GENERACIÓN KARAOKE

GENERACIÓN KARAOKE

Por Sparky



Desde hace días me encuentro oculto en un lugar indeterminado de la costa central de Chile. Huí de las frigoríficas paredes del depósito de cadáveres. Necesitaba un poco de sol (aunque no sea más un blanco sol de invierno), un poco de viento fresco, un poco de salina locura en el rostro para sentirme vivo otra vez. La muerte -tanta muerte que requiere autopsia- te vuelve pálido, ojeroso e inmisericorde. Te reseca la muerte y tienes que humectar no sólo la piel, sino también esa médula intangible que corona el pensamiento, para algunos llamada espíritu, para otros ánima o alma. En mi huida tomé algunos libros, en general, pretenciosas obras de "poetas" de los noventa, bautizada como "generación de los náufragos" por Javier Bello (retórico emplumado), pero que yo llamaría, de manera más certera, "generación karaoke", dada su tendencia a cantar sobre estructuras, lenguajes y estéticas ya consolidados como hits.
A la luz de un sol pálido, pero sol al fin y al cabo, leo y releo los libros, saciando mi insana hambre por la basura literaria, lo que me llena de un vigor inusitado, vigor que adopta, incluso, ciertos matices sociológicos. Entonces pienso que en Chile hubo poetas de verdad hasta la época blanco y negro de Pinochet y las ratas descerebradas que lo secundaban, gente mediocre, aficionada a la sangre, la electricidad, las vedettes españolas y las empresas públicas. Por poetas de verdad me refiero a creadores con estilo propio, quizá no destinados a convertirse en clásicos, pero que supieron digerir medianamente bien el flujo de sus influencias (Rodrigo Lira, Juan Luis Martínez, Diego Maquieira y Raúl Zurita, en orden descendente). Estos poetas convivieron con los eternos entusiastas de las letras, en este caso un maremágnum de escribas dolientes, personajes sensibles y sin talento que confundieron la poesía con un documento de denuncia social, salivando en exceso con palabras como: tortura, libertad, electrodos, esperanza y justicia, olvidando que la literatura es, en primer lugar, una disciplina estética y sólo a veces, siempre de manera tangencial, un arma para el combate social.
Terminado el show de los casacas grises, las nuevas camadas de escritores sin talento, símiles de aquellos que en los ochenta escribían los llamados poemas panfletarios (muchos de los cuales son ahora funcionarios de gobierno), no tuvieron la facilidad de la generación anterior: la formateada lucha por la libertad. Así, estos escribientes o manufacturadores de versos, sin la capacidad de construir una poesía a la altura de nuestros más importantes creadores, considerados como excepciones en la historia literaria nacional; renegando, además, de la posvanguardia de los ochenta (con Rodrigo Lira como principal blanco) y desconectados, por ende, de la retroalimentación generacional, optaron por comenzar todo de nuevo, pero no como hicieron las vanguardias, es decir, negando orgullosamente toda la literatura pasada para inaugurar una nueva poética, sino retomando el camino de la poesía menor chilena (aquello que Eustaquio Monk llama "Primera B"). De esta forma, poetas como Julio Barrenechea, Teofilo Cid, Gonzalo Millán e incluso el soporífero Miguel Arteche, pasan a ser modelos de composición. Y digo modelos, porque si hay una característica en común en los poetas de los noventa, la generación que aprende a escribir, es su exhaustivo afán por dominar la estructura del verso, como si ésta fuese una panacea, aún corriendo el riesgo de transformarse en meros formalistas, academicistas o trasnochados cantores de karaoke.
Aprender a escribir, otra vez, la poesía chilena, parece ser la consigna de estos autores, todos menores, que siguen a escritores menores, quizá con la excepción de Lihn, racionalizador de perversiones; de Tellier, maquinista de trenes a fogueo; y de Parra, que aún hace estallar sus chistes y sentencias en nuestro inconsciente. Entre ellos no hay grandes voces ni estilos absolutamente propios, quizá susurros medianamente claros, aunque sazonados con bastantes plagios y/o saqueos mal digeridos a Bukowski y otros escritores de lengua inglesa, como Larkin, Ashbery, el eterno Pound ("il miglior fabbro") y los poemas de Carver, así como a diversos poetas latinoamericanos. Con este práctico método, tradicionalista y conservador (aunque sin el genio de Eliot), a falta de una poética, a lo más han logrado facturar uno que otro poema digno, generalmente orientado a capturar la bolsa de algún concurso literario, donde sus propios pares las ofician de jurados o "evaluadores", como reza la jerga actual, más de mercado, más de negocio.
Como ejemplos de esta apreciación, nacida bajo un sol blanco y estridentes chillidos de gaviotas picoteando basura (lo mismo que yo), se puede mencionar a diversos chicos y chicas karaoke, como David Preiss y su poesía de estilizada siutiquería; a Sergio Parra, un clon bukowskiano; a Leonardo Sanhueza, desaliñado híbrido a medio camino entre Tellier y Rosamel del Valle; a Andrónico Higuera, romántico en el sentido más peyorativo de la palabra; a Rafael Rubio, versificador de rígidas rimas ridículas; a Armando Roa Vial, regular traductor y menos que regular poeta; a Matías Ayala, hijito de papá que relata sus viajes a la playa; a Cristóbal Joannon, que da rodeos sin apuntar jamás al blanco; a Damsi Figueroa, una de las tantas Alejandras Pizarniks que pululan por la tierra en flor; a Gustavo Barrera, apitutado de nacimiento que escribe acerca de la tv y logra poemas aún peores que los programas de trasnoche; a Germán Carrasco, que fabrica sus poemas con astucia de microempresario traductor; etc. ¿Cuántos de ellos pasaron por la Fundición Neruda? No lo sé, pero creo que demasiados. En esa factoría, amados y concupiscentes lectores, Floridor Pérez y Jaime Quezada, fósiles de calado menor, ocupan siempre el mismo molde -cada vez con más vodka y menos tinto- para formar a incautos jóvenes en el arte de la poesía. ¿Son ellos poetas de verdad? Da lo mismo, son oficialistas buena onda y eso basta.
Hay bastantes libros de poesía de los noventa, todos ellos muy bien editados, muy planchaditos, muy peinaditos, pero no todavía (y quizá nunca) una obra karaoke de peso. Habrá que esperar, entonces, hasta que aparezca una voz realmente original, un gurú que abra puertas y a quien podamos, esta vez, copiar. Porque Parra, Lihn y Tellier ya no dan más jugo.

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