roberto reis

roberto reis


celos


ra un carnicero. Las manos sucias con trozos de carne, todo el cuerpo salpicado y enrojecido con sangre de buey, las uñas inmundas hasta la cutícula. Los cabellos duros. Y aun cuando en su casa ya tarde en la noche- se bañaba con jabón de coco, el olor a sebo persistía en sus poros.
El facón ágil en el puño fuerte cortaba los bifes para las clientas, separaba el buche, las grasas, envolvía todo en papel de diario, lo pesaba. El dinero del vuelto (o el ticket de la caja registradora) venía con la firma escarlata.
Mulata Mariana tenía piernas firmes recordaba un pedazo de vaca- y se alzaban olores de los pelos crespos entre los muslos. Apoyados contra un auto cerca de la cantera, en la calle sin salida, se frotaban suspirando. En un hotel apartado de Lapa, él le chupaba torpemente los labios carnosos. Mordía aquellos pechos duros (como mamas), lamía su cuerpo entumecido, frotaba la nariz grasienta en las nalgas. Mariana reía. Le hacía cosquillas.
Cuántas veces había pisado el umbral de su casa al clarear el día. La mujer dormía en la cama matrimonial, el cuarto era estrecho, los muebles estaban poco menos que acostados junto a ellos. Siempre que él aparecía, sea cual fuere la hora, la mujer se acomodaba bajo las sábanas. Él se encaminaba hacía el pico del agua, llevaba una palangana, se lavaba. Volvía tratando de no hacer ruido para que ella no se despertara.
Al día siguiente, otra vez el corte de filet, lomo, nalgas, vacío. Paquetes con papel de diario. Mariana habría de aparecer. Guiñaría un ojo. Era la señal. Cerrada la carnicería, el encuentro era en el café. Algunas pingas o cerveza helada rociaban el pescado frito. Después el coqueteo, el roce, los mordiscos, y las manos que erizaban la piel morena de Mariana. Ella le chupaba los dedos, el pene, hundía los dientes en su pecho velludo, le arrancaba pelos. Y las manos fuertes, menos hábiles sin el facón, comprimían las carnes dentro de las palmas, como si quisieran hacer resaltar las partes comprimidas, como si cortase enormes bifes.
Un día, apenas puso los pies en casa, vio la luz del cuarto prendida. Su mujer debía estar mal. Entró y ella lo esperaba sentada en la cama: las piernas recogidas, los brazos sobre las rodillas. Apoyada en el cabezal de hierro. Su mirada exigía una explicación.
Sucio como estaba y antes del baño con jabón de coco, con las piernas comprimidas entre los muebles, él se sentó en la cama. La mujer, debajo de las sábanas, permanecía inmóvil. Él estaba cansado: Mariana iba a visitar a sus padres, al interior de Minas, y la despedida no había sido chiste.
De pronto la mujer lo envolvió por el cuello, un aliento agrio fue a besarle las orejas, ávido como si estuviese buscando un minúsculo trocito de carne. Enloquecida le sacó la camisa a rayas rojas, olió las manos callosas, sanguíneas, casi destrozó sus pantalones. Inerte, el carnicero cedió al cuerpo que se agitaba frenético sobre el suyo, a aquellas narinas que necesitaban su olor.
Empezó a llegar a su casa más temprano y a encontrar a la mujer desnuda. Los senos blandos caían sobre la barriga. Várices se abultaban en las piernas velludas. Aún arrebatados, jadeantes, se bañaban juntos en el pico, con la palangana y el jabón de coco, la luna blanqueaba la sonrisa nerviosa de la mujer.
En la carnicería proseguía la rutina. Un día, el dueño del bar fue a comprar algunos kilos de carne y comentó su ausencia la cerveza, el pescado frito-. Mariana regresó esa misma tarde. El carnicero largó temprano el trabajo, que el otro se ocupara de atender a los clientes de la cena y de cerrar.
Mariana estaba más mulata que nunca. Bebieron mucha cerveza, en vez de pescado comieron una pizza en un restaurant fino. Fueron a un hotel mejor, más caro. Pasaron allí toda la noche, ella se dejó por atrás.
Entró a su casa, el sol golpeaba la tierra. Tan molido estaba que decidió no lavarse en el pico. Se acostó, no sin antes tropezar en los muebles. Ni se fijó si la mujer se acomodaba bajo las sábanas.
Cuando abrió los ojos, el resplandor del día había invadido el cuarto. El facón con que trabajaba (¿o era uno parecido?) le arañó el brazo en una embestida violenta. Después le abrió la barriga, la cara, de nuevo el abdomen,todo el cuerpo. Las sábanas eran diarios empapados. Los muebles salpicados de sangre, trozos de carne.

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