Witold Gombrowicz: Concierto en el Colón
¿Qué me puede importar el mejor virtuoso en relación con la disposición de mi espíritu? Mi espíritu que hoy por la tarde fue traspasando de uno a otro extremo por una melodía mal tarareada por alguien, y que ahora en la noche rechaza con repugnancia la música servida por un maître de frac, en bandeja dorada, con albondiguillas. No siempre la comida se come con mayor placer en los restaurantes de primera categoría. Además el arte me habla casi siempre con más elocuencia cuando se manifiesta de un modo imperfecto, casual y fragmentario, como si sólo me señalara su presencia, permitiéndome intuirlo tras la torpeza de una interpretación. Prefiero a Chopin cuando me llega en la calle desde lo alto de una ventana al Chopin perfectamente ornamentado de una sala de conciertos.
El pianista alemán galopaba con el acompañamiento de la orquesta. Arrullado por los tonos yo vagaba en una especie de ensueños, recuerdos... y en un asunto que debo arreglar mañana. Mi perrito Bumfila, un pequeño foxterrier...Mientras tanto el concierto tenía lugar, el pianista galopaba. ¿Era un pianista o un caballo? Hubiese jurado que no se trataba en absoluto de Mozart, sino de adivinar si aquel brioso corcel iba a ganarles la delantera a Horowitz o Rubenstein. El público presente estaba absorto en la pregunta: ¿de qué clase de virtuoso se trataba? ¿Estaban sus pianos a la medida de Arrau y sus fortes a la altura de Gulda? Soñaba estar en un match de boxeo y veía cómo le daba un golpe de gancho a Brailowski, cómo machacaba con octavas a Gieseking, cómo con un trino dejaba Knock-out a Salomón. ¿Pianista, caballo, boxeador? De repente me pareció un boxeador montado sobre Mozart, cabalgando a Mozart, pegándole, golpeándolo, acicateándolo con las espuelas mientras tamborileaba. ¿Qué pasa? ¡Llegó a la meta! ¡Aplausos, aplausos! El jockey bajó del caballo y saludó, enjugándose la frente con un pañuelo.
La condesa en cuyo palco me encontraba suspiró: ¡Precioso, preciosos, precioso...!.
Su marido, el conde, replicó: Yo de esto no entiendo nada, pero tengo la impresión de que la orquesta no logró estar a su altura....
Los miré como a perros. ¿Qué irritación cuando la aristocracia no sabe comportarse! ¡Se les exige tan poco y ni siquiera a eso llegan! Esas personas deberían saber que la música es sólo un pretexto para que se reúna la sociedad de la que forman parte, con sus buenos modales y manicuras. Pero en vez de permanecer en su sitio, en su mundo social-aristocrático, quieren tomar el serio el arte, se sienten en la obligación de brindarle un medroso homenaje, y, fuera de su condado, descienden al nivel del estudiantado. Puedo tolerar algunos lugares comunes puramente formales, expresados con el cinismo de la gente que conoce el valor de un cumplido... pero ellos se esfuerzan en ser sinceros... ¡los pobres!
Después, pasamos al foyer. Mis ojos se posaron en la excelsa multitud que giraba distribuyendo saludos. ¿Ves al millonario X? ¡Mira, mira, allá está el general con el embajador! Y más allá el presidente inciensa al ministro, quien dirige una sonrisa a la esposa del profesor. Creí, pues, encontrarme en medio de los protagonistas de Proust, quienes iban al concierto no a escucharlo sino a realzarlo con su presencia, cuando las damas se metían a Wagner en los cabellos con una hebilla de brillantes, cuando las notas de Bach significaban un desfile de nombres, dignidades, títulos, dinero y poder. ¿Pero esto? Cuando me acerco a ellos sobreviene el ocaso de los dioses, desaparecidas la grandeza y el poder... los oí cambiar impresiones sobre el concierto... impresiones tímidas, humildes, llenas de respeto hacía la música y a la vez peores de las que podría emitir cualquier aficionado a la galería. ¿Hasta esto se han rebajado? Me pareció que no eran presidentes sino alumnos del quinto año de la escuela secundaria y, como siempre que vuelvo a esos años escolares, sentí un profundo desagrado; preferí alejarme de esa tímida juventud.
