El contagio de la locura
Por Sonia González Valdenegro
EL CONTAGIO DE LA LOCURA, de Juan Mihovilovich
El territorio del otro lado del límite que separa la razón del extravío o lo racional de lo irracional ha sido uno de los motivos literarios que Juan Mihovilovich ha desarrollado a lo largo de su extensa obra, iniciada en la década de los setenta. La paradoja, el absurdo, sino lo fantástico, se asientan en sus textos como una manera de anunciar que el universo tiene otro punto de vista para ser observado. Y es el suyo un gran desafío, que otorga una connotación especial a su trabajo, realizado a espaldas de las historias maniqueas que se adquieren hoy por hoy en nuestro mercado de pequeños consumidores de textos escritos.
En el caso de la novela que hoy presentamos, este ojo apunta hacia uno de los grandes temas literarios, el del poder, aunque sería más preciso hablar de la autoridad, ficcionado esta vez no desde quien o quienes son objeto de su ejercicio sino desde el drama del que tiene la sartén por el mango o. en este caso, el mallete a mano. Porque el protagonista de esta historia es un juez, un magistrado sin nombre, esto es un cualquiera colocado en el traje de la magistratura, y quien repentinamente, sin una causa necesaria al efecto, cruza la delgada línea que separa los dos mundos, el de lo racional de la enajenación. No es casual su anonimato ni gratuita la ausencia de toda biografía sobre él. A mi modo de ver, ello responde al papel que este personaje cumple en el trabajo de Mihovilovich, el de la representación de una autoridad feble, expuesta a su inminente desplome no por causas que digan relación con su propias condiciones o limitantes sino por el hecho preciso de aquello que representa: el papel de alguien a quien se otorga atributos que le permiten decidir sobre la vida de otros. En este tránsito desde y hacia el otro lado de la frontera no hay camisas de fuerza, no hay barrotes, no hay un diagnóstico como no sea el de la propia conciencia, alertada del inminente estado de locura a partir de la condena a un colibrí. El personaje enfrenta de esta manera una realidad que pone en tela de juicio su propio trabajo, que en el caso de este personaje, dada su innominación y la falta de referentes de un mundo privado, le define. El es el juez. Más que un juez cualquiera, lo es de un pueblo, aquel gran infierno donde todos conocen a todos y en el que no cabe el secreto ni el anonimato que nos amparan en las grandes ciudades. En esas calles, recorrido inevitable de sus rutinas, el juez parece condenado a encontrarse a diario con alguien a quien condenó o a cuyos problemas impuso un fallo sobre el que el encuentro deja caer una sombra de duda. Todos y cada uno de los personajes que aparecen en el escenario donde se desarrolla este estado de desvarío representan en su conjunto una voz única, que pone al juez en el papel del acusado por primera vez, cuestionando un ejercicio en el que parece haberse encontrado muy cómodo hasta entonces, ya que su vida parece bien asentada en una sucesión de rutinas que no logra, sin incomodarse, alterar. Pero este cambio de reglas no se queda en la simple amenaza, de tal manera que el propio entorno del personaje se vuelve una suerte de verdugo al asumir una conducta inesperada que importa un desafío a su autoridad y su autoridad define su amor propio, integrado por los elementos del decoro y la dignidad, también inherentes a su condición.
En ciertos pasajes de la novela, el protagonista parece desplazarse por un mundo que se ha quedado repentinamente vacío, y en el cual todos estos personajes secundarios son la aparición fantasmal que trae el otro yo del juez. Lo confiesa, por boca de uno de sus procesados. Yo no quiero ser el que soy. Quiero ser el otro, el otro que vive conmigo. Tal es su contradicción humana, de la que parece no poder desasirse sino a través de gestos de mutilación, realizados por mano de esos otros sobre cuyos destinos y voluntades tiene poder. Entre la mutilación y la locura, este buen ciudadano expresa un sentimiento de libertad que se expresa en la siguiente sentencia: Esto es la vida, un estero que deja un día de serlo y sin saber cómo, ni cuándo, ni por qué, se convierte en un río irresistible.
Tal es, más menos, la trama de la historia que Juan Mihovilovich nos propone. Así expuesta, parece algo siniestra. Pero la novela El contagio de la locura, más que una visita a la enajenación posible de un personaje equis, en este caso un juez rural, es una mirada a nuestra condición humana, donde la verdadera lucha, la que se libra todos los días es aquella que busca un motivo para luchar, esto es una razón para estar vivo.
