Sonia González Valdenegro

Sonia González Valdenegro

Rommel


E
l chico de la casa del fondo, identificada con la letra H, sale rumbo al trabajo. O a la universidad. Y el encargado del condominio termina el barrido de la mañana, el minucioso restregar la escoba entre las hojas diseminadas sobre el pavimento para juntarlas en los quicios, desde donde más tarde serán retiradas, arrojadas en los grandes despachos para la basura y entregadas al camión en la puerta del condominio.
Y ahora suena la llave que alguien mete en la cerradura.
El picaporte o la cerradura emite el ruido reconocible al girar, y las llaves cuando caen sobre la madera de la mesita de la entrada, un tintineo pesado que tiene algo de derrumbe.
Rommel, quien ha permanecido hasta entonces sentado encima de la mesita donde la mujer dejará las llaves, levanta las orejas, voltea hacia la ventana y salta al pasillo por donde se desplaza hasta la puerta que mira al jardín de atrás, ahora cerrada. Ya vendrá, él sabe, la mujer a permitirle la salida. Vendrá la mujer y le hablará al oído, acariciará sus orejas que parecen de cartulina, rascará suavemente su panza y bajará la manilla para que Rommel pueda salir al jardín. En el jardín hay un árbol, un modesto naranjo que no ha dado una naranja durante este año. Sobre una de las ramas de este árbol se ha detenido a observar el mundo un pájaro en el que Rommel pondrá su mirada de ojos amarillos.
- ¿Qué tal, campeón?- dice la mujer desde la puerta.
La escucha luego entrar en la cocina. La ve dejar la cartera sobre la mesita, luego quitarse el abrigo y volverse a ponerle agua en el pocillo antes de abrir, finalmente, la puerta que permite a Rommel expulsar, que no cazar, a aquel pájaro extemporáneo que se pregunta -en tanto agarra vuelo para huir y mirando a Rommel alzar las patas delanteras- qué hace en este jardín, en este invierno.
Entonces, Rommel escucha el ding dong de la entrada. Se detiene un breve instante a considerar las cosas y recorre nuevamente el breve jardín, empuja la puerta que minutos antes se ha abierto para él y llega hasta la entrada de la casa, donde la mujer ya se dispone a abrir cuando desde el pasillo que conduce a las habitaciones surge Amable como una aparición. Viene vestido, abrigado el cuello con el pañuelo celeste, casi preparado ya para salir aunque empujando o arrastrando sus zapatillas azules con cuadros negros.
Muy temprano, por la mañana, Rommel ha acompañado a Carlos al estacionamiento para sacar el automóvil. Y antes de irse, Carlos, pensativo, se ha inclinado sobre sus rodillas, ha acariciado la cabeza de Rommel entre las orejas erguidas, anunciándole, Rommel ha advertido la emoción de su voz, que vendrá a las doce, a buscar a Amable para acompañarlo -más bien parece haber empleado el verbo llevar- al médico.
-Campeón- le dice Amable.
A Rommel le llama la atención el aspecto de Amable esta mañana. Porque los días anteriores ha parecido más recuperado. Y su piel es hoy como la de los primeros días, antes de que se lo llevaran a la clínica, tiempo atrás, y de que regresara. Venía tan flaco Amable.
Al otro lado de la puerta hay un hombre de mediana edad, abrigado con una casaca de material impermeable, de color amarillo oro. Lleva puestos unos guantes. Se le ven los guantes, porque están ante él, entre él y la mujer y son unos guantes que le permitirían boxear, así de grandes.
-Verá- dice a la mujer- ¿Es usted la dueña de casa?
Porque la mujer no lo parece. Porque lleva puesto el delantal que usan en general las domésticas del barrio. O porque sabe que no lo es.
-No- responde ella, lacónica. Después de todo solo le han preguntado si es la dueña de casa; no si pueden ver a la dueña de casa, que por lo demás en esa casa no hay. En esa casa, y según saben todos en el barrio, ella se ha enterado de los comentarios, solo hay dueños de casa. Dos dueños de casa, para ser bien precisos. Don Carlos y don Amable. Ella no sabe cuál es más dueño de casa de los dos.
-¿Pasa algo, Cecilia?
Don Amable está tras de ella, a medias escondido, convencido quizá que la vedada exposición a las bajas temperaturas se traduce en la imposibilidad de ponerse de frente a la puerta de la casa cuando alguien llama.
-Un señor… -dice ella, Cecilia.
-Buenos días- grita el hombre desde la calle.
Y entonces, recién, Amable, cubriéndose la boca, se asoma a la puerta.
El hombre lo mira, parpadea. Cecilia advierte que parpadea. No se ven fantasmas todos los días. O se sale arrancando de ellos o se miran como un fenómeno. Este hombre ha optado por la segunda.
-Perdone que lo moleste -dice, lentamente pronuncia aquellas palabras.
Amable es alto, y el peso de la enfermedad lo obliga a inclinarse, lo mismo que la necesidad de relacionarse siempre con personas de baja estatura.
-Diga. Dígame.
El hombre parece considerarlo.
-Verá -comienza-. Se trata de su gato.
-¿De Rommel?
- ¿Rommel? ¿Se llama Rommel?
-Rommel- confirma Amable.
Y como convocado por aquella palabra el propio Rommel avanza un par de pasos, la cola dispuesta en vertical, y se sitúa junto las piernas de Amable.
-Ese mismo- dice el recién llegado, apuntándolo con el dedo-. Ese. Ese gato.
Y en su modo de pronunciar la palabra gato, Amable y Rommel advierten, y se observan para compartir aquella constatación, hay desde ya la incriminación de algo indebido.
-Verá -prosigue el hombre-. Ocurre que mi mujer ha instalado en nuestro jardín un pequeño huerto...
Un huerto, considera Amable. Un minihuerto, debe ser.
-Una cosa pequeña- aclara el hombre, adivinándole el pensamiento, y mientras habla sus ojos no se apartan de Rommel, quien luego de enroscar la cola alrededor de su cuerpo y echar una bostezada, lo observa con ojos aburridos-. Un cajón, para ser precisos, de dos metros por uno de profundidad. Mi mujer lo ha instalado para poner en él un poco de romero, algo de menta, cedrón. En fin…, las cosas que las mujeres usan para cocinar o para medicarse.
