La preciosa vida que soñamos

La preciosa vida que soñamos

Por Juan Mihovilovich
¿Cuál es la vida que soñamos? ¿La que vivimos realmente o la que suponemos vivir o la que imaginamos? ¿Vivimos la vida propia o la de otros? ¿Nuestra existencia no bordea acaso y siempre los límites del drama o la comedia, disfrazada a veces, asumida conscientemente en ocasiones?
Sonia González ha logrado plasmar en estas narraciones las vicisitudes cotidianas con el sello indesmentible de las predeterminaciones ocultas, de las situaciones secretas, veladas, a medias tintas a veces, sugerentes, desde donde avanzan en tropel los designios de las vidas verdaderas. Y todo se esboza como un giro delicado del pincel sobre la tela, como un sutil boceto de una certera ambigüedad, que trasluce el cuadro que será la vida entera, la que sospechamos o insinuamos otra vez, la que enmascaramos o asumimos como una carga ajena.
Hasta que un día, un minuto o un segundo, aquello que no nos pertenece o que creemos que depende de los demás, golpea con insistencia la secreta puerta de nuestros sentidos primarios, los desnuda, los arroja sobre una mesa, un espacio íntimo, un viaje al norte del país en busca de una realidad lapidaria y cansada, se entremezcla en un supermercado con la historia de tres todavía inconclusa, avanza por la seguridad de una familia que no ha comprado la felicidad sino su condena, en fin, que deambula equívoca por la diosa fortuna o el poderoso caballero o cae por la pendiente cruel de unos agujeros negros que se han creado así mismos como fatalidades personales.
Y todo dicho de modo sencillo, con una pulcritud y concisión que atraviesa la atmósfera donde los personajes anidan sus sueños casi siempre inconclusos o sus deseos de ser mejores en cuanto puedan o añoren el tiempo que no tienen y que, paradójicamente, persiguen como un estigma que se ha tatuado en sus intenciones, en la búsqueda de lo que -de nuevo- presumen y que difícilmente alcanzarán, salvo, claro está, para confirmar las dudas o hacer de las alusiones el continuo peregrinaje de lo inaprensible.
Por ello - o a pesar de ello- las coincidencias que producen un encuentro (El sexto sentido de los tristes, Asunto de tres, La preciosa vida que soñamos) o las urgencias que delinean un transito (Carne viva, Ulianov visita a su padre) son trazos inseguros marcando la inevitable confluencia de destinos que se bifurcan. El punto de encuentro o el viaje constituyen entonces, ese esbozo desdibujado por realidades contrapuestas. Los personajes constatan de pronto una realidad que aparentemente no inventaron, pero que es producto de hechos subrepticiamente anidados en una memoria fugazmente olvidadiza, o son el resultado de esfuerzos encadenados donde cada actor ha representado en algún momento, por alguna circunstancia propia o extraña, parte de una actuación que confrontada a otras se disputarán el escenario. Porque luego vendrán, inevitablemente, "otros actores", y al ser humano "sólo le resta esperar". (Carne viva).
Esa es la trama oculta, la subyacente, la que estos cuentos prefiguran como enlaces con una vida que suele no ser preciosa, pero que a cada rato reinventamos para no perdernos en la tragicomedia de una realidad que nunca es normal.
Un libro señero, auspicioso, certero, escrito con lo justeza de un lenguaje único, personal, que consolida a una de nuestras mejores escritoras del género.

Autora: Sonia Gonzalez Valdenegro
Cuentos. 171 páginas. Lom Ediciones.
2007.

Un cuento de Sonia González Valdenegro




CARNE VIVA

Mi abuela estaba agonizando y quería conocerme. Su hija y no sé si debo referirme a ella como tía Valeria- telefoneó a mi madre para pedírselo. Mi madre es una vieja dura y tiene un carácter de naturaleza áspera, incapaz del mínimo gesto o intento de disimulo ante la sola mención del hombre con quien me engendró, de manera que respondió a la petición de Valeria primero con indiferencia, y luego haciendo ver a su interlocutora que yo era un muchacho de dieciocho años, que ella no podía enviarme como si fuera un bulto, pero que me lo iba a decir, para que fuera yo quien en definitiva tomara la decisión.
