Marcela Muñoz Molina

Marcela Muñoz Molina



TOMA AÉREA


Definitivamente no se puede con ellos. Cyrulnik dice que neurológicamente somos totalmente incompatibles y que en la práctica, es un milagro que podamos establecer relaciones amorosas duraderas. No sé por qué sucede. No sé, si es por la necesidad extrema de mantener la especie, por soledad, por costumbre o por carencia. El tema es que insistimos una y otra vez. Apenas nos olvidamos de los dolores de parto, volvemos a embarazarnos y a cruzar el luminoso y escabroso escenario. Terminamos casi siempre fumándonos todos los cigarrillos, con la mirada perdida en el suelo. Tomándonos todo el café. Evitando las comidas. Durmiendo mal. Lo perdemos todo en ese intento. Si habíamos logrado dar con algo, lo volvemos a ofrecer en la mesa del otro, para compartirlo con todos. Cada asistente, come inocente un poco de ese fuego acumulado. Todos los testigos de esa fiesta de segundos, de colores brillantes y poco reales, saben que no durará. Y aún así, se ríen y participan. Será acaso uno de los pocos estados de conciencia común. Los nacimientos, el amor y la muerte. Después caemos de nuevo. Los amantes caen violentamente. Los testigos tambalean, se sacuden un poco. Ellos dos solos y por separado, se despiden de un mundo inventado por los olores que lograron mezclar. Mueren un poco en la caída, pero no mueren del todo al estrellarse. Deberán seguir. Deberán arrastrarse y volver a reunir parte por parte cada lengua de fuego que haya sobrevivido. Encajar cada hueso en su lugar, para poder andar. Frenar hemorragias. Zurcirse la piel como si fueran niños de trapo. Rellenar el corazón con arena, con la misma arena que se llenan los relojes. Y esperar. A aquellos que aún los sostiene la vida, volverán tarde o temprano a sentarse en la colorida mesa de los segundos. Los otros, astronautas fracturados y huérfanos, orbitaremos eternamente la tierra.


BAJANDO DEL ROTUNDO


Vengo bajando del Rotundo. Voy cansada. Las espinas me han herido las piernas, los brazos, las mejillas. Tropecé ayer, no alcancé a sostenerme en pie y mis manos tampoco me sostuvieron. Comenzó a llover y yo sin capa de agua. Calzando unos zapatos tan livianos. Tan descubierta. Llevo dos fotografías tomadas en la cumbre. Sé lo que hay arriba, sé como se ve desde allí. Las águilas me escudriñaron con su ojo amarillo casi todo el tiempo. Los cóndores son aves prehistóricas. De muchas plantas que vi, no hay registro. Les puse nombre de acuerdo a lo que me recordaban. Viven allí "El ocaso del miedo", la "Madre siempre viva", el "Fantasma de la laguna", el "Hermano perdido". Una de ellas es venenosa. Muy venenosa. Las otras sanan algunos males. Pero en pequeñas dosis. Todo en grandes cantidades es venenoso. Cuando el terreno se vuelve empinado bajo más rápido, mis piernas parecen llevarme, pierdo el control. En la cima del Rotundo, vive principalmente la inconsciencia. Por eso siempre llueve. A veces, clarean sorpresivamente unos extraordinarios cielos de lucidez. Por el contrario, en la cima del Dorotea vive la infancia. Siempre hay sol sobre el Dorotea. El Rotundo es entonces el punto más lejano de la inocencia, sin llegar a ser maldad. Es sólo un acertijo que ha hechizado siempre a piratas y navegantes fuera de la ley. No hay tesoros escondidos en él. Los asuntos de valor, saltan a la vista. Es la humedad la que permanece oculta. Los bosques se tragan a los caminantes, largas ramas atrapan a las mujeres bellas, las convierte en seres de papel. Hay rincones que nunca llegué a conocer. Pequeños valles por los que no quise cruzar, porque nadie los había pisado jamás y hasta el Rotundo se merece el resguardo de lo sagrado. Voy cansada. Siete años es mucho tiempo. Planificar esta expedición no fue fácil. Perdí el rumbo varias veces. Estuve a punto de morir en el ascenso, sin embargo, persistí. Para mí, la cara norte de mi tranquilidad estaba en la cima del Rotundo y debía ir por ella. Aún así, voy bajando dudosa si después de este cansancio inmenso viene la paz. Contra todo vaticinio he salvado la vida. Quizás porque no soy ni un caminante ni una mujer bella. Sólo soy la niña pirata más intrépida al sur de la isla de Wellington.


Fotografía de Anxos Sumai

comentarios:

Buena lectura para comenzar la semana...