MILJENKO JERGOVIC: EL HURTO

MILJENKO JERGOVIC: EL HURTO



En nuestro jardín crecía un manzano cuyos frutos se veían más hermosos desde las ventanas de mis vecinos. En vano, Rade y Jela traían a sus hijas fruta del mercado; ninguna manzana en el mundo era tan apetitosa como las nuestras vistas desde sus ventanas. Cuando sus padres se iban a trabajar, las niñas saltaban la valla y tomaban la fruta más madura. Yo las echaba, les arrojaba barro y piedras, defendía mi propiedad; aunque ni aquellas ni las manzanas me gustaban especialmente. Para vengarse, la hermana pequeña le dijo a mi madre que me habían puesto un uno en matemáticas. La jefa se fue corriendo al colegio y se convenció de la exactitud de sus palabras, y durante días me maltrató con ecuaciones de dos incógnitas. Tanta X y tanta Y me hicieron la vida imposible, por lo que decidí pagarles con la misma moneda empleando todos los medios a mi alcance. Busqué un buen escondite y durante todo el día esperé a las ladronzuelas. Naturalmente ellas aparecieron, yo salté desde un matorral, agarré a la más pequeña por el pelo y empecé a arrastrarla hacia nuestra casa con la intención de encerrarla en la despensa, esperar a que volviera mi madre del trabajo y decidiera qué hacer con ella. La niña se resistía aullando furiosamente, tanto que en la mano me quedó un mechón entero de pelo y un trocito de su cuero cabelludo. Me largué corriendo a casa, cerré con llave y al poco tiempo oí a Rade, bajo la ventana, vociferando que me iba a matar. Lo mismo le repitió a mi madre, que le respondió en idéntico tono. Estuvieron horas intercambiando insultos de una ventana a otra. Ella le gritaba que era un gángster de Kalinovik y él le contestaba que era una asquerosa y disoluta divorciada.
Durante los veinte años siguientes nos retiramos el saludo y las hermanas jamás volvieron al lugar del delito. Transcurrían agostos y septiembres y el manzano seguía dando los mismos hermosos frutos. Nosotros crecíamos sin intercambiar una sola mirada y nuestros padres envejecían sin olvidar las injurias. Las chicas se casaron y se fueron a vivir su vida, pero todo seguía igual.
Al empezar la guerra, la policía registró el piso de Rade y Jela y encontró dos rifles de caza y uno automático. La vecindad fue presa del pánico, sólo se hablaba de a quién y cómo quería y podía haber matado Rade. Él ya no salía de su casa. Probablemente, esperaba que por fin vinieran a prenderlo. Jela iba al mercado a buscar ayuda humanitaria y agua, hasta que un día una granada cayó a diez metros de ella y le arrancó el brazo. Sólo entonces, después de tanto tiempo, los vecinos volvieron a ver a Rade. Cien años más viejo de lo que era hacía apenas unos meses, salía de su casa con una cazuelita de sopa y tres limones ajados. Todos los días iba al hospital con la vista clavada en el asfalto, temiendo que su mirada se encontrara con la de otro.
Ese agosto, en plena guerra, las manzanas habían madurado y eran mejores y más hermosas que nunca. Una fruta así no se veía desde los tiempos del edén. Trepé a lo más alto del árbol, desde donde se divisaban con claridad las posiciones de los chetniks en el monte Trebevic. Inclinado sobre el abismo, las recogí con el entusiasmo del tío Gilito cuando se zambulle en el dinero de su caja fuerte. Cuando alcancé la que estaba tan sólo a medio metro de la ventana de Rade, lo vi al fondo de la habitación. Me quedé inmóvil colgando de la rama. Rade retrocedió unos milímetros. No se por qué, pero no quería que se fuera.
-¿Cómo está, tío Rade?
-Ten cuidado, hijo. Está alto y te puedes caer.
-¿Cómo está tía Jela?
-¡Ah! Se aferra a ese poco de vida con el único brazo. Dicen que pronto saldrá del hospital.
Hablamos así durante dos largos minutos. Con una mano me agarraba a la rama y con la otra sujetaba la bolsa de las manzanas. Me invadió un cierto pesar, mayor que todas esas granadas, que todos los rifles, encontrados y no encontrados. Arriba, en la copa del árbol, bajo su ventana, todo lo que sabía de mí mismo y de los demás, de alguna manera, perdía su significado.
-Sabes, hijo, cuando pierdes un brazo, durante mucho tiempo te parece que lo sigues teniendo. Es algo psicológico. Le llevo lo poco que guiso, pero no hay vida en esos alimentos. Observo esas judías, ese aguachirle que quiere ser una sopa, luego la miro y le digo: Jela; y ella nada, pero entonces dice: Rade, y yo nada. Nosotros, hijo, estamos vivos para mirarnos el uno al otro y concluir que no estamos vivos. Y se acabó. Ya ves, contemplo esas manzanas, ¡hay tanta vida en ellas! Esto no les afecta, no saben. Ni siquiera puedo mencionarlas...
Me estiré hacia la ventana y le tendí la bolsa. Me miró sorprendido y empezó a decir que no con la cabeza. Yo sentí un nudo en la garganta y sólo podía mover los labios. Permanecí allí, colgado, medio minuto; si los chetniks me estaban viendo debían de estar bastante confusos. Rade temblaba como un hombre del que realmente no ha quedado nada. Sólo ese temblor de animalito desvalido. Finalmente, tendió la mano y de nuevo no pudo pronunciar una palabra.
Al día siguiente, Rade vino a nuestra puerta y, con mil excusas porque no quería molestarnos, nos dio algo envuelto en papel de periódico. Se fue corriendo, así que no me dio tiempo de preguntarle nada. En el paquete había un tarrito de confitura de manzana.
Jela salió pronto del hospital. Continuaron viviendo encerrados tras su ventana y Rade no salía más que para recoger ayuda humanitaria. Una vez, mientras aguardaba en la cola detrás de mi madre, le susurró al oído: gracias. Ella se volvió y él repitió que en las manzanas había vida.
En los meses siguentes, personas uniformadas vinieron dos veces a buscarlo, se lo llevaron y lo trajeron de vuelta. Los vecinos espiaban por el ojo de la cerradura y, luego, tal vez para acallar su conciencia, recordaban aquellos rifles. Algunos repetían que, a pesar de todo, Rade había querido matar a alguien, y otros guardaban silencio. La sola idea de ese hombre causaba dolor. Lo más sencillo hubiera sido odiarles, pero de alguna manera, resultaba imposible.
No se sabe quién asesinó a Rade y Jela. Se fueron calladamente, convertidos en miedo. Quizá soy un idiota por decir esto, pero recordaré siempre a ese hombre por aquella confitura y porque nunca, ni siquiera por la noche, estiró el brazo para coger una manzana.



"El Hurto" pertenece al libro "El jardinero de Sarajevo" de Miljenko Jergovic, escritor de origen bosnio-croata, nacido el año 1966. "El jardinero de Sarajevo", de gran acogida en países como Francia y España, recibió en Alemania el Premio de la Paz Eric María Remarque.

Traducción de Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pistelek.


2 comentarios:

Anónimo dijo...
21:52
 

ME PARECE BUENÍSIMO. LASTIMA QUE EN PANAMA NO ENCONTREMOS NADA DE ESTO.
LUISA FERNANADA Y TIHO, LES FELICITO. DOBRO JE!!

Anónimo dijo...
17:00
 

tako je dobar feeling uzeti hrvatsku knjigu u ruke tu, na dalekim kanarima....¡eres el mejor!ines