Quiero destacar de mi primera y segunda lecturas, la precisión del texto, un estilo depurado, conciso que renuncia a la imagen, el tropo o cualquier suerte de preciosismo de lenguaje, entregando al lector un relato casi circunstanciado de hechos a través de un refinado despliegue de acontecimientos, cuyo desarrollo orillea permanentemente la ambigüedad, un recurso que refuerza la idea de la locura. Si, en algunos pasajes el poeta gana la partida al narrador, este último ha vencido finalmente amarrando las alas de un discurso que pudo extraviarse por otros rumbos. Esta precisión del texto es, además de una virtud necesaria en escritos literarios, un componente más de la historia, que adquiere así atisbos de verosimilitud, no obstante los evidentes gestos de irracionalidad de que habla.
Quiero resaltar, además, el interés de lo anecdótico en esta historia. Por las páginas de esta novela deambulan una importante cantidad de personajes singulares, todos los cuales tienen en común el constituirse en una pesada carga para el juez. Pero cómo, dirán, si el es juez, el es la autoridad. Pues por eso, en tanto juez, en tanto autoridad, es responsable de todos ellos, y todos le observan con sospecha, con ironía. Y es que, a través de esa mirada, es el propio personaje quien se observa a sí mismo con la eterna duda respecto de sí mismo. A ratos, estos personajes podrían darse una vuelta por las novelas de Saramago. Se sentirían igualmente cómodos que en El contagio de la locura. O por un texto de Kafka, donde los diálogos de esta novela son perfectamente posibles, como es posible este juez que observa, teme, pero, especialmente, duda.
En este ambiente resalta el entorno geográfico del cual el autor entrega pistas: un pueblo pequeño, la cercanía del mar, un estero, un volar de pájaros, la tempestad o el juego de nubes, la inundación inminente, en fin. A partir de estos ingredientes, podría pensarse en El contagio de la locura como en una novela rural. Tal vez. Lo cierto es que, y no obstante que resulta posible reconocer en ella rasgos de nuestra identidad, especialmente en el mundo de la provincia y, tal vez, para pocos, un entorno geográfico bastante preciso, lo que Juan Muhovilovich ha creado aquí es un mundo literario cerrado, autónomo, que no se apoya en los referentes locales de que se sirve para dar coherencia a su historia, esto lo hace muy universal, y es quizá esa universalidad la que llamó la atención del jurado que en el premio Herralde, España 2005, la seleccionó con otras 16 novelas.
En el caso de la novela que hoy presentamos, este ojo apunta hacia uno de los grandes temas literarios, el del poder, aunque sería más preciso hablar de la autoridad, ficcionado esta vez no desde quien o quienes son objeto de su ejercicio sino desde el drama del que tiene la sartén por el mango o. en este caso, el mallete a mano. Porque el protagonista de esta historia es un juez, un magistrado sin nombre, esto es un cualquiera colocado en el traje de la magistratura, y quien repentinamente, sin una causa necesaria al efecto, cruza la delgada línea que separa los dos mundos, el de lo racional de la enajenación. No es casual su anonimato ni gratuita la ausencia de toda biografía sobre él. A mi modo de ver, ello responde al papel que este personaje cumple en el trabajo de Mihovilovich, el de la representación de una autoridad feble, expuesta a su inminente desplome no por causas que digan relación con su propias condiciones o limitantes sino por el hecho preciso de aquello que representa: el papel de alguien a quien se otorga atributos que le permiten decidir sobre la vida de otros. En este tránsito desde y hacia el otro lado de la frontera no hay camisas de fuerza, no hay barrotes, no hay un diagnóstico como no sea el de la propia conciencia, alertada del inminente estado de locura a partir de la condena a un colibrí. El personaje enfrenta de esta manera una realidad que pone en tela de juicio su propio trabajo, que en el caso de este personaje, dada su innominación y la falta de referentes de un mundo privado, le define. El es el juez. Más que un juez cualquiera, lo es de un pueblo, aquel gran infierno donde todos conocen a todos y en el que no cabe el secreto ni el anonimato que nos amparan en las grandes ciudades. En esas calles, recorrido inevitable de sus rutinas, el juez parece condenado a encontrarse a diario con alguien a quien condenó o a cuyos problemas impuso un fallo sobre el que el encuentro deja caer una sombra de duda. Todos y cada uno de los personajes que aparecen en el escenario donde se desarrolla este estado de desvarío representan en su conjunto una voz única, que pone al juez en el papel del acusado por primera vez, cuestionando un ejercicio en el que parece haberse encontrado muy cómodo hasta entonces, ya que su vida parece bien asentada en una sucesión de rutinas que no logra, sin incomodarse, alterar. Pero este cambio de reglas no se queda en la simple amenaza, de tal manera que el propio entorno del personaje se vuelve una suerte de verdugo al asumir una conducta inesperada que importa un desafío a su autoridad y su autoridad define su amor propio, integrado por los elementos del decoro y la dignidad, también inherentes a su condición.