Esto último haría pensar a cualquiera, y Valeria lo es, que para mi madre el respeto por mis decisiones y persona es una cuestión fundamental. Aquello es verdad, aunque sólo a medias. Ya lo he dicho, se trata de una vieja dura, esto es alguien que ha edificado un muro alrededor, imagino que para no ser lastimada. Aunque, levantada ya la muralla protectora, ella decidió permanecer detrás para evitarse la molestia de convivir con los demás, incluido su hijo.
Por entonces yo acababa de terminar con Teresa. Para ser veraz, debo aclarar que fue ella quien me dejó luego de dos años por otro, uno que era compañero suyo en la escuela de Ciencias Políticas donde su condición de alumna aplicada la destinó cuando salimos del colegio. A la desesperación inicial siguió un período de duelo, el que yo vivía cuando se produjo la llamada de la hermana de mi padre. Aunque parezca una niñería, la pérdida de Teresa era semejante a una mutilación o una repentina discapacidad, una tragedia superior a mis capacidades que me obligaba a mirar el mundo de nuevo. Alguien me dijo entonces, para mi conformidad, que aquel sentimiento era algo natural, a mi edad.
De más está decir que mi madre nunca conoció la magnitud de aquella tragedia. Cuando me preguntó, cierta mañana, ¿y Teresa?, me limité a decirle que eso estaba terminado. Ella me echó una mirada que era como un vuelo de reconocimiento, yo oculté como pude mis heridas y nuestra vida siguió funcionando bajo las reglas de aquella suerte de convivencia pacífica a la que no debe confundirse con armonía, y entre cuyas demostraciones ella hacía de cuentas que nada grave estaba sucediendo y yo lengüeteaba mis llagas sin muchos deseos de que estas llegaran a sanar.
La tarde que me enteré de la existencia de una abuela y una tía, había pasado un rato largo agazapado entre los árboles de la plaza que está frente a la casa de Teresa a la espera de que ella regresara de la Universidad. Para mi madre, yo me encontraba en el preuniversitario instancia de estudio a que me confinó mi condición de alumno desaplicado una vez terminado el colegio,...-, al que no asistía desde que se produjo la ruptura, pero cuyas clases me proponía retomar apenas pudiera volver a mirar a Teresa, superado que fuera aquel sentimiento de pérdida tan avasallador que me producía verla acercarse desde el otro lado de la plaza, su larga cabellera rojiza a un costado de la cabeza, siempre un poco apurada, pero aquella tarde sola, sin su novio de la escuela de Ciencias Políticas, responsables ambos de mi repentina orfandad.
Tonterías que hace uno cuando le falta experiencia, salí al camino haciéndome el que pasaba por ahí.
Teresa no es mala. No pertenece a aquella clase de mujeres que te arrojan de su vida como a una espina molesta y se avergüenzan de la criatura encantada que fueron en tus brazos. Le dolía, como a mí, aunque menos, nuestra separación. De haber podido, se habría quedado con los dos. Pero el novio era tan posesivo como yo, de manera que ninguno toleró una situación que terminó decidiéndose a favor de él.
- Teresa.
En ocasiones anteriores también me quedé callado luego de pronunciar su nombre. Ella se echó la trenza a la espalda y cerró el primer botón de su abrigo, como si quisiera hacerme notar varios aspectos evidentes: era tarde, hacía frío, para qué la esperaba si ya estaba todo dicho entre nosotros.
Pero me sonrió.
- ¿Quieres pasar? preguntó cuando llegamos frente a su casa.
- No, gracias.
- Ya.
