Florencia Oriolo
Estaba desesperada, otra vez caía en la misma historia de la decepción amorosa. Había hablado con cada uno de mis compañeros de Laguna Azul: chilenos, mexicanos, colombianos, hasta a la francesa me animé a pedirle un consejo ¡Con todo lo que dicen de Paris! Seguramente algo más que nosotros deben entender sobre el amor.
No sabía qué hacer, a quién recurrir, me habían roto el corazón por trigésima segunda vez en mis veintitantos años.
Fui al Don Bosco a comprar un pan dulce y me lo crucé a Fabián ¡qué mal te ves! me dijo, te invito a tomar once a la casa de un amigo, vamos, insistió, te va a hacer bien. Así fue que conocí a Lorenzo, un natalino con tonada porteña ¡qué espectáculo!
Tomamos café y hablamos durante horas sobre diversos temas, Buenos Aires, Boston, El Calafate, las Torres del Paine, Natales, su gente, sus casas y ventanas. Me preguntó: ¿Te diste cuenta la cantidad de cosas que se ofrecen en las vidrieras de las casas? Objetos antiguos en venta, anuncios con faltas de ortografía muy graciosos, servicios varios de todo tipo. Lorenzo me explicó que es una forma de comercio típica en Puerto Natales, una costumbre local que surgió el siglo pasado.
También le conté de mi pena, el último hombre me duró seis meses, todo un logro, nunca había estado tanto tiempo con la misma persona. Teníamos planes de viajar, de ir al Machu Picchu el próximo verano, pero de un día para el otro, me dejó sin más, se fue, se cansó. El cobarde me mandó un mensaje por Facebook, que me echaba de menos, pero prefería ir solo al maldito Machu Picchu.
Lorenzo me escuchó, secó mis lágrimas y brindó su comprensión. Nos despedimos hasta la próxima con un fuerte abrazo, tomé la calle Libertad para volver al centro y pensé que el mundo no se había terminado. Que había conocido un nuevo amigo y caminé observando las ventanas del pueblo. Tal vez podría colocar mi corazón en una de ellas, creo que a mitad de precio, algún trigésimo tercero se lo querrá llevar.
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