El hombre sonríe. Su sonrisa tiene dos sentidos. Uno va en la misma dirección que las palabras que pronuncia. El otro, vaya uno a saber. Amable entiende. Aun así, aguarda.
-Lo ha cuidado mucho -prosigue el hombre.
-¿Y?
Cuando Amable pregunta sus cejas se elevan produciendo unas arrugas y protuberancias que su actual flacura acentúa. Rommel las imagina, porque no se vuelve a observar su cara, y lamenta aquella fealdad.
-Ocurre que su gato ha cagado en la huerta de mi mujer.
-¿Rommel?
-Su gato- precisa el hombre-. No sé cuántos gatos tiene. Yo solo he visto uno sobre la medianera. Un gato romano enorme, que duerme por las tardes sobre la medianera. Ese gato. El que está a sus pies.
-Ya lo ha dicho. Tenemos solo un gato -dice Amable, para despejar las dudas del caso-. Rommel. Y duerme encima de la medianera. Pero Rommel no ha podido cagarse en la huerta de su mujer.
El hombre ha ido por una disculpa, por una solución. Entre los posibles rumbos de la conversación que se disponía a tener con quien fuera que abriera la puerta de aquella casa, antes de salir, no estaba el que aquella persona alegara la inocencia del gato.
-¿Dice usted que no?
-Absolutamente no- insiste Amable.
-¿Cómo puede estar tan seguro?
-Porque Rommel no caga en las huertas. No solo no caga en las huertas. Rommel solo hace -y recalca este último verbo, que aunque impreciso ambos entienden- en la caja sanitaria que le tenemos para eso, para que no ande cagando por ahí, por cualquier lado.
Y lo dice como si la huerta de su mujer fuera un lugar indigno para Rommel.
-Pero. ¿Está usted seguro?
El hombre dimensiona de inmediato su error. Al preguntarle si está seguro ha admitido la posibilidad de estar equivocado, caso en el cual el gato sería inocente. Rommel sería inocente. Y si no era Rommel, entonces habría que empezar a investigar. Porque lo cierto es que, más allá del lugar que Rommel tenga destinado para cagar, un gato, un gato innominado, que quizá no es Rommel, pero quién podría asegurar que no ha sido él, un gato, y de eso no hay duda, ha dejado su porquería en la huerta de su mujer. Lo sabe porque han encontrado caca de gato, porque un perro no podría llegar hasta aquel lugar, porque han visto muchas veces a aquel gato, al que llaman Rommel, apostado sobre la medianera, mirando hacia la casa de ellos, mirando, en particular, la huerta en la que mujer ha plantado, por ahora, romero.
-Absolutamente seguro.
El hombre ha aflojado los brazos sobre sus hombros.
-Pues yo estoy absolutamente seguro de que no ha sido Rommel.
Y al decir esto, sus ojos, bajo las cejas han dejado una huella en el entendimiento del hombre que con los guantes puestos ha llegado hasta esa casa.
Una huella tan clara como la huella de un bototo de seguridad sobre la tierra húmeda después de la lluvia.
-Ya- dice.
Y se dispone a alejarse lentamente, derrotado, cuando escucha la voz del hombre que, todavía asomado a la puerta entornada, lo llama.
-Por favor, acompáñeme,
Hay cierta urgencia en su invitación. Podría pensarse que de rechazarla, ocasionaría al hombre que la formula desde el filo de la puerta un daño irremediable. Así que el hombre que ha ido hasta aquella casa por una explicación regresa sobre sus pasos, traspone el umbral y aunque volviéndose a mirar la calle para ver quién anda por ahí, quién puede verlo entrando en aquella casa, atraviesa la frontera y entra en el vestíbulo. Bajo sus pies, Rommel, el acusado, lo observa y le dirige un maullido débil, una suerte de saludo glacial.
-Por favor, por aquí- dice aquel hombre.
Un tipo que está casi en los huesos, un hombre que ahora, en el interior de aquella casa, más parece el fantasma de alguien, especialmente si se considera que la mujer que le abrió la puerta, probablemente la asesora ha desaparecido, y que la puerta de la calle está ahora misteriosamente cerrada a sus espaldas, dejándolo a él solo en el interior de aquella estancia de aire enrarecido, a él, al gato y aquel hombre cuya existencia parece haberse agudizado en aquellos ojos, similares a los del gato, amarillos, unos ojos que parpadean apenas cuando lo invitan.
-Por aquí, por favor.
Pero él lo sigue. Él es un valiente. Él no tiene miedo a lo que la gente dice por ahí. A él no va a intimidarlo aquel casi cadáver que lo antecede por un pasillo que los conduce hasta la entrada de la cocina, ante cuyo umbral se detiene para mostrarle con una de las manos, como si acabara de hacer un paso de magia, algo a sus pies.
-Observe, por favor.
Hay un recipiente en el suelo. De color verde, puede ser. O verdoso. Es rectangular, como un cuaderno grande extendido.
-Por favor, observe- insiste el hombre.
Él se encoge de hombros.
-¿Qué es lo que tengo que observar?
-Caca, señor. La caca de Rommel.
-Ajá.
Más que verla, puede sentirla. Se trata del inconfundible olor a gato, que lo ha recibido no bien alguien, algo, cerró la puerta de entrada a la casa. Y si baja la vista, y ahora que el casi cadáver ha encendido un foco de luz tirando de una cuerda, puede ver la irregular distribución de grava sobre el recipiente verde, entre los cuales dos imperfectos montículos sobresalen.
-Mire, usted, qué bien. Cecilia aun no ha retirado la caca de hoy. Ahí tiene usted la prueba.
Prueba de qué, se pregunta el hombre, juntando los guantes ante el pecho como si se dispusiera a enfrentar a golpes al cadáver.
-¿Prueba de qué?- agrega elevando la voz.
-De que Rommel caga aquí. En su grava. Y que si algo, alguien lo hizo en el huerto de su mujer, no fue Rommel.