Al despedirnos, luego de aquella conversación insólita, me ofreció su mejilla de pecas verdosas, me sonrió nada había cambiado en aquella sonrisa que ya no era mía- y, luego de acariciarme la cabeza como haría con un hermano pequeño, entró en la casa y cerró la puerta sin volverse a mirarme.
Eso ocurrió por la tarde.
Me quedé dando vueltas por la calle antes de ir a casa. Cuando subí, luego de aquel vagabundeo, al tercer piso que ocupábamos mi madre y yo, escuché desde la puerta el sonido del televisor.
Mi madre se niega a consultar con un otorrino, aunque es evidente que está quedando sorda. Tiene casi sesenta años fui un hijo más bien tardío- y toda una vida como telefonista ha martirizado su sentido del oído al punto que ya no es capaz de escuchar la televisión sino a un volumen intolerable para cualquier ser humano.
Excepto para mí, que estoy acostumbrado a esa y otras de sus rarezas. Está, por ejemplo, la suspicacia con que enfrenta mi regreso a casa a una hora desacostumbrada, de manera que si llego antes de lo habitual, como si lo hago un poco más tarde, debo estar preparado para un exhaustivo interrogatorio en el que es evidente su ánimo de sorprenderme, no sé en qué.
De ahí las vueltas que me di antes de volver a casa, a pesar al frío y a la falta que me hacía la certidumbre perdida a raíz de lo de Teresa, aquella seguridad de los tiempos en que nos amábamos, mucho antes de la aparición del novio de Ciencias Políticas, aunque cuando ocurrió lo de él ya Teresa había dejado de ser mía si alguna vez lo fue. De lo contrario jamás él me la habría arrebatado como hizo, igual que en los boleros, como en un tango o una de esas películas que a ella tanto le gustaban, de las que salía, casi siempre, con los ojos enrojecidos.
Así que aquel lunes por la noche, al volver a casa, supuestamente del preuniversitario, mi madre se dirigió a mí desde la cocina.
- Boris. Tengo que hablar contigo.
A la sorpresa inicial ella jamás se dirige a mí en tales términos, de hecho casi no pronuncia mi nombre-, siguió un largo silencio de mutua sospecha y expectación, en el que nuestras desconfianzas aguardaban un zarpazo que no llegó de ningún lado.
- Ven dijo ella -. Es corto.
La seguí hasta la cocina y hablamos ahí, de pie, un asunto que era en realidad muy breve.
- Llamaron de parte de la madre de tu padre. Se está muriendo y quiere conocerte.
- ¿Ahora? pregunté.
Mi madre compartió mi perplejidad, aunque sólo con un gesto que dejaba la estupidez humana fuera del territorio de sus responsabilidades. Luego explicó.
- Yo sólo cumplo condarte su recado. Le dije a la hermana de tu padre que yo no decido pues tú ya tienes dieciocho años y haces lo que te da la gana, pero que te iba a decir, que en todo caso te lo iba a decir.
Me quedé pensando en el comedor, sentado ante la cazuela de los lunes. Mi apetito se había esfumado, y la presencia de mi madre, observándome primero desde la cocina y después desde su sillón, en la sala, donde se sentaba a dormitar el programa de televisión de las diez de la noche, sólo conseguía hacerme más raro el asunto.
De pronto ella habló.
- La hermana de tu padre dijo que te enviaría el pasaje en avión para que fueras, porque viven en Iquique. Yo pensé que como nunca has viajado en avión, tal vez... Pero, bueno, tú eres quien decide.
- ¿Y qué tengo que hacer?
- Ir solamente. Visitarla. Para que te conozca.
- ¿Y por qué ahora? insistí.
-Qué sé yo dijo ella en tono cortante, para abreviar -. Debe ser porque se va a morir. La gente se pone así cuando está por morir.
- ¿Y tú que sabes?
- Es verdad. Qué sé yo de la muerte.
