nélida piñon

nélida piñon



bravura

Se disputaron la misma mujer, con los ojos y con la rabia. No bastando, decidieron pelear. Uno frente a otro, organizados y múltiples. El salvajismo perplejo de rostros espléndidos como los de aquellos hombres, cuando sólo la muerte se convierte en solución. Decisión de cuchillo, libre de consecuencias. Ágiles se acercaban, tan fatal el movimiento con que se arremetía sobre el otro que, en breve, rodarían por el suelo, casi el amor vigoroso de los hombres consagrados a pasiones mayores. Después, necesitados de sentir el olor que cada cuerpo ofrecía, se propusieron intensificar el odio hasta fortalecer al máximo las ganas de matar, se entreveraron, brutales, y la sangre chorreó abundante. A los borbotones, beneficiando una vitalidad que desdeñaba el hábito de la paz. El rostro desencajado trazaba un último dibujo. Un hombre moría y otro contemplaba.
La mujer se aproximó, también quería ver. La convivencia con la muerte, sus modales agónicos. Se amoldó a la vida, imaginándose en la cama, extendida, entregada a la tarea del placer. Finalmente exhausto, el hombre murió, y su sangre era soberbia. Tomó ella la mano del sobreviviente como si le dijese, vamos ahora a mi cuarto, te merecés lo que una mujer guarda sólo para los héroes.
Todavía perplejo por la asombrosa destrucción de un hombre, él se dejó llevar: como si nada representara su trabajo, adiestrar un cuchillo y, rutilante, destrozar, con delicadeza y precisión, un vientre extraño. Qué diferencia del vientre de mujer, que se extendía lleno de aristas arrogantes, y él apenas comprendía la tosquedad de aquel hombre entregado a la muerte, incapaz de soportar la vida. Prevalecía su violencia de hombre, por sobre su fuerza la destreza, de esas que exterminan y matan.
Grande y desordenado el cuarto de la mujer, sólo la cama recibía cuidados. Enseguida se desnudó, ávida y objetiva.; el hombre pensó, si poseo esta mujer vendo al hombre que acabo de matar por ella. Se confundió con todo lo que pensaba en aquellos instantes, deseó tomarla ingrato y sin pretensiones, como quien cumple las cosas que más tarde abandona al uso y a la podredumbre. Le dijo:
-¿Cuándo años tenés? Y se dio cuanta que solo la había deseado a partir del instante en que el muerto la cortejó. Tuvo miedo de dejarse atrapar por una extraña red de imitaciones donde irían a perderse virtudes y excelencias. Lo cierto es que su naturaleza, además de impulsiva, se había vuelto imitativa de las artes de otros hombres.
No lo conmovía la ternura que la mujer demostraba, entregándose empeñosa. Le dio rabia querer y depender. Matar a un hombre para cumplir con el mandato de su sexo. Introducirse en aquella mujer, arrebatarla, y la abstracción de las cosas concretas. Trató de ofenderla para no cumplir de inmediato con su obligación.
-Cúal es tu precio.
-¿Mi precio?
-Sí, el de una mujer que se acuesta con un hombre. Tengo que pagar, ¿no es cierto?
Con rabia ella lo amenazó: -Es necesario que yo sea la mujer más cara que jamás tuviste.
El hombre se aproximó desdeñoso, ahuyentando cálculos, tal la perfidia de su naturaleza ingrata. Para abstraerse después de matar a un hombre. Y nadie, en todo el mundo, tenía un pensamiento tan intenso como el suyo una vez que había alcanzado la magnitud de una acción. Se decidió: si fui lo bastante vil como para matar a un hombre por una mujer, bajo como soy entonces, pero virilmente, he de poseerla. Y disgustado se cumplió sobre ella, dentro de las reglas, esa cierta disciplina que jerarquiza a gente de su especie.
Después ella comprendió que la menor arrogancia merecería la muerte. Le trajo café, y él reincorporó fuerzas que se probaron inéditas aquella noche. Aceptó las iniciativas de la mujer, reconociéndole gracia y encanto, pero lo hizo sin alegría. Era cosa extraña, triste y pegajosa, mal definida y bien comprendía que no debía deferir de la miseria de pertenecerse y obrar.
-¿Está rico el café? -sondeó ella su vida
ahora que indisciplinado se abatía en la cama, miró el propio cuerpo desnudo. Sin poder soportarlo más, se dirigió a la mujer:
-¿Qué nombre tenía aquel hombre?
Mantenía la indiferencia en casos como aquél, que no advirtiese la nueva estima que lo dominaba y que, de ser notada, habría de capturarlo en una trampa que ni siquiera se descubre de qué está hecha, si es o no difícil de apariencia, o sus tejidos y artimañas tan perfectos que por allí la libertad no se insinúa.
-No sé.
Comprendió la manera que tenía de rechazar la culpa que intentara dividir con ella. A partir de aquel instante, el nombre del hombre lo envolvió, y el remordimiento, manifestándose siempre que, vacilante, se entregara a pensar. Después, ya vestido, abrió la billetera, también él exigía venganza, y la imaginaba herida con su dinero en la mano. Pero rebosando vida y gracia ella le dijo: -Faltaba más.
-¿Y por qué?
-Mataste al hombre. Eso basta.
Y se acomodó. Debía abofetearla. Pero no podía. Desbordaba ímpetu y audacia. Por más que intentara liberarse del miedo y de la propia arrogancia,, siempre fallaría. Porque más que del muerto y su visión, ella había abusado de su cuerpo. Bajó la cabeza, tal su vergüenza ante la falsa sabiduría de la mujer.
-Escuchame dijo él, no quiero volver a verte. Si ocurre, te juro que sería capaz de matarte.
Se fue escaleras abajo, confuso y solitario.

Traducción de Santiago Kovadloff. Cuento aparecido en la revista Crisis. Buenos Aires, setiembre, 1975.

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