Anxos Sumai: Ella y la coma
H
ace años que amo a un hombre. No nos vemos casi nunca. A veces pasa un lustro y nos encontramos por casualidad en la tienda donde Hugo vende verduras, comida para gatos y mejillones deshidratados. Entonces nos besamos cariñosamente delante de Hugo y nos hacemos preguntas rápidas y nerviosas. Yo me casé hace dos años, le cuento. Me separé poco después, le digo para borrarle de la cara el guiño de decepción que la enturbia. Hugo nos mira y sabe que siempre será así, que nos encontraremos toda la vida y que a mí me costará retirar mi mano de entre sus manos, y a él le costará soltármela. La última vez que nos encontramos en la tienda, él compró vino tinto, una bolsita de maíz seco y un par de manzanas. Estaba casi calvo, gordo y parecía medir menos que la última vez que nos habíamos visto. Se despidió diciendo que pensaba quedarse un tiempo en el pueblo, que podíamos tomar un café. Que estaba intentando terminar su poemario para Ella. Que sería la obra más importante de su vida, que sería muy riguroso, incluso con las comas. Salió de la tienda y quedé mirándolo hasta que se perdió en la calle. Hugo me habló justo detrás de la nuca. Me giré y, como mi desazón era tan grande, Hugo dijo que éramos las personas más imbéciles que había conocido. Que aquello se arreglaba con un buen revolcón en cama y que deberíamos dejarnos de memeces o pasaríamos así toda la vida. Le respondí que esa era la mejor opción: pasar así toda la vida. Y ¿quien será Ella?, le pregunté a Hugo y Hugo se echó a reír, socarrón y cabrón.
Esa noche Hugo me llamó por teléfono. Yo ya estaba acostada y casi dormida. Insistió en que me levantase y fuese hasta el Ruperto. Me levanté y me vestí, perezosa. Pinté ligeramente los labios porque eso siempre me da energía para salir de casa. Llegué al Ruperto y encontré a Hugo y al poeta hablando en la barra. Los poetas beben como cosacos, dijo Hugo cuando me senté con ellos. Yo también bebí y hablé con él, con ese hombre que amo y que por la tarde había comprado vino, maíz seco y dos manzanas. No supe cuándo marchó Hugo. Hugo marchó porque el poeta comenzó a besarme. Primero un beso en la frente, después sus labios acariciándome la boca. Después las lenguas resucitando como mejillones deshidratados. Será mejor salir de aquí sugirió, yo dije sí con las palabras enzarzadas en una única lengua bífida. Subimos a su coche, atrapados en un deseo que por lo visto nunca había caducado. Puso el coche en marcha y me acosté sobre sus rodillas, mi lengua lamiendo su entrepierna. De repente el coche se detuvo, levanté la cabeza y vi que estábamos delante de mi casa. ¿Será mejor aparcar y entrar, verdad? Preguntó dudoso. Entonces, justo entonces, recordé el poemario que escribía para Ella y recuperé la lucidez. Pasé la mano por los labios, arreglé el pelo y me despedí educadamente. Corrí hacia la casa y ni siquiera giré la cabeza para mirarlo. Cuando me desvestí para acostarme, sentí el sabor del vino, de las manzanas y del maíz seco en la boca del estómago. No tardé en quedar dormida. El teléfono me despertó. Era Hugo enfadado porque había tenido que soportar al poeta cosaco toda la noche. Pero ¿qué carajo te pasó?, me preguntó. Y yo, en el desconcierto del súbito despertar, le dije que simplemente había ocurrido que hacía meses que no me depilaba las piernas. Que unas piernas sin depilar, como una coma mal puesta, podían estropear un poema. El gran poema que él escribía para Ella.
Traducción del gallego de Dorotea V. Wilder.
Esa noche Hugo me llamó por teléfono. Yo ya estaba acostada y casi dormida. Insistió en que me levantase y fuese hasta el Ruperto. Me levanté y me vestí, perezosa. Pinté ligeramente los labios porque eso siempre me da energía para salir de casa. Llegué al Ruperto y encontré a Hugo y al poeta hablando en la barra. Los poetas beben como cosacos, dijo Hugo cuando me senté con ellos. Yo también bebí y hablé con él, con ese hombre que amo y que por la tarde había comprado vino, maíz seco y dos manzanas. No supe cuándo marchó Hugo. Hugo marchó porque el poeta comenzó a besarme. Primero un beso en la frente, después sus labios acariciándome la boca. Después las lenguas resucitando como mejillones deshidratados. Será mejor salir de aquí sugirió, yo dije sí con las palabras enzarzadas en una única lengua bífida. Subimos a su coche, atrapados en un deseo que por lo visto nunca había caducado. Puso el coche en marcha y me acosté sobre sus rodillas, mi lengua lamiendo su entrepierna. De repente el coche se detuvo, levanté la cabeza y vi que estábamos delante de mi casa. ¿Será mejor aparcar y entrar, verdad? Preguntó dudoso. Entonces, justo entonces, recordé el poemario que escribía para Ella y recuperé la lucidez. Pasé la mano por los labios, arreglé el pelo y me despedí educadamente. Corrí hacia la casa y ni siquiera giré la cabeza para mirarlo. Cuando me desvestí para acostarme, sentí el sabor del vino, de las manzanas y del maíz seco en la boca del estómago. No tardé en quedar dormida. El teléfono me despertó. Era Hugo enfadado porque había tenido que soportar al poeta cosaco toda la noche. Pero ¿qué carajo te pasó?, me preguntó. Y yo, en el desconcierto del súbito despertar, le dije que simplemente había ocurrido que hacía meses que no me depilaba las piernas. Que unas piernas sin depilar, como una coma mal puesta, podían estropear un poema. El gran poema que él escribía para Ella.
Traducción del gallego de Dorotea V. Wilder.
2 comentarios:
14:29
pero si a las colorinas ni se les notan los cañones
17:07
Muy bueno. Me encantó.
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