Herbert Mundy

Herbert Mundy


EL MALIGNO


Durante el invierno el camino que une Cochrane con Coyhaique tiene poco tránsito, la gruesa capa de escarcha y nieve que lo cubre ahuyenta a los conductores. En verano el trayecto se extiende por seis horas, en invierno se puede tardar diez o más.

Contra toda recomendación decidí emprender mi viaje cuando ya caía la tarde, tenía varias cosas que hacer en la capital de Aysén y quería aprovechar el día siguiente, tenía confianza en mi camioneta y en mis habilidades como conductor. De todos modos llevé mi poncho y un termo con café, a veces las máquinas están limpiando el camino de nieve y se debe esperar, nada mejor que hacerlo bien abrigado y con un café caliente entre las manos.

En Coyhaique me esperaba mi mujer y mi hijo, éste último había nacido hacía pocas horas y quería conocerlo. No había podido asistir al parto, mis labores como novel Juez de la provincia me lo habían impedido, la policía había detenido a un ladrón de poca monta y yo debía estar en la audiencia respectiva. No podían enviar a otro juez a reemplazarme, el estado del tiempo y del camino no lo hacían aconsejable, para mis superiores, se entiende.

Pasado Río Tranquilo, pequeño caserío sito en donde el río que le da nombre desemboca en el Lago general Carrera, comenzó a desarrollarse una ventisca, al comienzo sólo agua nieve y algo de viento, luego nieve en abundancia. Para mi la nieve sigue siendo motivo de alegría, criado en la zona central una nevada siempre es algo extraordinario y carece del halo trágico que la acompaña en los campos de la Patagonia, en donde la muerte del ganado y el aislamiento que genera no hacen que se la reciba con la mejor de las sonrisas.

Le había prometido a mi mujer pasar algunos días juntos en Coyhaique antes de volver a mis labores, se lo debía, ella me apoyó en esta aventura de ser juez en aquel poblado apartado, entre otras cosas su apoyo devino de sus falencias en lo que a geografía se refiere, nunca se imaginó que la llevaba a donde el diablo perdió el poncho. Se le habían hecho pesado los días en el poblado, ella tan urbana no se sentía cómoda en una casa en que las gallinas del vecino ponían sus huevos en nuestros maceteros. Para mi la idea era buena, estar unos años lejos de su familia, absorbentemente metiche y fortalecer así nuestro incipiente matrimonio. Todo había ocurrido según lo previsto, salvo que tuviera que irse a la capital de la región al séptimo mes de embarazo, no era seguro un parto en Cochrane, yo conocía lo suficiente el hospital y a sus médicos bisoños.

La ventisca estaba desatada, yo avanzaba lentamente para no salirme del camino, tanta nieve acumulada no dejaba de intimidarme, además, no me había cruzado con ningún vehículo en las cuatro horas que llevaba conduciendo. El sector de Altos del Cofré, a mitad del camino, es especialmente desolado, grandes extensiones de bosque nevado se extienden a ambos lados de la huella, generando una sensación de soledad y pequeñez. Es posible ver algunas casas ubicadas en el bosque, descuidadas, oscuras, algunas de ellas con alguna luz pálida en su interior que, más que humanizar el paisaje, le dan un aire perverso y primitivo. Al acercarme al Cofré recordé lo que me había contado una funcionaria del tribunal: en la parte más densa del bosque se aparece el Diablo. Una noche de verano a su marido le hizo parar una persona vestida con negro ropaje, al subirse al vehículo -no me supo explicar cómo- había advertido que se trataba del demonio, durante el resto del viaje no se atrevió a mirarlo directamente, solamente de reojo percibía su pérfida figura, al acercarse al poblado de Cerro Castillo, que cuenta con iluminación pública, se detuvo bajo un farol y bajó del auto. Ya libre del encierro se atrevió a mirar, el Maligno había desaparecido, pero él sabía que había estado sentado a su lado. Subió al automóvil y esperó que amaneciera bajo la salvífica luz del poste del alumbrado público. Uno nunca deja de sorprenderse ante la ingenuidad de las gentes del campo. Lo cierto es que ya caía la tarde y el sendero que corría en medio del bosque se iba haciendo cada vez más oscuro y estrecho. Por mi formación agnóstica no creo en aparecidos ni diablos, pero de todos modos no podía dejar de mirar entre los árboles, según mi informante las apariciones diabólicas eran precedidas de flores rojas. De pronto, arriba entre los árboles vi un jersey amarrado entre las ramas, color rojo por cierto. No negaré que me inquieté, el lugar era bastante solitario, a horas del poblado más cercano, una sensación de indefensión me recorrió el espinazo, prefiero la palabra indefensión a temor, pues yo no le temo a lo sobrenatural, lo cierto es que la indefensión me puso la carne de gallina. Aceleré, lo que no fue una buena idea, en la primera curva perdí el control y me fui hacia el cerro, terminé rompiendo una llanta contra una roca, quedé varado. Ahora corría viento y caía una pesada agua nieve. Bajé para apreciar los daños e intentar cambiar la rueda. Me arrepentí de no haberme cambiado de ropa, iba a estropear mi traje. Después de una eternidad, embarrado y helado, había logrado cambiar la llanta. Esperaba que los daños no fueran relevantes y el vehículo aguantara hasta Coyhaique. Me encontraba apreciando mi obra cuando entre los arboles vi una luz, esta venía de una casita medio derruida, aparentemente deshabitada, pero con luz. Quién podría vivir en esas soledades, en ese invierno, no lo sé. Nuevamente la indefensión me heló la espalda, si no era el demonio el que estaba en esa casucha a lo menos sería una familia de depravados, mejor me iba. Subí a mi vehículo, aceleré con cuidado y, por fin algo de buena suerte, los daños no eran tantos y salvo algunos nuevos ruidos la camioneta se movía bien, al mirar por el espejo retrovisor, vi como la noche se había extendido por el camino y como la casucha se veía entre la bruma, misteriosa y, aparentemente, maldita. También vi que atrás había quedado la gata hidráulica, maldije y retrocedí, me bajé rápido, metí la gata en su caja bajo el asiento trasero, mirando hacia atrás a cada segundo, temeroso -debo reconocerlo, tenía algún temor, no era sólo indefensión- de que el Mandinga se apareciera y me pidiera llevarlo unos kilómetros.