En la soledad del palco, yo moderno, yo, desprovisto de prejuicios, yo, enemigo de los salones, yo, a quien el látigo de la derrota no ha extraído de la mente nada de su pretensión y altanería, meditaba en que el mundo donde el hombre se adora a sí mismo por medio de la música me convence más que el mundo donde el hombre adora la música.
Después tuvo lugar la segunda parte del concierto. El pianista volvió a montarse sobre Brahms y a galopar. Nadie en realidad sabía qué estaba tocando, porque la perfección del pianista no dejaba concentrase en Brahms y la perfección de Bramhms desviaba la atención del pianista. Llegó el desenlace. Aplausos. Aplausos de los conocedores. Aplausos de los aficionados. Aplausos de los ignorantes. Aplausos del rebaño. Aplausos provocados por los aplausos. Aplausos que crecían por sí mismos, se acumulaban, se excitaban, se reclamaban... y ya nadie podía dejar de aplaudir porque todos aplaudían.
Fuimos a los camarines a rendir homenaje al artista.
El artista estrechaba manos, cambiaba amabilidades, recibía elogios e invitaciones con la sonrisa pálida de un cometa ambulante. Lo contemplé a él y a su grandeza. Parecía ser muy agradable, sí, sensible, inteligente, culto... ¿pero su grandeza? Llevaba esa grandeza sobre los hombros como un frac, y ¿no le había sido en realidad cortada por un sastre? A la vista de tantos solícitos homenajes puede parecer que no hay mayor diferencia entre esta fama y la fama de Debussy o Ravel, su nombre estaba también en todas las bocas, él también era artista como ellos... y sin embargo... y sin embargo ¿era su fama como la de Beethoven o más bien como la de las hojas de afeitar Gillette o las plumas Watermans? ¡Qué diferencia entre la fama por la que se paga y la fama con la que se gana!
Era demasiado débil para oponerse al mecanismo que lo exaltaba, no había que esperar ninguna resistencia de su parte. Al contrario. Danzaba al son que le tocaban y tocaba para hacer danzar a quienes danzaban a su derredor.
Diario Argentino, Witold Gombrowicz, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Argentina, 1968.
El pianista alemán galopaba con el acompañamiento de la orquesta. Arrullado por los tonos yo vagaba en una especie de ensueños, recuerdos... y en un asunto que debo arreglar mañana. Mi perrito Bumfila, un pequeño foxterrier...Mientras tanto el concierto tenía lugar, el pianista galopaba. ¿Era un pianista o un caballo? Hubiese jurado que no se trataba en absoluto de Mozart, sino de adivinar si aquel brioso corcel iba a ganarles la delantera a Horowitz o Rubenstein. El público presente estaba absorto en la pregunta: ¿de qué clase de virtuoso se trataba? ¿Estaban sus pianos a la medida de Arrau y sus fortes a la altura de Gulda? Soñaba estar en un match de boxeo y veía cómo le daba un golpe de gancho a Brailowski, cómo machacaba con octavas a Gieseking, cómo con un trino dejaba Knock-out a Salomón. ¿Pianista, caballo, boxeador? De repente me pareció un boxeador montado sobre Mozart, cabalgando a Mozart, pegándole, golpeándolo, acicateándolo con las espuelas mientras tamborileaba. ¿Qué pasa? ¡Llegó a la meta! ¡Aplausos, aplausos! El jockey bajó del caballo y saludó, enjugándose la frente con un pañuelo.
La condesa en cuyo palco me encontraba suspiró: ¡Precioso, preciosos, precioso...!.
Su marido, el conde, replicó: Yo de esto no entiendo nada, pero tengo la impresión de que la orquesta no logró estar a su altura....
