Herbert Mundy: La condena

Herbert Mundy: La condena


Primero sentí el frio de la escarcha, me arrebujé bajo mi manta pero a duras penas conseguí mantener algo de calor en mi cuerpo. Luego fue el silencio. No corría una brisa. Me levanté adolorido, a lo lejos en el cañadón divisé mi caballo pastando, indiferente a mi angustia. Allí estaba rodeado de flores y bañado por el sol de la mañana que hacía resplandecer sus crines cansadas. Las piedras de las montañas lejanas hacían lucir reverberante, su ocre oxidado.

Tenía el estómago pegado al espinazo, hacía tres días que no comía algo decente, tres días a pura agüita de vertiente, además no tenía idea de adónde había ido a parar. Había sido una semana de galopar y galopar, descansar lo justo para no reventar el caballo. Sólo sabía que iba hacia el norte, lejos de la estancia.

Gringos de mierda, pensé, ¿qué se creerán? creen que por ser dueños de la tierra también lo son de la gente. Bueno, ahora hay un par bajo tierra, dos metros de tierra para cada uno. ¿Qué querían? Qué me cruzara de brazos, se equivocaron conmigo, yo nunca he sido uno de esos. Gringos de mierda.

Me calé la boina y me ajusté la manta de castilla al cuello, la mañana estaba linda pero helada, la escarcha partía las piedras. Caminé hacia el caballo, éste apenas vio movimiento comenzó a acercarse con mansedumbre. A pesar de todo lo que le hice correr no me guardaba rencor, se diría que quería más. Lo entiendo, no hay nada mejor que galopar y galopar en la pampa, sin cercos que te interrumpan, solo el hombre, su caballo y el viento. En la Patagonia no se puede olvidar al viento. Lo ensillé dejando la cincha floja, hoy caminaría un poco, tenía las articulaciones adoloridas de tanto montar. Al final del cañadón brillaba el hilo de plata de un chorrillo y más allá se veía subir, azul sobre el azul del cielo, el humo de un hogar. Probablemente un puesto, quizá una casa, lo que fuera mientras se pudiera masticar algo, con las tripas entretenidas podría ver qué hacer.

El puestero estaba carneando un capón y no se hizo de rogar a la hora de invitarme a almorzar, yo fingí no llevar hambre, no quería despertar sospechas, pero algo habrá columbrado pues fue generoso en el reparto. Me ofreció trago, miré la botella con cariño pero dije que no. Mi viejo siempre decía que no hay que tomar con desconocidos, que era peligroso, creo que tenía razón. Aquello no fue un impedimento para que un conocido, su cuñado, lo apuñalara en mitad de un asado. Poco tiempo más duró el cuñado, a los hermanos de mi padre no les pareció adecuada su conducta y así se lo hicieron sentir. Mi tía era joven cuando enviudó y, por cierto, se le vio bastante aliviada. El tiempo nos mostraría que lo suyo nunca fue la monogamia.

A mi nuevo amigo no le incomodó mi opción por la sobriedad, de hosco y pocas palabras pasó a ser amistoso y conversador, me comentó que el día anterior el administrador de la estancia había estado por esos pagos y le había comentado lo del crimen de los gringos, habría manifestando su desprecio por el peón alzado -temor o solidaridad de clase, me figuro- y que éste, aparentemente, habría huido a la Argentina, según sus datos los gendarmes estaban prontos a darle caza. Con esos tranquilizadores antecedentes, y la panza llena, me las endilgué hacia las casas de la estancia a buscar trabajo.

El mismo administrador me contrató como amansador, eso era trabajo para un par de meses, pero se veía que faltaba gente, a lo menos estaría un tiempo allí, hasta que se olvidará el otro asunto.

Los meses pasaron rápido, de amansador a esquilador, también arreando entre los diversos campos de la gran estancia. No bajaba al pueblo, a los compañeros les decía que estaba ahorrando, que no quería perder la plata con putas y trago, no se si me creerían. Me ofrecieron trabajar en un puesto aislado del resto de la estancia, acepté de inmediato, ahí podría esperar con tranquilidad que los gringos fueran olvidados, gringos de mierda, hasta muertos me seguían jodiendo. Unos años en el puesto hasta que todo se olvidara.

Tres años mirando ovejas, sin ir al pueblo y además arrancando al monte cada vez que los pacos se aparecían fueron minando mi espíritu, esperar que todo se olvidara no era un gran plan, ahora me daba cuenta, no podía estar escondido toda la vida. En algún momento me encontrarían, dos gringos muertos no se han de olvidar fácilmente. Además, era yo quien no podía olvidar, que no se me mal interprete, siempre he entendido que actué correctamente, de acuerdo al insulto recibido.

