Australia

Australia



E

staba decidido a renunciar, eso lo tenía más que claro, renunciaría a la compañía en la cual trabajaba. Cambiaría el curso de mi vida, montaría mi propia empresa de decoración. Me había pasado los últimos quince años arriba de aviones que me conducían a lugares a los cuales generalmente nunca, ni por asomo, llegaba a conocer. Desde el aeropuerto a mi trabajo, luego al hotel y nuevamente a mi trabajo. Cumplida la misión, regresaba nuevamente a Madrid y no era que partía del aeropuerto directamente a casa, sino que me esperaba un auto de la empresa y me dirigía a reunirme con la mesa directiva. Debía rendir cuenta de mi desempeño en mi último destino, se delineaba la política a seguir y luego se tomaba una u otra decisión en beneficio de la firma. Así todo el tiempo. Era el encargado de implementar cada tienda que se abría en cualquier lugar del mundo. Un trashumante habitante de hoteles cinco estrellas inmaculados como quirófano. Cuando llegaba a casa, mi mujer y los niños abrían los regalos, me hacían un par de preguntas y luego la vida seguía su curso, como si aquello fuese lo más natural del mundo. Hacía mucho tiempo que el amor y el cariño entre ella y yo, se había aparcado entre tarjetas de crédito, la visita a los padres y el poco tiempo libre que disponíamos entre viaje y viaje. Casi hablábamos lo estrictamente necesario y ella, por un procedimiento que hasta hoy me parece cruel, se empeñaba en hacerme preguntas sobre mi trabajo, los hoteles en que me alojaba y el despegue de los aviones.
Mis amigos, conocidos y también Ximena, siempre me lo decían, tienes el mejor trabajo del mundo, viajas, conoces el mundo, ganas dinero, lo pasas pipa. Si bien Zara, la empresa para la cual trabajaba, pagaba bien, mi vida como ya lo he dicho, eran los aviones, los aeropuertos, los hoteles y la decoración de cada tienda que se abría. Nada que pudiese decir de que mi vida fuese una maravilla. Con los años la rutina te desgasta las ganas y te estacionas en un sitio eriazo y malhumorado. Había decidido que este sería mi último viaje. Me despedí como siempre de Ximena y los niños con un beso y un adiós. Camino a Barajas me llama Ximena diciéndome que no me olvidase del perfume y los juegos para los niños: no amor, sí amor, claro, sí ya entiendo, no te preocupes, yo también te quiero, no seas tontita, dale, te quiero, adiós. Esa rutina insoportable de diálogos de parejas consumidas por el tedio y el hastío. Mi nuevo y último destino sería Australia. Madrid-Australia. Aproximadamente 21 horas de amasijo trasatlántico. Había lugar en mi equipaje de mano, para dos cosas que siempre me acompañaban, un libro de Céline y una petaca de Jack Daniel's etiqueta negra. Subí al A380 la noche del 25 de diciembre rumbo a nuestra única escala, Dubai, no era una buena noche para viajar ni estar lejos de casa. Pero ya había pasado fiestas de guardar, cumpleaños de los críos y aniversarios diversos fuera de casa, era mi destino y mi trabajo, estar siempre fuera de donde acontecen las cosas. Por lo demás, cada gran fiesta familiar, se transformaba en algo tan agotador como dar vuelta al mundo en una carabela. Y así poco a poco me fui alejando de donde pasa la vida, caminando por la delgada línea que conduce a la soledad y la amargura. Aquello evidentemente estaba llegando a su fin, una nueva vuelta de tuerca haría que todo cambie, sería mi último viaje, mi última agonía.

Saco del bolso de mano a Céline y a Jack y saludo a mis acompañantes, en el lado del pasillo, una señora gorda mafaldiana, de chaqueta roja, lentes oscuros y pelo blanco, aún sin hablar con ella, pensé que sería una catalana en búsqueda de un koala. Luego, en el medio, una chica guapa vestida de negro, de treinta y pocos que se me antojó en búsqueda de un Jeque catarí dueño de un BMW M5 de oro, con incrustaciones de cristales de Swaroski. La chica guapa del jeque me dice pase usted, mientras busca en su cartera un lápiz labial de color furibundo. Bebo un sorbo de Jack y abro Viaje al fin de la noche en la página marcada, la 373: Robinson recibió las dos balas en el vientre, quizá las tres, no sabía exactamente cuántas. Cierro el libro en la página 376. Por mucho que tratara de perderme para no volver a encontrarme con mi vida, la encontraba en todos lados.

