Pilar López Mora: La elocuencia del silencio

Pilar López Mora: La elocuencia del silencio







B
AJA del cielo lentamente la oscuridad y el silencio. Una pena inmensa recorre el Océano y se deposita y se reparte por barcos petroleros, cruceros de lujo y barcos de pesca. Queda en islas desiertas, en rocas en medio de la nada. Como si del desierto se tratase, el mar cambia su fisonomía y las olas enormes o diminutas, no dejan orientarse por el paisaje. Sin embargo la pena sabe buscar, sobrevuela hacia el Este miles de kilómetros sin necesidad de oasis ni remansos de paz. Bajo nubarrones negros que presagian tormentas magníficas y devastadoras, que amenazan con la explosión última que hará tábula rasa y nos pondrá a todos en el mismo lugar.

La pena llega. En forma de noticia, de comentario, de carta. De llamada telefónica. Siempre inesperada, nadie lo presagia. Llega al primero que encuentra, como la Parca que deambula ociosamente por doquier y caprichosa elige sin razón ni motivo un quién y un cómo para cubrir su misión diaria. El cupo de la muerte.

Cómo debe ser eso, cómo debe ser vivir, ser padre, en México o en Colombia. Y cómo debe ser eso de morir acribillado a tiros tras ser torturado. Detalles sin importancia. 35.000 muertes violentas, --sentencia el periódico--, de tal a cual periodo. 9000 cadáveres sin identificar. 5.000 desaparecidos, con familias que temen lo peor, cuyas 5.000 madres, padres y hermanos o hijos van olvidando, yendo a sus trabajos de 12 horas, caminando para ahorrarse los pesos del autobús. Avejentados, entristecidos, aletargados. Aquí los gritos de rabia y dolor subirían hasta el mismo cielo; allí a duras penas se reclama justicia, venganza, explicación. Muchachos de 17 años, asesinados en plena calle; niñas de doce, desaparecen cada día para no dejar más rastro que el de una zapatilla tirada en el camino o una hermana que acude al comisario cada dos meses a preguntar. No me imagino cómo debe ser la bolsa de plástico en la cabeza, ser asfixiado para ahorrar balas, no puedo figurarme siquiera cómo los cadáveres no pueden ser identificados por los familiares y se entierran sin lápida ni nombre en fosas comunes. No entiendo cómo se toleran 5.000 desaparecidos y un panorama desolador donde jóvenes comunes y corrientes no pueden salir a pasear sin poner en riesgo su vida que allí, por cosas que no entiendo, vale mucho muchísimo menos que aquí.

La elocuencia del silencio. En nuestros noticieros, en nuestras conversaciones, en nuestras preocupaciones. En nuestros sindicatos y nuestra crisis, en nuestro no llegar a fin de mes por comprar cremas antiarrugas y salir a cenar. La pena llega a Europa y pasa de largo, dejando un atropello con fuga y dos enfermos de cáncer en estado terminal, subida de hipotecas y miles de parados, ruina económica, estado protector apoyado en la magia salvadora de la economía de la Unión Europea.


Anoche soñé contigo


Anoche soñé contigo. Otra vez. Estábamos, ya te lo conté, en una sala pequeña. No era mi casa así que supongo que era la tuya. Solo un sofá cómodo donde estábamos sentados tú y yo, y un televisor de esos grandes como de los años 80 donde ponían un partido de fútbol que tú mirabas con interés. Porque te gusta el fútbol tanto. Y yo me acurrucaba a tu lado, me recostaba en tu hombro y dormitaba.
Ese era el sueño. Yo estaba tranquila y a salvo. Y tú mirabas el fútbol.
Te oía respirar y me consolaba ese sonido de tu respiración y ese pasar tu brazo sobre mí y ese abrazarme descuidadamente tuyo. A veces, abría los ojos y me acercaba un poco y te olía y te besaba la mejilla, y te dejaba ver el partido. En el sueño recordaba la tarde antes o la anterior a esa, cuando en lugar de encender el televisor, te dedicabas a leerme poesía; ambos en el mismo lugar y la misma postura. Sentados en el sofá cómodo, abrazados, tú leyendo como en un susurro y yo con los ojos cerrados. Nada me gusta más que me leas poesía mientras me abrazas, esa es la verdad. Pero la noche ante el televisor mirando el fútbol mientras me acariciabas ligeramente el hombro era la noche más feliz de mi vida.