La noche antes de partir realicé una nueva incursión al afecto de Teresa. Era, mi estúpida fantasía de entonces, la creencia de que ella era objeto de una confusión, de la que yo debía sacarla más por su bien que como un intento de reconstruir mi precario paraíso.
- Me voy a Iquique le dije saliendo nuevamente a su paso como un pervertido que insistía en mostrarle obstinadamente su amor.
Ella arrugó la frente en señal de extrañeza; una línea vertical se trazó en su entrecejo.
- A Iquique insistí-. A conocer a la familia de mi padre.
- Creí que no tenías padre.
- No lo tengo.
Cómo habían cambiado las cosas. Días atrás, meses antes, no existían mi abuela ni su novio. Éramos nosotros dos, y un lugar muy tibio, al que llamábamos mundo, y en el que reinábamos.
Le hablé de la llamada de aquella mujer, Valeria técnicamente, mi tía- y de Iquique, una lejana ciudad emplazada en el desierto hasta la que debía trasladarme para conocer a mi abuela.
Teresa se mostró de acuerdo.
- Parece interesante.
Qué nuevas fórmulas de lenguaje había aprendido, de la mano del cientista político.
- No sé si interesante puntualicé sólo por molestarla -. Pero qué se le va a hacer ignoraba qué quería demostrarle con estas últimas palabras.
Iquique.
Me bastó con avistar la geografía de aquel lugar desde la ventanilla del avión para desear el regreso. Uno ha oído hablar del desierto; ha visto películas, como El paciente Inglés, Indiana Jones, sabe lo que es un desierto, pero el golpe de sentirlo en su extensión ante la mirada, luego de sobrevolar un mar profundamente azul, sobrecoge, intimida. El paisaje despoblaba de fantasías la imaginación. Igual que la presencia de un cuero puesto al sol; parecía asentado ahí, ante la muralla de montañas irregulares que representaban un horizonte amarillo.
Tal vez exagero. Mi visión puede ser causada por la historia de alguien que nacióy vivió sus primeros años en Chillán, en una época de permanente diluvio, según me parece ahora el pasado.
Por supuesto, nadie me esperaba. Un hombre bajo, de rostro seco y oscuro, la textura de una piedra, me ofreció un curioso servicio de transporte en el asiento de atrás de un chevrolet que era una reliquia. Viajaba junto a él una niña pequeña, a la que acababa de recoger en el aeropuerto.
- Debo entregarla con su abuela - me dijo, como si yo le hubiese demandado una explicación.
En el asiento de atrás un enorme paquete envuelto en cartón corrugado, dejaba el espacio suficiente para el pasajero en que me convertiría por media hora.
- Son mil, hasta el centro.
De manera que acepté e hice el viaje que después de todo resultó muy agradable, escuchando la música que la niña insistía en volver en el toca cintas; la canción de un corderito a la que seguía la de una mosca y otra, de un gordo a reventar. Cuando llegamos al centro, a la plaza Prat, donde el hombre me dijo, mostrándome el bulto hasta aquí nomás lo dejo porque debo entregar la centrífuga y la niña ya me sabía las tres canciones. Sus letras anduvieron canturreando en mi voz durante mi permanencia en Iquique.
Era mediodía. Verifiqué la dirección y pedí las indicaciones para llegar al propio chofer quien me señaló, apagando un bostezo, una calle que terminaba cerca del puerto.
Me eché a andar por una avenida de palmeras únicos árboles en aquella ciudad- y llegué hasta el costado de un cerro amarillo frente al cual, en una casa antigua con balcones, vivía mi abuela.
Después de llamar dos veces, una mujer abrió la puerta.
- Tú debes ser Boris.
- Así es. ¿Y usted?
- Valeria. Hermana de tu padre.
- Ya.
- Eres igual a él dijo después, un comentario con el que yo contaba.
Me invitó a pasar y dejar mis cosas (mi pequeño bolso de viaje con ropa para dos días) en la sala.