En ciertos pasajes de la novela, el protagonista parece desplazarse por un mundo que se ha quedado repentinamente vacío, y en el cual todos estos personajes secundarios son la aparición fantasmal que trae el otro yo del juez. Lo confiesa, por boca de uno de sus procesados. Yo no quiero ser el que soy. Quiero ser el otro, el otro que vive conmigo. Tal es su contradicción humana, de la que parece no poder desasirse sino a través de gestos de mutilación, realizados por mano de esos otros sobre cuyos destinos y voluntades tiene poder. Entre la mutilación y la locura, este buen ciudadano expresa un sentimiento de libertad que se expresa en la siguiente sentencia: Esto es la vida, un estero que deja un día de serlo y sin saber cómo, ni cuándo, ni por qué, se convierte en un río irresistible.
Tal es, más menos, la trama de la historia que Juan Mihovilovich nos propone. Así expuesta, parece algo siniestra. Pero la novela El contagio de la locura, más que una visita a la enajenación posible de un personaje equis, en este caso un juez rural, es una mirada a nuestra condición humana, donde la verdadera lucha, la que se libra todos los días es aquella que busca un motivo para luchar, esto es una razón para estar vivo.
Quiero destacar de mi primera y segunda lecturas, la precisión del texto, un estilo depurado, conciso que renuncia a la imagen, el tropo o cualquier suerte de preciosismo de lenguaje, entregando al lector un relato casi circunstanciado de hechos a través de un refinado despliegue de acontecimientos, cuyo desarrollo orillea permanentemente la ambigüedad, un recurso que refuerza la idea de la locura. Si, en algunos pasajes el poeta gana la partida al narrador, este último ha vencido finalmente amarrando las alas de un discurso que pudo extraviarse por otros rumbos. Esta precisión del texto es, además de una virtud necesaria en escritos literarios, un componente más de la historia, que adquiere así atisbos de verosimilitud, no obstante los evidentes gestos de irracionalidad de que habla.
Quiero resaltar, además, el interés de lo anecdótico en esta historia. Por las páginas de esta novela deambulan una importante cantidad de personajes singulares, todos los cuales tienen en común el constituirse en una pesada carga para el juez. Pero cómo, dirán, si el es juez, el es la autoridad. Pues por eso, en tanto juez, en tanto autoridad, es responsable de todos ellos, y todos le observan con sospecha, con ironía. Y es que, a través de esa mirada, es el propio personaje quien se observa a sí mismo con la eterna duda respecto de sí mismo. A ratos, estos personajes podrían darse una vuelta por las novelas de Saramago. Se sentirían igualmente cómodos que en El contagio de la locura. O por un texto de Kafka, donde los diálogos de esta novela son perfectamente posibles, como es posible este juez que observa, teme, pero, especialmente, duda.
En este ambiente resalta el entorno geográfico del cual el autor entrega pistas: un pueblo pequeño, la cercanía del mar, un estero, un volar de pájaros, la tempestad o el juego de nubes, la inundación inminente, en fin. A partir de estos ingredientes, podría pensarse en El contagio de la locura como en una novela rural. Tal vez. Lo cierto es que, y no obstante que resulta posible reconocer en ella rasgos de nuestra identidad, especialmente en el mundo de la provincia y, tal vez, para pocos, un entorno geográfico bastante preciso, lo que Juan Muhovilovich ha creado aquí es un mundo literario cerrado, autónomo, que no se apoya en los referentes locales de que se sirve para dar coherencia a su historia, esto lo hace muy universal, y es quizá esa universalidad la que llamó la atención del jurado que en el premio Herralde, España 2005, la seleccionó con otras 16 novelas.
2 comentarios:
09:36
interesante muhovilovich, habrá que darle una oportunidad, me encanta todo lo que se encuentra en la delgada línea de la frontera entre lo racional y lo irracional, lo normal y lo anormal, lo sano y lo enfermo...sé que dependen de criterios diferentes, pero la mayoría de las veces se confunden...
saludos!
16:04
Buena nota. Interesante blog. Lo leo
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