Nos esperaba un duro viaje de casi 21 horas hasta Sydney, las luces se apagan y sólo quedo con la luz pequeña de lectura, ya no leo a Céline pero no apago la luz, la señora gorda del koala duerme, la chica joven y apuesta, la chica del Jeque catarí, me pregunta si viajo a Sydney o a Dubai, le doy mi respuesta y me dice que se llama Elena, que viaja a Brisbane, que de Sydney se tomará otro avión y llegará a Brisbane. Dice que también le gusta Céline, pero que prefiere a Joyce y me pregunta si vi Finnegans Wake de Mary Ellen Bute. Reconozco mi equivocación con la chica guapa, y me atengo con respecto a mi apreciación sobre la catalana. Más adelante me dice que su color es el violeta y que su signo es Escorpio. Le digo que me llamo Hugo, que viajo a Sydney donde me quedaré un par de semanas, que mi color es el granate y que mi signo es Cáncer. Reímos. Delante nuestro una pareja de alemanes jubilados hablan en voz baja, la azafata noruega que pasa ofreciendo mantas, mientras casi todo el pasaje se apoltrona en situación de descanso. Se acomoda, me acomodo, dejamos de hablar. Más adelante me dice que odia viajar, que le da pánico subir a un avión, que lo hace en casos de extrema necesidad, como esta vez, que viaja para realizar un estudio de campo de la Complutense de Madrid. Me cuenta que de Brisbane se va a la Isla Magnetic, paraíso natural de los koalas. De eso se trata su estudio de campo. De koalas. Ahora pienso que la catalana no es catalana, que los alemanes no son alemanes, que la azafata no es noruega y que la chica guapa me ha encandilado. Se alisa el cabello y luego cruza las piernas a mi favor, creo que para que viese las medias que acababan a mitad del muslo. Acerqué mi muslo al suyo, mientras la luz de lectura seguía encendida, veo que tiene puesta ligas, es que desde los juegos con Francine en Toledo, no las volví a ver. Con Ximena, en verdad, llegaron pronto los niños, y nuestra vida amorosa se fue convirtiendo en una rutina con el peso de un buque petrolero. Sólo un breve lapso de tiempo en donde, ese loco amor adolescente, nos condujo cerquita del infierno. Aquello estaba lejos en el tiempo, como la partida del último Milodón.
Todo el pasaje en calma, todas las luces apagadas, la chaqueta roja del pasillo ronca, la pareja de jubilados alemanes, o no, aún continúan hablando siempre bajito, y yo allí, con Elena que se desabrocha un botón o dos de su blusa, que me dice que tiene calor, que otro color que le gusta es el negro, el negro de mis ligas. Muestra un poco más de lo que debía mostrar. Aquello era más que evidente. Luego se produjo el silencio, el silencio más grande del mundo, ninguno de los dos dijo nada, se recostó sobre mí, inmediatamente pensé que se hacía la dormida, me dice: me voy a hacer la dormida. Se apoyó en mi hombro, la abracé, le acaricié el cabello y con la otra mano acaricié sus muslos hasta llegar a su entrepierna. Inmediatamente obtuve respuesta. Sus manos sobre mi pelo, mi pecho, sus manos que bajan despacio. Apago la luz de lectura. Mi mano que sube de la zona de sus medias caladas a la zona de la carne.

Sólo algunas luces de lectura se divisan a lo lejos. Luego se fueron apagando, el comandante del A380 nos da aviso de turbulencia. Dice que será algo breve, la pareja de jubilados se callaron, veo a la azafata recorrer el pasillo y perderse, veo a la señora chaqueta roja dormir como muerta. Elena ya no finge estar dormida, abre sus piernas y entreabre su boca y su respiración se agita, su mano sobre mi vaquero, sobre mi cremallera. La tomo de la cabeza y la atraigo hacía mí, le desabrocho la blusa y con el dorso de mi mano hago circulitos en sus pezones. En eso estábamos cuando vuelve la azafata, me recompongo y la saludo, me saluda, luego se aleja a perderse nuevamente. Le pregunto a Elena si le apetece ir al baño del A380. Dice que sí, que ella partirá primero, que no me tarde. Mientras me dirijo al baño, en un recorrido de diez metros, tomo dos decisiones, mi trabajo con Zara estaba terminado, que yo también viajaría a Brisbane, que también iría a la Isla Magnetic. Que yo también necesitaba hacer un estudio de campo. Conocer a los koalas. Toco la puerta del baño, entro y cierro la puerta.



3 comentarios:

Es precioso.

Un abrazo Pilar.

Anónimo dijo...
00:59
 

He leído cinco veces este cuento y me sigue pareciendo espectacular, de lo mejor de usted Mister Hugo. Desde Buenos Aires.


Laura.