Herbert Mundy: La parición

Herbert Mundy: La parición

Hacía ya unas semanas que el viento se había llevado los restos de nieve que aún quedaban en los pastizales yermos, la primavera austral había llegado hacía un tiempo, los días eran más largos y el sol calentaba amigable las calaminas de los puestos desperdigados en la pampa. Las labores en las estancias estaban en su apogeo, las ovejas, preñadas durante el invierno, pronto comenzarían a parir, los campos se llenarían con las alegres carreras y saltos de los corderos. Puesteros, alambradores y peones debían recorrer los campos para prevenir el ataque de perros asilvestrados, zorros, pumas y evitar toda molestia durante la parición.

La casucha era pequeña, pero limpia y ordenada, ello y la huerta bien cuidada denotaban la presencia de una mujer. María Huinao estaba terminando de preparar el desayuno para su hombre, éste entretenía el tiempo tomando mate, cuando las chuletas de capón estuvieron sobre la mesa el hombre le anunció que estaría fuera unos días, tenía que recorrer el campo y cuidar de las ovejas.

– Están en plena parición y algunas habrá que ayudarlas. Este invierno fue muy largo y las ovejas, mal comidas, están débiles. El administrador quiere aumentar el plantel por acá y hay que cumplirle.

Una vez terminado el desayuno el hombre ensilló y se marchó, aparentemente estimó que una mirada eran suficiente despedida, la mujer quedó en la puerta viéndolo cabalgar hacía el oriente, desde donde el sol brillaba con especial fulgor, instintivamente se acarició el vientre protuberante, a él nunca le pareció bien lo de su embarazo y había optado por ignorarlo. Nunca le preguntó como se sentía, ni llegaron a hablar del futuro de la criatura que ya se intuía entre los pliegues de su vestido, sólo la caricia justa para poseerla y nada más. María calculaba que ya estaba en su noveno mes de embarazo, su cuerpo pesado y su cansancio permanente le anunciaban que pronto llegaría su turno de parir.

Lo había conocido dos veranos atrás, mientras el pueblo celebraba la fiesta de la esquila, él llegó una tarde recio y decido sobre su caballo, la había estado mirado con deseo, ella trató de sostener la mirada, pero, sonrojada, quiso alejarse riendo, él la siguió con su caballo y con un gesto la invito a cabalgar al anca, al abrazarse a su cintura, sintió que ya era suya. Pasearon por el pueblo mientras ella sonreía, libre y orgullosa junto a su hombre. Con él sentía la seguridad que nunca le dio su padre alcohólico y que no alcanzó a darle su madre, muerta cuando aún era una niña.

Pronto la hizo su mujer, los coironales sirvieron de yacija y testigos, y la llevó a vivir junto a él al puesto que ocupaba en uno de los confines de la estancia. El transcurrir de los días en la soledad de la pampa, el silencio del campo y lo taciturno del hombre fueron menguando su entusiasmo inicial, pero era libre, no la golpeaban y visto desde otra perspectiva, nada la unía al pueblito ya lejano. Los perros y la pequeña quinta eran su única distracción y compañía.

Como todos los días desde que de niña tuvo fuerza suficiente, tomó el hacha y se puso a picar leña, últimamente este trabajo se le hacía muy pesado, pero si se quiere cocinar hay que tener leña y su preñez en nada modificaba sus obligaciones, él se lo había dejado claro. Luego de un par de horas de faena fue a buscar agua al chorrillo cercano, mientras arrastraba un pesado balde sintió un líquido tibio correr entre sus piernas, perpleja se extrañó de haberse orinado, al llegar al puesto se lavó, comió algo y se durmió.

Durante la tarde las contracciones le impidieron trabajar, alimentó la estufa pues las tardes aún eran frías y esperó, sola, con el miedo reflejado en los ojos, acostada o de pie mientras el dolor le desgarraba las entrañas, en silencio, como la vida le había enseñado de niña a soportar la adversidad. La parición también había comenzado en este lado de la estancia.

El amanecer la sorprendió en su cama, cansada y sedienta, el dolor era insoportable y se daba cuenta que las cosas no estaban saliendo bien, su hijo debía de haber nacido hacía horas, sus sábanas y piernas estaban manchadas de sangre y mierda, se arrastró por el suelo hacia la puerta, alguien debía ayudarla, avanzando de rodillas salió al exterior, allí sólo el vuelo de los canquenes interrumpía la monotonía de la pampa infinita, el cielo rojo del amanecer la miraba indolente, no había un alma a quien recurrir, la desesperación la agobió, las lágrimas comenzaron a salir y bañaron su rostro sufriente. Los perros del rancho la rodeaban amistosos y hambrientos, indiferentes a su dolor y ella no tenía fuerzas para alejarlos.

Una última contracción la sorprendió afirmada al palenque. Dolor y liberación, la cabeza de su criatura entre sus piernas y luego su cuerpo frágil sobre su pecho. María Huinao lloró y rió mientras su hija berreaba entre sus pechos generosos, la felicidad y el dolor se mezclaban mientras nuevas fuerzas recorrieron su cuerpo estropeado. Con decisión tomó un cuchillo de capar y cortó el cordón. Su hija había nacido.

Aún débil caminó hacia el puesto, mientras, ebrios de gula, los perros le lamían las piernas sanguinolentas. Teniendo a su hija firmemente abrazada y en medio de otra contracción, María expulsó la placenta y no bien ésta cayó desde su entrepierna los animales se arrojaron a devorar su entraña. Pero ya era otra, no estaba sola, con rápido movimiento espantó a los perros, les arrojó piedras y les maldijo convertida ella también en un animal.

Tres días después llegó el hombre, la casa estaba limpia y olía a pan recién horneado, en un cajón se había improvisado una cuna y en ella dormía inocente la recién nacida.

–Vengo con hambre, anunció, ha estado dura la faena, como nunca hubo que ayudar a parir a las ovejas hambreadas. Mañana parto de nuevo-. Su mirada se posó en el cajón, con un gesto requirió información.

–Fue mujer, se llamará Amelia y si no te gusta me mando cambiar con mi hija, no necesito a nadie-. Lo miró desafiante.

El hombre la observó en silencio y con voz gruesa y segura de sí, replicó:

–Si vamos a ser tres habrá que agrandar la rancha entonces, tu hija también tiene padre.

comentarios:

Anónimo dijo...
14:15
 

Excelente cuento bien escrito, gracias Herbert Mundy.