La casa era de aquellas donde viven mujeres solas. Brillantes maderos por suelo, muebles con paños tejidos, incontables adornos, chucherías de porcelana barata sobre los paños. Retratos de muertos; entre ellos, tal vez, el de mi padre. Una luz entraba a través de una ventana como el filo de una espada que cortaba el aire de la habitación y lo dividía en dos.
- Querrás lavarte dijo Valeria.
En realidad no quería. Lavarme porqué. ¿Acaso era yo un ser sucio? Durante el viaje, que demoró tres horas, fui en un par de oportunidades al baño. Y, por supuesto, antes de salir de casa, tuve el cuidado de tomar una ducha. Como también de vestir la ropa que dejó sobre la cama mi madre, con la recomendación consignada en un papel de cuaderno de que llevara esa y no otra porque iba a visitar a mi abuela que se estaba muriendo.
- No es necesario le dije, y me quedé mirándola a la espera de una explicación.
La mujer, tía Valeria, comprendió.
- Te preguntarás dijo- ¿Por qué?
Así es, le respondió mi mirada.
- ¿Qué te ha dicho tu madre?
- Poco le expliqué. Me había quedado pegado a una tabla del suelo.
No era mentira. Mi madre ni siquiera me previno respecto del tema antes de salir. Le preocupaba la ropa con que me iba a presentar y si tenía el pasaje a mano, pero no lo que iba a decir. Después de todo, imagino que tal era su idea, que compartíamos, no era yo el llamado a dar explicaciones.
- Pero qué.
- Su nombre. Y, ahora, que tenía una madre y una hermana. Ustedes.
- ¿Sólo eso?
- Sólo eso.
Tampoco yo le había hecho preguntas. Creo que esta actitud de mi parte es uno de mis más grandes y quizá único gesto de delicadeza hacia ella. Otro, en mi lugar, se habría pasado la mitad de la vida insistiéndole en porqué y cómo y todo ello para arribar a una inexacta relación de circunstancias que no alterarían el peso de la realidad. La única vez que le pregunté (debo haber tenido diez años, o menos) me dijo, en pocas palabras y sacándome para siempre de cualquier estado semejante al error o la ilusión.
- La verdad, Boris, es que tu padre se murió. Pero es bueno que sepas que en el caso de él y el tuyo, da lo mismo. Con esto te quiero decir que tu padre nunca quiso saber de ti, que se negó a conocerte. De manera que su muerte no tiene importancia.
Ignoro si mantuvo, durante aquellos años, alguna relación con Valeria o su madre. Lo dudo. Ignoro cómo llegó Valeria a ella para enviar por mí.
Ignoro, también, porqué Teresa y yo ya no estábamos juntos, porqué se había decidido por el estudiante de Ciencias Políticas. Lo desconozco porque Teresa nunca supo darme la explicación a que yo creía tener derecho, limitándose a encoger los hombros con un gesto de piedad que le borroneaba la cara de sombras.
El caso es que mi abuela se moría, Teresa quería a otro y yo había ido a parar a Iquique, una ciudad que no tenía interés en conocer.
Aunque sorprendida, la mujer pareció agradecer la sinceridad de mi revelación.
- Quiero que veas a mi madre. Después te daré almuerzo.
- Está bien concedí.
Cruzamos un pasillo de esos que llaman galerías, con ventanas a un lado, a través de las cuales se veía el paisaje desolador de un cerro pelado. Había muchas plantas en el piso, sobre platos aposentados a su vez en paños de rafia. Había, también exuberantes macetas colgando de tejidos de macramé. Y vuelos en las ventanas, impecables adornos que trazaban sombras en el suelo, no obstante la primacía de una luz que no perdonaba.
Detrás de una puerta, en una habitación ciega, iluminada por la claridad que penetraba a través de los postigos de la puerta, estaba ella, mi abuela.