Los miré como a perros. ¿Qué irritación cuando la aristocracia no sabe comportarse! ¡Se les exige tan poco y ni siquiera a eso llegan! Esas personas deberían saber que la música es sólo un pretexto para que se reúna la sociedad de la que forman parte, con sus buenos modales y manicuras. Pero en vez de permanecer en su sitio, en su mundo social-aristocrático, quieren tomar el serio el arte, se sienten en la obligación de brindarle un medroso homenaje, y, fuera de su condado, descienden al nivel del estudiantado. Puedo tolerar algunos lugares comunes puramente formales, expresados con el cinismo de la gente que conoce el valor de un cumplido... pero ellos se esfuerzan en ser sinceros... ¡los pobres!
Después, pasamos al foyer. Mis ojos se posaron en la excelsa multitud que giraba distribuyendo saludos. ¿Ves al millonario X? ¡Mira, mira, allá está el general con el embajador! Y más allá el presidente inciensa al ministro, quien dirige una sonrisa a la esposa del profesor. Creí, pues, encontrarme en medio de los protagonistas de Proust, quienes iban al concierto no a escucharlo sino a realzarlo con su presencia, cuando las damas se metían a Wagner en los cabellos con una hebilla de brillantes, cuando las notas de Bach significaban un desfile de nombres, dignidades, títulos, dinero y poder. ¿Pero esto? Cuando me acerco a ellos sobreviene el ocaso de los dioses, desaparecidas la grandeza y el poder... los oí cambiar impresiones sobre el concierto... impresiones tímidas, humildes, llenas de respeto hacía la música y a la vez peores de las que podría emitir cualquier aficionado a la galería. ¿Hasta esto se han rebajado? Me pareció que no eran presidentes sino alumnos del quinto año de la escuela secundaria y, como siempre que vuelvo a esos años escolares, sentí un profundo desagrado; preferí alejarme de esa tímida juventud.
En la soledad del palco, yo moderno, yo, desprovisto de prejuicios, yo, enemigo de los salones, yo, a quien el látigo de la derrota no ha extraído de la mente nada de su pretensión y altanería, meditaba en que el mundo donde el hombre se adora a sí mismo por medio de la música me convence más que el mundo donde el hombre adora la música.
Después tuvo lugar la segunda parte del concierto. El pianista volvió a montarse sobre Brahms y a galopar. Nadie en realidad sabía qué estaba tocando, porque la perfección del pianista no dejaba concentrase en Brahms y la perfección de Bramhms desviaba la atención del pianista. Llegó el desenlace. Aplausos. Aplausos de los conocedores. Aplausos de los aficionados. Aplausos de los ignorantes. Aplausos del rebaño. Aplausos provocados por los aplausos. Aplausos que crecían por sí mismos, se acumulaban, se excitaban, se reclamaban... y ya nadie podía dejar de aplaudir porque todos aplaudían.
Fuimos a los camarines a rendir homenaje al artista.
El artista estrechaba manos, cambiaba amabilidades, recibía elogios e invitaciones con la sonrisa pálida de un cometa ambulante. Lo contemplé a él y a su grandeza. Parecía ser muy agradable, sí, sensible, inteligente, culto... ¿pero su grandeza? Llevaba esa grandeza sobre los hombros como un frac, y ¿no le había sido en realidad cortada por un sastre? A la vista de tantos solícitos homenajes puede parecer que no hay mayor diferencia entre esta fama y la fama de Debussy o Ravel, su nombre estaba también en todas las bocas, él también era artista como ellos... y sin embargo... y sin embargo ¿era su fama como la de Beethoven o más bien como la de las hojas de afeitar Gillette o las plumas Watermans? ¡Qué diferencia entre la fama por la que se paga y la fama con la que se gana!
Era demasiado débil para oponerse al mecanismo que lo exaltaba, no había que esperar ninguna resistencia de su parte. Al contrario. Danzaba al son que le tocaban y tocaba para hacer danzar a quienes danzaban a su derredor.
Diario Argentino, Witold Gombrowicz, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Argentina, 1968.
comentarios:
17:27
Lo que es la envidia, che, Witoldo! No te amargués. Dejá que los "tristes niños ricos" se las arreglen y disfrutá de la vida. Me hacés acordar al Lobo Estepario.
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