Para darme valor cerré la puerta trasera de un portazo, sentí un crujido y luego, horror, una mano fría y pesada se apoyó en mi hombro, se produjo un pesado silencio, ya me habían dicho que el Diablo se aparecía, nunca oí que lo tomara a uno por el hombro, castigo de Dios sería por mi ateísmo, pero Dios es misericordioso, ¡ampárame Señor! Trataba de gritar, pero de mi boca sólo salían gemidos. La Bestia debía ser enorme, su pezuña se extendía desde el nacimiento de mi brazo hasta mi cuello, sin esfuerzo me arrastraría hasta el averno. Podría jurar que sentía su aliento en mi nuca, tenía los pelos erizados, no me atrevía a mirar hacia atrás, el frio de esa garra demoníaca se iba metiendo lentamente a través de la tela de mi chaqueta hasta llegar a mi piel, los escalofríos me recorrían el cuerpo. ¿Cuál sería mi castigo? Aparentemente no sería arder en el infierno pues me estaba congelando, la cercanía de la casucha y la fuerza de su brazo me hicieron pensar en otros castigos más terrenales, pero Belcebú no actuaba así, nunca se había oído, ¡quizá nadie lo había contado! Algunas lágrimas corrieron por mi rostro. Lentamente la mano se fue haciendo más leve, pero, como contrapartida, ¡el frio se extendía ahora por mis pantalones! Pensé que me había meado, pero no, si así hubiera sido la sensación sería tibia y esto era gélido como la muerte.

En ese momento comprendí todo, avergonzado subí a mi 4x4 y no me detuve hasta Coyhaique. Con el portazo, un planchón de nieve, acumulada en alguna de las tantas ramas de los árboles del bosque, cayó sobre mi hombro y se derritió lentamente mientras yo estaba paralizado de terror, esa era la gélida garra que me había helado hasta las pelotas. Desde ese día no me he reído más de la credulidad de la gente del campo.

Mi mujer no entendió el por qué estaba tan silencioso, ni mi insistencia en bautizar al niño contra todo pronóstico con el nombre de Jesús María. Por mucho tiempo guardé silencio, a nadie le había contado la verdad, hasta ahora.

3 comentarios:

Anónimo dijo...
13:18
 

jajaja muy buena la historia... me gustó el relato...

Andrea González dijo...
08:54
 

Buenísimo, entretenido; para mi gusto un relato fluido, no forzado, y que esté en primera persona lo hace diferente...felicitaciones!

Disfruté de la incertidumbre terrorífica para, casi en las últimas líneas experimentar ese giro desconcertante, irrisorio y extrañamente tranquilizador. Me pareció muy buen relato.