Pero antes quiero hablar de su cuarto. La cama, por supuesto, en el centro de la pieza; un gran catre de hierro forjado con perillas de loza; dos altos veladores con cubiertas de mármol sobre las que se agrupaban ordenadamente los frascos de las medicinas. Encima de una enorme cómoda de madera, adornada con paños tejidos, guardaban por la salud de aquella anciana varios santos del calendario: San Sebastián, cruzado de espadas, San Martín de Porres; Santa Rosa de Lima, San Ignacio de Loyola, Santa Gema de Galigari. Sé de santos; a los doce años leí un par de veces la historia de varios de ellos en una versión beatífica y abreviada para niños. En medio de aquella santería, acompañada de una bandera, estaba Teresita de los Andes, nuestra santa criolla, ubicada gracias a un gesto de piadoso patriotismo, en aquel lugar de privilegio.
El olor. La habitación parecía envuelta en un vapor de inyección que se sostenía a sí mismo. No tengo otra imagen para describir el pesado latigazo que golpeó mis sentidos cuando entramos.
Y mi abuela... Mi abuelita en la cama; desvalida, vieja como la abuela de caperucita. Qué grandes debieron ser sus ojos alguna vez, sus ojos dormidos. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, por encima de la sábana. La actitud de una enferma obediente que sabe quedarse donde la ponen. Y sus manos estaban arrugadas como los restos de un viejo mapamundi, y salpicada la piel de manchas oscuras, vasos o insectos reventados de un golpe.
Mi abuelita...
No dormía. Abrió los ojos y me clavó una mirada de esas que provocan en uno sentimientos perennes, asociados al miedo, el horror, quizá la piedad. Hay muchos posibles calificativos. De pronto, con dificultad, movió los labios, como si quisiera murmurar algo, pronunciar un nombre.
- Es él dijo Valeria, y golpeócon su mano grande los dedos entrelazados de la vieja.
Después me indicó que me aproximara.
Lo hice sin miedo. A los dieciocho años he visto veintidós muertos jamás paso junto a un ataúd sin mirar en su interior-, de manera que no iba a titubear ante una vieja que todavía era de este mundo.
Arrugó el ceño y me observó con atención. Me pareció que dudaba, que atendía con particular atención a mis sienes, a la línea de mi frente.
En aquel momento pensaba en Teresa. Su recuerdo atenuaba el efecto de aquella escena en que la vieja me convertía en objeto de la más viva atención. Sus labios entreabiertos hacían un moderado esfuerzo por decir algo. Era una mujer resignada, que se entregaba con tranquilidad a su destino. Si yo fuera un tipo creyente, debería pensar que la presencia de aquellos santos le otorgaba una suerte de auxilio. Pero no lo soy. No soy creyente. Si en algo tenía fe, antes, era en que Teresa sería siempre mi mujer, que junto a ella tendría todo aquello de que la vida me había privado, ¿un padre, tal vez? No lo sé. Los ojos de ella parpadeaban; la piel de su rostro ya enseñaba, claramente, las orillas de la calavera, anunciaba su desnudez.
- ¿Pedro?
Miré a Valeria, pero ésta no respondió a mi apelación, atendiendo a su madre con un temblor evidente. Luego se volvió hacia mí y agitó desesperadamente su cabeza, asintiendo.
No soy un tipo demasiado listo, pero comprendí. Así que, y como para eso estaba yo ahí, extendí mi mano, cogí la de la vieja y la apreté entre la mía.
- Pedro insistió ella, sosteniendo mis dedos entre su garra. Su fuerza, lo mismo que su voz al pronunciar aquel nombre, desmentía la fragilidad de su apariencia.
Tuve el impulso de decir algo, poner las cosas en su lugar. No soy Pedro, para empezar. Pero mi voz se apagó fulminada por una repentina vulnerabilidad, la misma que me atacaba cuando, escondido entre los matorrales de la plaza, esperaba el regreso de Teresa y la llamaba.
- Teresa le decía, enmudeciendo a continuación, de pie como un pánfilo.
