de luz que todos esperábamos, rayo de luz que se corta en el diamante llamado poesía, y va a esparcir sus mágicos colores por la habitación antes negra del mundo, rayo de luz que baña real al barco fantasma, rayo de luz que entra por el ventanuco de la celda (y esto casi ha dejado de ser simbólico lenguaje, suponiendo al hombre prisionero de la razón), rayo de luz transfigurado en llave de libertad, o llave de libertad transformada en luz de amor.
Porque, si se trata bien de las contradicciones del presente, o de nuestro presente, entonces es preciso convenir que el tránsito por la famosa galería es de toda necesidad. Es cual una imprescindible prueba de iniciación, exacta y terrible, y con todos los requisitos del graal. Sin embargo, a la salida nos recibe el país del espejo (hemos dejado atrás el país del espejismo), y Alicia Liddell y Leonora Carrington nos urgen a suministrar los primeros informes de la nueva tierra.
Informes de encantamiento que nosotros, a nuestro turno, oímos, miramos y leemos con avidez, y entonces la tierra gira a impulsos de la luz, y todo nos parece natural, verídico y puro. Pues esta piedra ya no es de sacrificio, sino nido del cual vuelan corazones intactos como pájaros de sangre. Y esta inspirada sacerdotisa ya no blande una carta del tarot (tal como la que agitara en sus manos antes que yo me precipitara en esta galería subterránea), ella misma es la carta, una carta de luz escrita por sus propias manos luminosas y para un mundo sombrío como destinatario.
¿Y estos dos escalones, donde se había planteado el dualismo banal de la existencia, no me han conducido a una cima en la cual pasado y futuro, sueño y realidad, orden y aventura, se adentran en un todo y se confunden?
¡Oh alucinante realidad de Wonderland! Esta avenida (me explica Alicia Liddell) es la avenida del futuro, pero éstos árboles (me agrega Leonora Carrington) son los árboles del pasado. Y ambas siguen suministrándome los rientes informes acerca de esta nueva tierra: Wonderland, la maravillosa, la cual (tal a la bienvenida que se encuentra al alcance de la mano, o el sueño al alcance de la almohada) se encuentra al alcance del espejo.
¡Oh alucinantes informes éstos de Leonora Carrington! Escuchad sus adivinaciones, leed aquellos maravillosos textos (los conejos levantan las cabezas desde su macabro festín para ver pasar raudas, las estrellas errantes que son sus manos, ella no quiere, de manera alguna, asistir a su estreno en sociedad y viste con un traje elegante a la hiena, o concurre a la mansión de la señora Pavura, justo a tiempo para presenciar el baile de los caballos, y para redactar, con exactitud magnética, la biografía de Penélope), o embrujaos, pero definitivamente, ante su pintura, donde se ostenta la vida feérica de la poesía -pero definitivamente-, su pintura trazada con el ala de una gaviota malherida en un cielo permanentemente cicatrizante. Sus colores, encerrados en una clepsidra, destilan, segundo a segundo, el tiempo (un tiempo que parece presidir el arcano XVII), para convertirlo en espacio (con la creencia encerrada en el arcano XVI). Y en acuerdo feliz, tiempo y espacio se escurren de los dedos de Leonora Carrington para traspasarse al cuadro, donde los vemos apoderarse de las formas habituales de la realidad, despojándolas de sus innecesarias vestiduras: los personajes, los animales y los paisajes temáticos de Leonora Carrington, parecen mirarnos desde otro mundo, desde otro tiempo y otro espacio que son los nuestros, pero tratados alquímicamente por esta gran transmutadota de la luz.

2 comentarios:

nada que ver
solo invitar a mi blog

boladorbolatil.blogspot.com

entren y opinen !!!!!!!!!!!!!
(y linkeen!!!!)

oh encuentro nuevos blogs! para envolverse de escritos maravillosos
hola ^^
me gusta el tuyo mucho
lo encontre x el escrito de cioran..k amo
bueno, saludos