Lo anterior ha tenido lugar un jueves. Desde entonces ha transcurrido una semana y han sucedido algunas cosas. Amable ha sido internado nuevamente, el mismo jueves, por un agravamiento en su estado de salud. De manera que en aquella casa deambula durante el día la mujer, la doméstica, quien aprovecha las mañanas largas, apoyada en la escoba a la entrada, metiendo conversación al que pasa por ahí; uno de ellos el muchacho de la casa H cuando va o regresa, ahora ya lo sabe, de la universidad.
Lo segundo es que la noche anterior a la mañana en que Carlos se ha levantado un poco cansado, cansado y más triste que de costumbre, al regresar de la clínica donde Amable se encuentra nuevamente unido a una máquina a través de múltiples e incomprensibles conexiones, una luna impecable, de esas que se presentan cada veintiocho días ha iluminado la ciudad.
Lo tercero es que el vecino de la casaca amarillo oro, el de los guantes con los que parece dispuesto a batirse a golpes, el que acudió el jueves a reclamar por lo que según él Rommel ha estado haciendo, aprovecha aquella claridad para abrir la ventana de la buhardilla, poner el proyectil en el interior del rifle y disparar sobre Rommel que, como siempre, aguarda la hora de irse a la cama descabezando un sueño sobre la medianera.
Y al levantarse Carlos ha caído en la cuenta de que Rommel no está, y ya se dispone a salir en su busca, cuando suena el teléfono.
El aparato está ubicado a la entrada, donde Rommel acostumbra esperar durante las mañanas la llegada de Cecilia para que le abra la puerta.
-Aló- dice Carlos.
Y una voz, del otro lado lo pone al corriente de su nueva situación. Carlos es un hombre solo. No existe, en el mundo, un hombre más solo que él.
Y ese es el último hecho a considerar de todo lo acontecido desde el jueves.


comentarios:

el cultivado sergio dijo...
11:24
 

Donosianísimo.