Qué larga puede ser la mirada de un moribundo. Qué persistente. No hay olvido para un gesto como ese, la expresión de curioso apremio con que aquella mujer repasaba mis facciones, buscando en ellas la presencia de alguien que no era y cuyo lugar, de improviso, yo ocupaba, vaya uno a saber porqué, si mi lugar verdadero, aquel al que habría querido salir corriendo cuando algunas horas después cerraron aquellos ojos, era el rincón del cuello de Teresa, el calor del vello que crecía bajo sus orejas.
- Eres Pedro insistía, con mis manos atrapadas entre las suyas.
Tía Valeria me tomó de un brazo y tironeó de mí fuera de la habitación.
Así que esas teníamos.
- Es cosa de horas dijo restando importancia al acontecimiento.
Nos dirigimos entonces al comedor. Ella me precedía con una marcialidad de diecinueve de septiembre que no había visto ni siquiera en alguien como mi madre. En el comedor nos aguardaba la mesa preparada para un comensal, el que escribe; un puesto arreglado con individuales y servilletas de género y papel. Valeria me indicó un asiento y salió rumbo a la cocina. Regresó con un plato humeante que contenía pancutras y charqui. Comí despacio con ella enfrente de mí, de pie, apoyadas sus manos en el respaldo de una silla. Parecía vigilarme. Cuando regresó con el postre, una crema de leche dulce, y luego con una taza de café, volvió a su puesto de observación.
Ya estaba terminando el café cuando dijo.
- Te preguntarás por qué.
No afirmé ni negué. Estaba agobiado de preguntas, pero no quería respuestas ni intenté demostrar un interés que estaba lejos de sentir.
- Porqué tu padre te dejó.
Yo bebía mi café y la observaba.
- Porqué abandonó a tu madre cuando naciste. Porqué te llamé.
Creo que iba a dar una explicación. Y que ésta no habría sido sino una argumentación inútil, la defensa de un abogado chambón.
- ¿Me permite? pregunté poniéndome de pie. Qué modales los míos.
- ¿Perdón?
- Quiero descansar. Necesito recostarme.
Pareció confundida. Un hecho inesperado interrumpía el desarrollo de aquel guión. Pero se recompuso.
- Por supuesto dijo, y agregó, qué modales los suyos-. Esta es tu casa.
Desde luego, no lo era. Pero asumiendo mi papel en aquella comedia procedí con un aplomo que creía extinguido desde el incidente con Teresa. Cogí mi chaqueta, me dirigí a la puerta que me señalaba y entré en una nueva habitación, con una cama, un velador, una réplica de la pieza donde mi abuela se despedía de este mundo.
Con frecuencia le escribo cartas a Teresa. Aquella tarde comencé una en la que formulaba una y mil preguntas, todas sin respuesta, dirigidas a ella, pero, más bien, abiertas a cualquiera que se encontrara en condiciones de explicar el sentido de la vida. La escribí, igual que las anteriores, mentalmente, imaginando su cara a medida que la leía; su rostro de pregunta, la eterna interrogante bailándole en las pupilas: ¿habré hecho bien en dejar a Boris? Estaba recostado en aquella cama cubierta con una colcha tejida, que mi madre habría examinado palpándolo entre dos dedos, el ceño severo derivando hacia las torsiones del hilo. A través de la ventana, la tarde comenzaba a extinguirse, lo mismo que la vida de mi abuela, que mi pasado, el Boris que fui, la Teresa que tuve, los incontables Boris que no fui. Como un meteoro, el pasado se dejaba caer al otro lado de aquella habitación en la que yo gravitaba, igual que el último tiempo, pensando en Teresa, sólo que ahora ella y mi abuela ocupaban un escenario común, disputándose la calidad de primera actriz o secundaria en esta obra.
Cerré los ojos para hacerlas desaparecer, a ambas. Pero siguieron ahí durante mucho tiempo. Años después, aún se disputaban el escenario. Luego vinieron otros actores. Ocurre tarde o temprano. Sólo es cuestión de esperar.

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