Todo sabe a pollo


Da igual; todo da igual, que sea 31 o 1 o 21. Todo da lo mismo. Todo absolutamente todo sabe a pollo. El agua sale sucia del grifo y el aire está lleno de polen venenoso. La lluvia radioactiva está al caer. El cielo es marrón. Las gaviotas se han vuelto locas y las ratas ya no comen basura. El mundo no para de girar y los chinos están bocabajo y ni lo saben. Da igual. Qué más da. Un terremoto y de nuevo a trabajar. Nacen niños con tres ojos y aletas. Da igual. Mutamos, vamos al cine, lloramos con el culebrón. Nos masturbamos. Pasamos por aquí. Y pensamos que hay algo importante que algún día nos saldrá al paso, pero no es verdad. Nada, nada, excepto quizás un camión de la San Miguel, nos va a embestir como una revelación. No hay un día D, una señal en el cielo, una ideología, ni siquiera una idea que valga la pena. Solo palabras que forman frases y frases que forman discursos y discursos que se repiten. Solo filósofos con falta de potasio y vitamina D. Deprimidos y lúcidos. Solo perros rabiosos, enfermedades venéreas, adicciones, miseria e indolencia. Poetas que se suicidan o visionarios con desequilibrio químico que causan euforia. Hambre y obesidad. Cumbres y violaciones. Cáncer y orgasmos. Música y linchamientos. Guerra y soledad.


Memoria de una empirista


Semper liberis

Hace mucho tiempo pasó por aquí un barco de la Argentina. En aquella época, yo era joven y flexible y andaba en búsqueda del Conocimiento y la Verdad. Consciente de no saber quién era, me entregué a lecturas y viajes; indagué; estudié a los filósofos y pensadores; leí a Sócrates, Platón y Aristóteles, a Marco Aurelio, a Boecio, a Santo Tomás, a Maquiavelo, a Descartes, a Hegel y a Kant, a Kierkegaard, a Marx, a Wittgestain, a Sartre, a Ortega. Menudo lío tenía ya. Cambiaba de opinión y convicciones continuamente, débil como era entonces: ahora pesimista, ahora lógica; ora racionalista, ora comunista; ya pragmática, ya idealista. Pasaba del estoicismo al misticismo y la masturbación.
Estando en mi etapa de budismo zen, llegó el barco de bandera albiceleste. Trabé amistad y contacto con los marinos extrovertidos bonaerenses. Paseaba por el puerto, inmersa en mis divagaciones y ligera de ropa, y se me acercaron por decenas. Me cepillé a todos excepto al cocinero, por falta de tiempo y dada la apretada agenda de ambos.
De aquellos extenuantes días me queda una gran sabiduría y paz interior, además de una cierta propensión al psicoanálisis y un dolor de espalda crónico molesto, aunque lógico por otra parte. 85 tíos en 12 días no es parco esfuerzo, y no solo físico sino también, y mucho, mental. Mañana, tarde y noche en loca orgía. A punto estuve de desfallecer en alguna ocasión pero aquellos marineros fueren del rango que fueren tenían el don de la retórica, y con unos argumentos y explicaciones ciertamente enrevesadas, si bien irrefutables, me levantaban la moral y la libido hasta ayudarme a cumplir con lo que ellos denominaban mi desafío vital, un reto conmigo misma, una búsqueda existencial dentro de mí que ningún ser humano que aspire naturalmente y sin fundamentalismo a la perfección espiritual y al autoconocimiento puede renunciar. "Renunciar es errar. Renunciar es fracasar. Renunciar es desconocerse y ya esta nave nunca va a regresar", me aconsejaban sensatamente entre jadeos y suspiros.
Mi periplo vital a partir de aquel mi autodescubrimiento físico-emocional fue intenso y relevante. Dejé de ser una hojilla que flota a merced del viento. Sustituí la fe por la razón, el camino transitado por la pasión, la casi inevitable lectura de Paulo Coelho por experiencias sensoriales a ser posible con entes humanos de cualquier sexo, condición social, raza, religión, edad y peso. Obtuve gran riqueza espiritual, gran satisfacción sexual, gran reconocimiento social (vaya que me conocían todos) y lo más importante me encontré a mí misma. Sin leer a Coelho, sin ir al desierto, sin coger una insolación, sin beber absenta ni hablar con un tótem que solo Dios sabe por qué se encontraba en el Desierto del Sahara.
Así fue como hallé mi mismidad. Mi ser yo sin dejar de ser uno mismo, (¿o antes de ser uno mismo?), como dijo (o pensó) Kafka. Estaba ahí, ante mis ojos violeta, una calurosa tarde de agosto, levando anclas, rumbo a algún lugar por el que nunca quise preguntar.


comentarios:

Anónimo dijo...
08:55
 

estimado amigo desconocido: estos son golpes bajos.. ni olvido ni resignacion!