Fue una mañana de primavera en estancia Oazy Harbour, Gringos Duros que le llaman, mis manos y cara estaban heladas por la escarcha, tenía que desayunar rápido para ir a la vega del otro lado del chorrillo a desempantanar unos novillos. No vi el caballo del administrador hasta que lo tuve encima, me crucé frente a él, por el rabillo del ojo vi un brazo que se levantaba, todavía siento el ardor de la fusta en mi cara, el jinete me había cruzado el rostro con su rebenque. De un manotazo baje a Mr. Cameron del caballo, el gringo no había terminado de caer cuando yo ya le había hundido el cuchillo en el pecho, nunca entendió lo que pasó. Debe haber pensado que me alejaría humilde con el fustazo en la cara, gringo de mierda. El otro fue más complicado, viejo y malas pulgas, casi dos metros de gringo colorado, se decía que había estado preso antes de embarcarse al Nuevo Mundo, que había huido de Australia, vaya uno a saber porqué, lo cierto es que siempre fue violento y cerca estuvo de carnearme. Estaba ensillando su yegua cerca de nosotros, al ver caer a Cameron saltó a defenderlo, me atacó con un estribo, dos golpes en la cabeza y ya me tenía de rodillas, pero tropezó en las piernas de su paisano y cayó como saco de papas, aproveché el momento y lo aseguré, lo atravesé con tal fuerza que por algunos segundos lo dejé clavado al suelo. Conforme yo veo las cosas ellos causaron su muerte y punto. El caso es que la punta torcida de mi cuchillo a diario me recordaba los hechos. Lo que me torturaba no era la muerte del par de gringos, era la certeza de que, en algún momento, la ley llegaría a tocar mi puerta. Esta convicción me torturaba, todos sabían mi nombre, muchos presenciaron la pelea y -estaba seguro de ello-, pocos comprenderían mi sentido del honor y del orgullo, menos aun quienes me juzgarían, pues poco saben de la vida quienes han vivido encerrados entre códigos y reglamentos.

Tras cinco años de voluntario destierro, decidí entregarme. Esos años escondido habían sido peores que la cárcel, aunque parezca absurdo estaba cumpliendo una pena que no se me había impuesto y que, por lo mismo, no tenía fecha de término. Sólo una verdadera condena traería aparejada, finalmente, la libertad. Tomada esa sombría decisión abandoné el puesto y me dirigí al pueblo, cabalgué a tranco lento, sintiendo, quizá por última vez, el gélido viento austral en mi rostro agotado.

La comisaría del poblado está junto a la cárcel, a cargo de un sargento que me recibió, para mi sorpresa, en forma amable. Estaba recién llegado del norte y quería congraciarse con la comunidad, bajo y atlético, bien peinado, olía a agua de colonia barata, su mostacho y su vozarrón le daban autoridad, no obstante, tenía más apariencia de burócrata que de soldado, de esos que no quieren problemas. Me comentó que en la unidad todos eran nuevos y que los hechos que le relataba le eran desconocidos, le dije que buscara en las denuncias formuladas hace cinco o más años, se rió.

-La comisaría antigua se quemó -me señaló con una mirada cómplice- aquí yo no puedo ayudarle, si existe alguna sentencia o proceso pendiente tendría que ver en el juzgado.

En el juzgado, luego de alguna espera, me explicaron que el juez sólo me atendería una vez desarchivado el expediente en el que se ventiló el caso. El hombre al otro lado de mesón era alto y gordo, su pelo largo y grasiento ocultaba con dificultad una calvicie avanzada, camisa abierta, pantalón con manchas de inequívoco origen y un chaleco gastado constituían la cara visible del tribunal. Le narré los hechos y pedí hablar con el juez, solo a él le explicaría que venía a entregarme. Sonrió indulgente.

-Esa causa fue bien famosa, pero se archivó hace mucho tiempo amigo, el homicida fue capturado en la frontera a los pocos meses del asesinato, siempre negó los cargos. Ante mi cara de sorpresa explicó: siempre niegan los cargos, es difícil encontrar alguien que confiese, aún cuando la policía siempre se esmera en lograrlo.

Quedé helado, estuve escondido por años sin que me buscaran, ahora había otro cumpliendo la sentencia por mí. Era libre, siempre lo había sido. No quería ni pensar en ese otro pobre cristiano cumpliendo una condena ajena. Mientras reflexionaba el gordo buscaba entre un sinnúmero de expedientes y papeles sueltos, de pronto pareció encontrar lo que buscaba.

-Mire, éste es el expediente. El funcionario comenzó a hojearlo. -Alcanzó a cumplir dos años de condena. Murió en el incendio que afectó a la comisaría hace algunos años. Pobre infeliz.

Disimulé mi estupor y me despedí con un gesto. Nadie me buscaba, era cierto, pero ¿a qué costo? ¿Quién sería el condenado que tan horrenda muerte fue a encontrar? Probablemente un hombre de a caballo como yo, sólo que la vida le jugo una mala pasada. Me sentí ahogado, quería correr, alejarme de allí. Me dirigiría más al sur, me iría a trabajar lejos, a Tierra del Fuego. Subí a mi caballo. Arrojé mi facón en un chorrillo, su hoja lanzó un último destello antes de perderse en la riada. No soportaba los recuerdos, comencé a galopar sintiendo como el pasado se aferraba a mi manta con tal fuerza que casi caí de mi montura. Con rabia e impotencia, comprobé que nunca sería libre. Que contra lo que había pensado, mi sentencia sí había sido dictada y, peor aún, recién comenzaba a cumplirse.

3 comentarios:

¡Qué buen relato! Mi papá trasladaba gente en su micro a Gringos Duros y Punta Delgada, Ci Aike y alrededores.
Sé de historias de este tipo.En uno de sus viajes alguien le regaló La Patagonia Trágica...ahora está en mi biblioteca.
Siempre te leo.
Saludos

Anónimo dijo...
09:48
 

Gracias. H.M.

Que buen retrato del hombre de las pampas, cincelado por el viento, la nieve, la soledad, las extensiones interminables; muchos como él poseedores y regidos por un honor y códigos no escritos que los distinguen dignamente de los hombres de otras latitudes. Mi abuelo fue uno de ellos,desde la más tierna edad adoptado por la estepa, aprendió el estoicismo, su vida es un misterio que se llevó a las profundidades de estas tierras.